La vida no debería ser cuestión de huevos
Un cuidado y estremecedor relato de ambiente rural, reiterados abusos machistas y mucho silencio componen esta nueva entrega de las ‘Victografías’ de Victoria Iglesias. «Hace tiempo que me deshice del gallo». Pero en la vida de Adela, el gallo le hace sombra permanentemente. «Vomito en el baño debajo de un labio partido. El agua caliente se abre entre mis muslos delgados. Pongo mucho jabón en mi sexo dolorido. Y me visto de negro con el deseo de que cuando llegue la noche desaparezca entre su oscuridad, para habitar invisible una casa que escucha el ruido de sus pisadas que arrastran las botas por el suelo limpio de la cocina; y que tira del mantel tirándolo todo antes de que estalle en mi cara la primera bofetada».
Adela ha recogido hoy sólo dos huevos de su gallinero. La Lola ha movido sus timoneras y se ha plantado muy digna a otear el horizonte, con esa gracia articulada que poseen todas las gallinas.
Mientras observa los picotazos que tiran de lado, como puntadas en el suelo salpicado ahora de grano fresco, Adela se ha enroscado el mandil en su cinturilla, con los huevos dentro, y ha salido a cielo abierto. Unas nubarronas oscuras rompen el gris pálido, que intensifica el verde de la montaña y ahonda en el olor y humedad. Ha mirado al cielo, y antes de entrar en la puerta de su caserío se ha puesto a hablar con alguien al otro lado de la cancela.
(Mis ojos de niña)
La mano de mi madre es cálida, y su sensación me cubre por entera como un manto protector, suelo agarrarme a ella cuando ocurre algo distinto. Llevo puesto unos pantalones nuevos, las katiuskas rojas y un chubasquero azul marino con unas anclas rojas cosidas en las mangas.
Adela viene hacia nosotras vestida de negro intenso, es lo que siempre veo (entonces aprieto más la mano de mi madre) un negro profundo. Es muy alargada y flaca. Tiene las uñas rojas.
Su cara está llena de manchas, su pómulo está oscuro. Tiene un lunar al lado de la boca con una herida. Sin embargo, cuando sus ojos se han puesto casi a la altura de los míos he dejado de asustarme; estaban tristes, brillantes y arrugados; pero me mira de una forma tan bonita…, que enseguida sé que puedo salir corriendo para tirarme encima de un enorme perrazo, el perro de los domingos sin colegio.
La casa de Adela huele a pimientos fritos y a manzanas verdes que recogen unos cestos de mimbre a un lado y a otro de las escaleras. Mi madre siempre arranca unas ramas de perejil de unos grandes maceteros de piedra y se los guarda en el bolsillo. Al entrar el suelo suena. En la cocina hierven unas patatas rojas, y al fondo hay ropa colgada encima de una estufa de carbón: unos calzoncillos blancos y camisetas.
Todo está recogido y limpio. Un gato ha venido a liarse entre mis piernas. Cuando llego al salón hay un hombre sentado delante de una mesa redonda. Tiene un cigarro encendido en el plato y está comiendo. Me sonríe. Su cara está muy arrugada y roja.
Luego Adela nos ha puesto los huevos en nuestra cesta, entre papeles. Nos ha dado pimientos, manzanas y ha llenado una botella de leche. Mi madre le ha pagado y nos hemos ido. El señor, antes, me ha dado una moneda de chocolate que, haciendo magia, ha sacado detrás de mi oreja.
(Los ojos de Adela)
Me deslizo de la cama sin que se dé cuenta. Al otro lado de la ventana ya está amaneciendo. Debo de haber dormido, al final, porque he tardado unos segundos en recordar. La realidad cae sobre mí en esos instantes como una guillotina sin afilar que prolonga el dolor del reo. Veo mi silueta desnuda entre los brillos del espejo. Paso mis dedos por el dolor de mis costillas. Me agacho debajo de la cama buscando las zapatillas; encima él está roncando y huele a alcohol. Me concentro para enviarle una mirada de desprecio.
Vomito en el baño debajo de un labio partido. El agua caliente se abre entre mis muslos delgados. Pongo mucho jabón en mi sexo dolorido.
Y me visto de negro con el deseo de que cuando llegue la noche desaparezca entre su oscuridad, para habitar invisible una casa que escucha el crujir de los peldaños; que abre la puerta y me hace temblar; que escucha el ruido de sus pisadas que arrastran las botas por el suelo limpio de la cocina; y que tira del mantel tirándolo todo antes de que estalle en mi cara la primera bofetada.
Me recojo el pelo, delante del espejo no me reconozco, aunque llevo viéndome más de sesenta años; tampoco sé cómo he llegado hasta aquí.
La mañana transcurre para él como si todo lo mío hubiera sido una mala pesadilla. Se arregla la barba blanca y me coge de la cintura para darme un beso. Pero yo le rechazo con amargura. Se arrodilla y me pide perdón y por unos segundos mi mente duda.
Mi amiga Begoña me pintó ayer las uñas después de misa. Estoy intentado dejarlas largas para que, cuando me defiendo, le hagan mas daño en la espalda.
Begoña también me arregló el pelo. Me está animando para que salga de la casa y no vuelva. Tengo escondida una maleta y voy metiendo en ella alguna ropa; pero para cuando llega el verano los jerseys ya no me sirven y la vacío de nuevo.
Abro la puerta y respiro la humedad. El suelo está muy mojado. Me doy un paseo entre los manzanos y recojo la lechera que me deja mi vecino en la puerta del huerto. Las gallinas están revueltas; hoy sólo recojo dos huevos. Me gustaría ser la Lola, que parece tan independiente; hace tiempo que me deshice del gallo. Sombra se ha puesto a ladrar, pero no veo a nadie según me acerco a la casa.
Hay unas nubes grises que se aproximan por el oeste. Si llueve demasiado, él se quedará en casa todo el día y no podré soportarlo. Ahora oigo unas voces, es la madre y la niña que vienen a visitarme algunos domingos. No saben cómo al verlas me alegro tanto la vida.
“El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer tiene que destruir un mundo…” (Demian, Hermann Hesse)
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