Ramón González Férriz: «En los 90 hubo un optimismo excesivo y nocivo»
Hubo un tiempo en el que imaginábamos el futuro sin los miedos de hoy. Sin miedo a perder el trabajo a mano de robots o a que el cambio climático acabe con nuestra forma de vida. Entonces, la vieja idea del progreso gozaba de buena salud, y los problemas se afrontaban con una disposición bien distinta a la del malestar de nuestros años. Eran los 90, década que, a juicio de Ramón González Férriz (Granollers, 1977) empezó con la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 y terminó con el ataque a las Torres Gemelas y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Lo analiza en ‘La trampa del optimismo’ (Debate).
Este periodista, colaborador de El Confidencial y autor de La revolución divertida y 1968 (ambos también en Debate), continúa en su nuevo libro la disección de la segunda mitad del siglo XX con la mirada puesta en los males de hoy. El final de la historia vino con resaca.
Leyendo la crónica que haces de la guerra de los Balcanes, de la crisis económica de comienzos de los 90, de los problemas de Alemania para reunificar el país, y de lo que esto supuso de trágala para el Reino Unido, se ve claro que no es tanto que no pasaran cosas difíciles y desagradables, sino cómo las encarábamos. ¿O realmente pasaban menos cosas?
En los años noventa sucedieron muchas cosas que, vistas con el tiempo, deberían haber servido para advertir que quizá el optimismo generado por la caída del muro de Berlín era excesivo. En la Europa Oriental no solo fueron las guerras de los Balcanes, sino también, aunque fuera con menos dramatismo, los problemas que ya se veía que tendría Rusia para hacer la transición hacia una democracia liberal o las enormes dificultades que tendrían otros países del antiguo bloque soviético para asumir las reglas democráticas. Incluso se podría haber pensado que Alemania Oriental no iba a igualar en poco tiempo a la Alemania Occidental en términos sociales, económicos o culturales por el simple hecho de haber quedado subsumida en esta. Eso, por no hablar de la crisis económica de Japón o el terrible genocidio de Ruanda.
Y, sin embargo, todo eso se afrontaba con otro espíritu.
La década estuvo dominada por un enorme optimismo. No solo en lo político, también en la economía, las finanzas y la tecnología. Se creía de verdad que el fin del comunismo en Europa era no solo el fin de la Guerra Fría, que las democracias occidentales habían ganado, sino algo más, un paso definitivo hacia la globalización de la democracia capitalista y la desaparición de todos sus modelos rivales. A eso contribuirían la tecnología, que permitiría la globalización económica, y los productos financieros, que reducirían los riesgos tradicionales de la actividad bancaria.
Si te pones en la piel de algunos artífices de esos cambios, puedes entender su optimismo. ¿Cómo no compartirlo cuando, en pocos años, se inventaba la World Wide Web, se firmaba el tratado de Maastricht que fundaba la Unión Europea, España daba ejemplo al mundo organizando la Expo de Sevilla y Barcelona 92, y algunos políticos creían haber superado definitivamente la distinción izquierda-derecha, como hizo la Tercera Vía? Pero claramente fue un optimismo excesivo y, a la larga, nocivo, como tan bien ha experimentado nuestra generación.
¿Pecamos entonces de ingenuidad o dramatizamos ahora en exceso?
Creo que lo de entonces solo fue ingenuidad en parte. Quizá quienes en España dimos por sentado que la integración plena en Europa iba a significar que la historia que nos habían contado, según la cual los hijos siempre vivían mejor que los padres, iba a ser más cierta que nunca, sí fuimos ingenuos. Pero creo que hubo más arrogancia que otra cosa. No necesariamente una arrogancia malintencionada, pero sí, como intento explicar en el libro, la sensación que tenía mucha gente de que se inauguraba un tiempo de prosperidad sin límites, en el que ya no habría ciclos económicos, unas tecnocracias ilustradas decidirían lo mejor sin dejarse llevar por ideologías, y la conjunción de las finanzas, internet y la globalización nos liberarían no ya de la pobreza, sino del nacionalismo y de los trabajos rutinarios y pesados. Hasta se dio por hecho que todo ello contribuiría a la democratización del mundo, empezando por China.
