Regina José Galindo, la voz, desde el más allá, de 13 mujeres asesinadas por la violencia machista
Trece vestidos que hablan de trece asesinatos machistas en Guatemala. Esa es la materia prima que usa la artista guatemalteca Regina José Galindo en su performance ‘Presencia’. Ella vestirá el último de estos vestidos este martes 18 de abril en La Casa Encendida de Madrid.
La performance será a las 18 h, para después (a las 19.30) hacer un recorrido en forma de conferencia por su trabajo desde los años 90 hasta hoy, dentro del ciclo ‘Mujeres contra la impunidad’. Una propuesta íntima en la que José Galindo pretende utilizar su cuerpo “para ser el reflejo de otros cuerpos”. Cuerpos con identidades que merecen ser visibilizadas o, como ella considera, “invocar su energía y traer su memoria” para hacer justicia.
Todo comienza con su abuela. Una medium que vivía en Nueva York y a la que Regina José Galindo (Ciudad de Guatemala, 1974) visitaba cada verano. Ella tenía un loro y escribía poemas. Ella salía a recitar y el ave repetía cada última palabra de los versos. Precisamente, una de las primeras obras de la artista guatemalteca es una performance (‘Le voy a gritar al viento’) en la que, colgada del aire, recita sus propios poemas. Poco a poco la crítica sobre la desigualdad, la violencia y la impunidad se irán abriendo paso en su producción artística. En ‘Mientras ellos siguen libres’ denuncia sobre su propio cuerpo embarazada de ocho meses las violaciones y abortos forzosos que el Ejército cometió en su país; en ‘Pesos’ recuerda la esclavitud sufrida por miles de mujeres en la República Dominicana; o cómo fuerza a no olvidar las atrocidades del dictador Ríos Montt en ‘Quién puede borrar las huellas’. Se trata de usar el arte para visibilizar todas estas luchas, aunque desde los sectores más machistas y reaccionarios de su país la tachen de “puta” por usar el desnudo en su obra o aunque la propia artista considere que le queda grande el título de “activista”.
De los trece casos que narra en ‘Presencia’, diez están en la total impunidad y dos de ellos lograron alcanzar una condena pero solo parcial. ¿Cómo consigue que le presten esos vestidos que realmente pertenecieron a las víctimas?
Algunos los consigo directamente a través de las familias y otros gracias a la Fundación Supervivientes, que es una institución que intenta ayudar a mujeres y niñas a erradicar la violencia. La razón por la que responde de forma afirmativa a la propuesta es porque son familias que no han obtenido justicia y cualquier vía que aporte en esta lucha es un grano de arena para avanzar. Aceptan participar porque ven que es una ventana de visibilidad y, por tanto, de justicia. Con esta performance no queremos hablar de las víctimas como estadísticas, queremos dar sus nombres, honrarlas, damos información de cómo eran estas mujeres.
Un ejercicio que, además de la parte estética, tiene una potente carga espiritual. ¿Tiene miedo a los espíritus?
Al principio sí, les tenía terror. Pero a medida que avanzaba el proyecto me di cuenta de que estas mujeres jamás me harían daños, estas mujeres son luz. Ellas no son el enemigo. De hecho, pido ayuda a tres mujeres para no estar sola: a una sacerdotisa maya, una medium y una angelóloga. Antes de hacer la performance, abrimos un círculo, hicimos un fuego, pedimos permiso para estar seguras de que estábamos haciendo lo correcto. También hicimos un acuerdo con las familias de no comercializar nunca este proyecto para que la energía no se pierda.
Uno de los símbolos del feminicidio han sido los zapatos, como forma de visibilizar sus ausencias. ¿Por qué vestidos y no zapatos?
En mis trabajos trato que el público establezca una relación empática con lo que está sucediendo a través de mi cuerpo. Tuve esta frase en mi cabeza al iniciar el proyecto: «cómo me pongo en los zapatos del otro». Hasta que me di cuenta de que la manera de traerlas conmigo era poniéndome en los vestidos de las otras y no en sus zapatos. En el primer caso que pienso es en el de Patricia Samayoa, una amiga muy cercana defensora de los derechos de las mujeres que es asesinada por un guardia de seguridad. Hablo con su hija Andrea para que me ayude a traer la memoria de su madre de nuevo y acepta cederme su vestido. Ella está sumergida en una batalla legal para buscar a los responsables últimos de quién dio un arma a un hombre mentalmente inestable, así que mi ofrecimiento abre una ventana de esperanza en un proceso tan largo.
¿Cómo seleccionó los trece casos que forman el proyecto?
