Lo que se adhiere a tu cuerpo: los guantes de látex, el deseo, el miedo
Lo último que me pongo son los guantes de látex. Hace un mes hubieran sido unas gafas de sol. Lo que a ti se adhiere te modifica, pienso. Antes el yo se acicalaba para socializar rendido a la estética, ahora al miedo.
Por un instante mi cabeza capitalista, acostumbrada a decir “quiero tal cosa” y verla aparecer ipso facto en el feed de Instagram, produce la imagen de unos guantes de plástico perfectamente a juego con mi chaqueta. Intento olvidarla. El deseo a veces se parece a una imagen pixelada producida en algún lugar remoto de Asia. Cada vez que salgo de casa pienso que la bolsa de tela del Lidl es mi salvoconducto. De hecho, no la llevo, la exhibo. Sus asas se adhieren a mi axila hasta que me duelen, me doy cuenta y me relajo. El logotipo de un supermercado es la bandera en la carátula del pasaporte que te concede pisar ese territorio ahora extranjero.
Paso por debajo de un bloque impresionante, bueno, el de siempre, pero ahora lo recibo con mirada extraña. Lo colonizo con los ojos para volver a hacerlo parte de mi historia. No tardo en dar un par de zancadas cuando el himno de España golpea mis tímpanos con tal fuerza que tengo la sensación de que del sexto alguien me acaba de echar un cubo de agua helada para volver a recobrar la independencia de mi memoria.
Tuerzo la cabeza, pero nada cambia de aquel paisaje mío. Mío. Pienso en Paco, el señor del sexto (que en mi fantasía tiene ese nombre) y, mientras avanzo para alejarme de la música como el bañista que intenta esquivar esa ola molesta que te congela el ombligo, intento imaginar su cara. Pienso en cómo se adhieren las notas de la canción a su piel. Probablemente se esté lastimando el oído de forma permanente (os aseguro que el edificio vibra). Pero Paco ya no es Paco. Paco es el hombre que abre las piernas de par en par en el metro. Paco es el señoro que en el turno de preguntas después de una conferencia da un speech. Paco es el cultureta que cuando presenta a una poeta en un recital lo primero que dice es que es muy guapa sin que le tiemble la voz. Yo no lo he visto. No quiero verlo, pero su aliento ya se adhiere a mi piel hasta que me alejo lo suficiente como para quitármelo de encima y olvidarme. Me temo que no será lo mismo para la vecina del quinto o del tercero. Se desvanece como si fuera un cuerpo ajeno y muerto, como si no me perteneciera, pero ¿cuántas veces seré Paco yo también sin darme cuenta?
Abro por (mala) costumbre el correo electrónico en vez de disfrutar de este paseo en tierras bárbaras. Otra entrevista sobre el confinamiento. Esta vez hay que contestar en 24 horas a diez preguntas y en vídeo. Me halaga recibirlo, no puedo negarlo, pero a la vez me perturba ver cómo la cultura es al mismo tiempo castigada e interpelada para dar una respuesta que nos ayude a comprender todo esto. Cultura a precio de bazar. Al mismo tiempo, suena la alarma del Google Calendar para recordarme que mañana tendría que haber cogido un vuelo para participar en un festival de poesía en Italia y que se me había olvidado quitar de mi agenda y de mi balance mensual. Menos trescientos cincuenta euros. Mierda.
Mientras tanto, se abre una notificación de un privado de Instagram, que tapa la alarma, que, a su vez, tapa la entrevista. Mi mano vibra por un instante, pero todo mi cuerpo se pone tenso al leer el contenido. Como un perro paro en seco. Ahora que lo pienso, no sé qué habría pasado si un policía me hubiese visto en la calle sin la intención de transitar, sin ver en ella un simple medio para abastecer mi afán de supervivencia. Por suerte no pasó. Alguien desea que me contagie porque ayer me vio en drag y “eso no es propio de un buen poeta”. “No es serio”. Visualizo la peluca rubia con mechas moradas por encima de mi pelo. Su tacto suave. Lo que a ti se adhiere te modifica, pienso. Aunque no lo quieras. ¿Qué hay de mí con peluca? ¿Qué le añade? ¿Qué le resta? ¿Y de mí en estos bóxers? Me tiembla el dedo. Está en línea. Quiero contestar, pero le doy a bloquear como si fuese la única opción posible que mi dedo podría ejecutar. Y de repente pienso en Pessoa, cuando dice que “ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar solo” y me siento igual de postizo, igual de impostor. Pienso en mi amiga María Eloy-García, cuando dice que citar a Pessoa es como ponerse un Wonderbra. Ahora mismo llevo un sujetador, y una peluca, y unos bóxers y unos guantes. Y me siento sofocar. Quiero volver a mi confinamiento.
Doy la vuelta y me dirijo hacia casa. En la rama de un árbol tres mariquitas se aparean ante mi mirada. Sus cuerpos orgiásticos se adhieren el uno al otro. Se están riendo de mí. De todos nosotros.
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