¿Y ahora?
No creo que ahora dramaticemos en exceso. Creo que es bastante objetivo decir que ahora muchas cosas están peor: hay tentaciones autoritarias por todas partes, no es que creamos que la economía no va a crecer para siempre y a un ritmo decente, sino que ya hay quien sostiene que vamos hacia un “estancamiento secular”, la Unión Europea es un proyecto que siempre parece a punto de desmoronarse, si bien es cierto que siempre resiste. En todo caso, creo que es importante no caer en el “presentismo”: creer que la época que nos ha tocado vivir es única, singular, y que sistemáticamente tenemos motivos para sentirnos más desgraciados que las generaciones anteriores. En la mayoría de los casos, no es cierto. Pero sí es verdad que un español nacido en 1990 ha pasado en la edad adulta, en términos políticos y económicos, la crisis de 2008, el procés catalán y ahora la covid-19 y la crisis económica que hay por delante. No hay que ser apocalíptico, pero todo eso tampoco da muchos motivos para ser optimista.
Hablas de que caímos en la trampa del optimismo y que creímos que «la tecnología era el camino hacia un mundo más democrático y fiable». Ahora el péndulo está en el lado opuesto, y la tememos: nos vigilan, los robots nos quitarán trabajo, ¿cómo ha cambiado nuestra relación con la tecnología desde los años 90?
Como decía, en los noventa se inventa la World Wide Web, se hacen públicos los primeros navegadores populares, nacen los blogs, los buscadores y el comercio electrónico. Se refuerza la tecnología necesaria para que existan las cadenas logísticas que sostienen la globalización. A partir de mediados de los años noventa, los teléfonos móviles se expanden enormemente por casi todo el mundo. Todo hacía pensar que la tecnología tenía un enorme potencial liberador, democratizador. Aunque es verdad que ya en los noventa surgió el miedo a la dependencia excesiva a la tecnología —en realidad, no surgió, es recurrente desde la Revolución Industrial—, y fue explícito en el llamado “efecto 2000”: el miedo a que un colapso en los sistemas informáticos por culpa de la manera en que se escribían las fechas en el código del software condujera a un colapso de todos los servicios, desde las líneas aéreas a los bancos o los sistemas de seguridad de las centrales nucleares.
La situación es bien distinta hoy.
Hoy internet y los móviles nos parecen un poco como el tabaco: no logramos dejarlos, ya no estamos seguros de que nos den placer, pero somos adictos. Y, por lo que respecta a la globalización, aunque yo creo que ha dado más cosas buenas que malas, sin duda ha provocado muchas malas y ahora, en cierto sentido, la política occidental orbita alrededor de sus fracasos. Creo que tenemos mucha menos confianza en la tecnología. De nuevo, en muchos casos su resultado será más positivo que negativo y sería un error ser apocalípticos, pero también nos hemos dado cuenta de hasta qué punto la tecnología puede escaparse de nuestro control y adoptar lo que parece una vida propia y autónoma ajena a nuestros intereses.
Dedicas mucho espacio a la economía y la creación del euro. ¿Fue una buena idea con un mal diseño? Iba a decir que cómo es que nadie lo vio, pero lo cierto es que hubo muchos críticos de la moneda única entonces a los que se les tachaba casi de aguafiestas.
Creo que es como dices, una buena idea con un mal diseño. Muchas circunstancias hacían pensar que una moneda única para la Unión Europea tenía sentido. Y los españoles nos hemos beneficiado mucho de ella. Ahora bien, las reglas por la que se regía la moneda, establecidas a principios de los noventa en Maastricht, y después a lo largo de la década, fueron un error. Yo soy partidario de los déficits bajos y la deuda controlada, soy más o menos ortodoxo en eso, pero una cosa es creer que es bueno ser contenido y otra es no darse cuenta de que, cuando los hechos cambian, hay que cambiar de opinión, como debería haber pasado a partir de la crisis financiera de 2008.
Y eso es lo que decían algunos economistas entonces.