En principio eran tres vestidos, luego fueron siete y al final lo dejó en trece. Eran centenares de casos y debía hablar de todas estas historias que me tocan por dentro. Ahora que estoy acabando este proyecto puedo decir cosas que al principio no alcanzaba a comprender. La energía es así. Por ejemplo, elegí usar el vestido de Dorita Negrán, de entre centenares de historias. Ella tiene 12 años, tiene síndrome de Down y nunca se separa de su madre. Unos vecinos un día deciden atacarlas: entran a la casa, las torturan, las violan, tiran a la madre a un barranco y a Dorita la queman viva. Los bomberos encuentran pedazos de madera con fuego saliendo de su boca. Gracias a que su madre sobrevive, puede llevar a los criminales a juicio. Sucede que el día que yo me pongo el vestido de Dorita ocurre un gran incendio en un centro de menores de Guatemala en el que mueren 41 niñas. No es casualidad, igual que el incendio no fue un accidente. El público que estuvo en esa performance no lloraba por mí, ni por Dorita, lloraba por la realidad que nos toca vivir, porque no hay justicia.
Dentro de la edición de este año de Documenta en Atenas, ha presentado otro de los vestidos de ‘Presencia’.
Esta elección sí que fue racional. En un país con una crisis tan marcada se ha olvidado que quien más sufre son los más vulnerables. Las mujeres. La violencia creció de forma exponencial y no se habla. Me llevé el vestido de Karen Lissete Fuentes.
¿Y el vestido que presenta hoy en Madrid?
Fue todo lo contrario. Es una historia, la de Mindy Celeni Rodas, que estremeció a todo el país. A esta mujer, su esposo la intenta matar arrastrándola a un río y arrancándole el rostro con un cuchillo. Milagrosamente la encuentra un campesino, la auxilia y sobrevive. Pero sin rostro, sin pómulos, sin nariz, sin labios. Lo denuncia, va a juicio, es condenado, pero a las pocas semanas este hombre es liberado. Le ofrecen a Mindy terapia y la Fundación Supervivientes se hace cargo del proceso legal para que su agresor vuelva a la cárcel. Paralelamente, me invitan a hacer una charla en Madrid y propongo aprovechar mi vista para cerrar mi proyecto en La Casa Encendida. En las charlas intermedias, me entero que la Asociación de Mujeres Guatemaltecas en Madrid ha intentado traer a Madrid a una mujer y su hijo como refugiados de la violencia machista, pero finalmente es asesinada por su marido. Esa mujer ha sobrevivido a un intento anterior de asesinato arrancándole el rostro. Me doy cuenta de que es el mismo caso que yo estaba guardando para cerrar el proyecto, sin tener ni idea de que estuvo a punto de empezar una vida aquí. Es la misma Mindy, que de una manera u otra hemos conseguido que finalmente viaje a España. Es la primera vez en mi vida que considero que una obra de arte ha conseguido superar las fronteras.
Guatemala es uno de los países con más violencia hacia la mujer, pero también uno de los punteros en legislar en feminicidios (violencia contra la mujer en todos los ámbitos, no solo de su pareja o ex pareja).
Es cierto que ha habido avances, muy lentos, pero los hay. Se trata de un país donde todavía muchos creen que lo que ocurre para que vayan hombres a la cárcel es algo que habría que arreglar en un juzgado de familia, pero el avance está ahí. Hemos vivido en guerra 36 años y todo no va a cambiar de la noche a la mañana. Está claro que ser mujer en Guatemala es un riesgo, pero eso se replica en muchos lados. Cuando empiezo a salir de mi país me voy dando cuenta de que la miseria no está solo en Guatemala, está en todos los países. Y por poner un ejemplo: en mi país puedo hablar libremente de los dictadores, acá no.
Su obra está presente en colecciones de muchos países, pero su galería madre está en Italia. ¿Por qué?
Cuando se firma la paz, se abre un nuevo mundo. Musica rock, happening espontáneos, grupos haciendo cosas juntos. Tomábamos la calle como nuestros espacios de expresión, ya que los espacios de arte que había eran propiedad de la derecha del país. ¿Tu crees que me va a interesar exponer y comerciar mi obra en las galerías de arte propiedad de las oligarquías responsables del genocidio de mi país? No me van a absorber, no quiero esos espacios. Además, Guatemala es un país misógino. Todavía me llegan mensajes que me califican de “puta” por desnudarme en mis obras, que no es arte. Es muy difícil modificar ese pensamiento. Sigo produciendo en Guatemala, pero desde 2004 trabajo con Prometeo Gallery. Allí llegué de la mano de Santiago Sierra y Aníbal López, y lo mantengo por la implicación de la responsable, que no busca exoticar el país. Hace poco que también trabajo con Ultravioleta Gallery en mi país. Nuevos tiempos.
Con toda su obra de denuncia, ¿por qué no se considera activista?
Es complejo. Desde mi perspectiva, desde el epicentro de la crisis donde vivo, creo que ser activista es dar tu vida por una intención. Activista es Norma Cruz, la directora de Fundación Sobrevivientes. Una abogada que ha dejado su vida por modificar la vida de las mujeres víctimas de la violencia. Una activista era Berta Cáceres, que dejó su vida luchando contra la megaminería. Un artista no está en riesgo, por eso digo que a mí el traje de activista me queda grande.
No hay comentarios