No olvidemos a quienes nos cuidan y nos acompañan

Los cuidadores, esos ángeles de la guarda. Foto: Pixabay.

Los cuidadores, esos ángeles de la guarda. Foto: Pixabay.

Pienso a menudo en ellos/as. No tienen un reconocimiento laboral, no figuran en las estadísticas, no cuentan en los aplausos ni en el recuerdo. Oficialmente no son, aunque he conocido a varios/as, sobre todo en los últimos años, desde que mi edad avanza y yo con ella. He aprendido a detectarlos/as: hay un ángulo de espalda común, una forma de suspirar casi inaudible pero entera, una mirada que está a medias porque vive dividida. Durante estos meses de confinamiento se han dejado ver más de lo habitual. Les sobraban los motivos. Son voluntarios/as, pero tampoco en el voluntariado se les reconoce. Son ‘los Invisibles’. Quienes nos cuidan y acompañan.

Marisa tiene 24 años. Su madre murió de cáncer hace dos años. Ella ha estudiado fisioterapia y la carrera de piano. A su padre le diagnosticaron ELA apenas tres meses después de la muerte de su madre. Marisa, que en aquel entonces vivía con una amiga, decidió volver a casa y cuidar de su padre. Desafortunadamente, la evolución de la enfermedad en el caso de R. ha sido muy rápida y el deterioro muscular ya no le permite salir a la calle. Apenas se levanta de la cama. Marisa cuida voluntariamente de él y lo hace sola. Lo baña, le prepara la comida, se encarga de toda la intendencia de la casa y cuida de que R. sufra lo menos posible.

Seguramente, quien lea esto pensará “qué hija más maravillosa” y doy fe de que es así, pero lo es porque Marisa es una mujer excepcionalmente madura, fuerte y emocionalmente equilibrada. Su compromiso voluntario es R., la felicidad de R., el bienestar de R. Ella es una de las miles que cuidan a un mayor en este país, y su caso, por su edad, es excepcional. Lo más habitual es que las Marisas que voluntariamente cuidan de un familiar dependiente –ya sea una madre, un padre, una tía, una hermana- sean mayores y sean mujeres. Lo más frecuente es que, en un porcentaje muy elevado, sean además mujeres sin familia propia, es decir, sin hijos/as y/o con hijos ya mayores que volaron y que las dejaron “elegibles para cuidar de”. Lo más habitual es que empiecen asumiendo parcialmente el cuidado de ese alguien que necesita ayuda y terminen fundiendo su vida con la de quien cuidan.

Duchan, dan de comer, compran, cocinan, se encargan de pedir hora a médicos, de gestionar subvenciones si las hubiera, de llevar las cuentas, de velar por la salud emocional del/la dependiente, de mirar por él/ella, oír por él/ella, pensar por él/ella. Son la mano, la pierna, el corazón y el cerebro de otro: dan, dan, dan y dan, limpian culos, cambian pañales, aprenden a tragar duro para poder ver y tocar a padres y madres desnudos que se entregan a veces avergonzados, otras agradecidos. Son limpiadoras, enfermeras, amigas, hijas, cuidadoras, mensajeras… son las mujeres de espaldas gruesas que en gran medida construyen la columna de nuestro tejido sanitario y social. No llevan uniforme, no han estudiado para eso, pero sin ellas, sin su voluntad, muchas de las personas que vemos a diario en la calle no estarían ya entre nosotros.

Aplaudimos lo que vemos y a quienes tienen voz y presencia, pero ahora que ya no hay aplausos, toca salir de los hospitales y visitar, uno a uno, los hogares de todos esos mayores que han sobrevivido al horror, de todas esas personas que, por edad o por enfermedad, no pueden sobrevivir solas, de los vulnerables con mayúscula, y mirar y poner nombre a las manos, pies, cabezas y pulmones que voluntariamente luchan para que no se vayan. Hijos/as que cuidan a padres o madres solos/as, padres octogenarios al cuidado de hijos con minusvalías, hermanos a cargo de otros… Entremos en cada una de esas casas y veamos el sufrimiento de quien cuida, el desgaste, el valor y la valentía. Entremos y aplaudamos cada ocho horas: hay hombres y mujeres –muchas más mujeres, me consta que la diferencia es abismal- de todas las edades que deciden no abandonar a quien ya no puede seguir caminando solo/a y lo hacen sin pensar, porque en la mayoría de los casos, si no son ellos/as no hay nadie más.

Pero, ¿y ellos/as? ¿Quién cuida de ellos/as? ¿Quién los/as mira? ¿Dónde estaban cuando los aplausos volaban desde los balcones? ¿Los oían? ¿No se merecen acaso un doble reconocimiento porque, a pesar de no llevar uniforme, viven entre pañales, heparina, insomnio, recetas… restándose horas de vida propia para que la muerte pase de largo y no castigue?

Hoy, como todos los días, es el día de los/as Invisibles, y eso es, ha sido y será aplicable los 365 días del año. Ellos/as son nuestros pies, manos, cabezas y corazones, nuestras venas y también nuestros tendones. A pesar de eso, no han oído un solo aplauso, no han recibido una palmada en la espalda, ni tampoco un abrazo. Para muchos/as son simplemente los/as acompañantes. Sombras que están y que apenas cuentan. La compañía.

Son lo que no se valora porque nos sale gratis.

En este mismo instante, mientras escribo estas líneas, Marisa está sentada en la cama de su padre, ideando con él un sistema de poleas que le facilite la lectura. Se ríen juntos. Desde que su padre enfermó, ella mantiene una doble vida: la que vemos y la que regala a R. Cuando nos cruzamos en la calle, siempre sonríe.

Hay un mar de Marisas en todas las calles, casas y ciudades de nuestro país.

Deberíamos celebrarlas todos los días. Sin falta.

Que no se nos olvide.

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