El euro tuvo desde el principio críticos muy duros, desdeñosos, sobre todo en el mundo anglosajón, que creían que no es que fuera una idea pésima, es que era una chifladura. Se equivocaban. El euro sigue siendo una buena idea. Parece que la crisis económica actual se va a gestionar con reglas mucho más flexibles e inteligentes que la anterior. Ojalá sea así. Sigo creyendo que el euro es una buena idea y, aunque no sea un gran consuelo, que solo el tiempo hará que sus reglas vayan haciéndose más razonables.
Una vez, en la barra de un bar de Fuengirola, saltó José Luis Perales en el hilo musical y escuché a un paisano decirle a otro: «antes éramos tan felices que podíamos escuchar canciones tristes». Sin embargo, lo que tú relatas de la escena musical no era nada triste, sino bastante disparatada gracias a su relación con el mundo del dinero del boom inmobiliario. ¿Cómo era esa relación?
Los grupos indies hicieron lo que tenían que hacer: renovar una escena de la cultura pop que estaba empezando a agotar los recursos de los años ochenta, asumir influencias internacionales como había hecho la movida 15 años antes, crear su propio estilo y sus propios mitos. A mí me siguen gustando muchos grupos independientes españoles de los noventa, no pretendo ser malicioso. Pero es cierto que la música española de entonces se subió a la misma oleada de optimismo económico y escasa politización del resto de la sociedad. Era una música ensimismada, que creyó que podía revolucionar las grandes discográficas anglosajonas, que durante mucho tiempo no prestó atención a las cuestiones sociales.
Que conste que no creo que el pop deba hacerlo necesariamente, ni mucho menos. No tiene por qué ser comprometido para ser brillante. A veces es mejor cuando es simplemente frívolo. Pero parece que cuando muchos músicos del indie se toparon con la crisis de 2008 renacieron políticamente o, como en el caso de J de los Planetas, reinterpretaron todo su pasado en clave de política revolucionaria. En realidad, el indie español fue un fenómeno muy minoritario, que cobró relevancia porque quienes lo escuchábamos éramos sobre todo los hijos de las clases medias que sabíamos inglés y luego acabamos escribiendo en los periódicos y transmitiendo nuestros propios gustos, como si no hubieran sido Mónica Naranjo, Estopa o La Oreja de van Gogh quienes en realidad vendían muchos discos y eran de verdad influyentes. A eso se suma que buena parte de su actividad se alimentó con festivales indies que estaban financiados por ayuntamientos dopados por los ingresos de la burbuja inmobiliaria. Pero de verdad que no pretendo ser duro con el indie. Era solo música pop.
Dices que en los 90 caímos en la falsa creencia de que se podían crear «ideologías sintéticas». Lo mejor de un mundo y de otro. Ahora, en cambio, es el populismo el que parece que muestra sus límites para gestionar la realidad. ¿Cómo ves el mundo tras la pandemia? ¿Más cerca de los 90 o más lejos?
Me gustaría pensar que saldremos de la pandemia confiando un poco más en los políticos que demuestran ser buenos gestores y un poco menos en quienes son solo agitadores de las guerras culturales, que reconoceremos el papel central que tienen los técnicos y los burócratas en las sociedades modernas, en contra de quienes creen que son solo una élite corrupta. Pero no me haría demasiadas ilusiones. Es verdad que, en términos generales, los populistas salen peor de esta crisis de como entraron, a juzgar por las encuestas, pero quién sabe. Quizá logren apropiarse del dolor que causará la próxima crisis económica y sean capaces de remontar.
Lo que llama la atención en comparación con los años noventa es que entonces Le Pen ya era una gran fuerza de la política francesa, en Austria la ultraderecha era muy fuerte, y era relevante en Países Bajos, pero se creía que eran fenómenos residuales, molestos pero condenados. Ahora vemos que no es así. No creo que sea inevitable un mundo de autoritarismos de izquierda o de derecha, pero sin duda en los noventa eso se habría descartado por completo. Después de la caída del muro, la democracia liberal y la alternancia de partidos moderados de centro izquierda y de centro derecha parecía casi una ley natural de la historia.
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