Una novela sobre ese hueso de la cadera que desata el deseo… y la locura
Todo comienza en un escenario tan gótico como una casa solitaria frente al mar en una noche invernal de tormenta. Alguien llama con los nudillos a la puerta y, empapada, aparece una joven con un hueso delirantemente atractivo asomando en su cadera… La joven editorial independiente Tránsito recupera para su colección ‘La cresta de Ilión’, de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, una novela sobre las muchas fronteras, físicas o intangibles, que siempre estamos a punto de cruzar.
Una casa solitaria frente al mar. Una noche invernal de tormenta. Alguien llama con los nudillos a la puerta… El protagonista-narrador, un médico del que apenas llegaremos a saber nada –o al menos nada del todo certero–, deja su lectura junto al fuego de la chimenea y se dirige a abrir. A partir de ahí, su vida cae en una espiral de desconcierto…
Quien está al otro lado de la puerta es una joven desconocida, hermosísima, que expande el mundo con su mirada gatuna. “¿Quién eres?”, le pregunta. Y ella, empapada, con un hueso delirantemente atractivo asomando en su cadera, responde: “Soy Amparo Dávila”.
Aunque probablemente no lo sepan –yo misma no me había enterado, atrapada por la vorágine vírica– Amparo Dávila falleció, con elegante discreción, hace apenas tres meses. La escritora mexicana era uno de los nombres más sobresalientes de la llamada Generación del Medio Siglo. Multipremiada, si buscan un obituario cualquiera, en todos la llamarán “maestra del cuento”. Le interesaba lo fantástico, lo desconocido, el terror no colectivo, sino el que se enreda en lo cotidiano, casi indistinguible. Sus personajes, frecuentemente mujeres, se ven asaltadas por lo imposible, por la violencia, por la locura. El espacio doméstico y la familia como encierro y verdugo. A esta Amparo Dávila, como homenaje, la convierte Cristina Rivera Garza en personaje y desencadenante del conflicto en su novela La cresta de Ilión, editada hace mucho por Tusquets y recuperada ahora por la editorial Tránsito.
Amparo Dávila se instala en la casa del protagonista y empieza a controlarlo todo con ademanes fantasmales. ¿Por qué está ahí? ¿Qué es lo que quiere? Además, al poco, otra mujer llama a la puerta: la Traicionada. Tan folletinesco, se trata de una mujer, efectivamente traicionada por el médico, que había sido invitada para ajustar cuentas sobre su romance roto, pero parece estar muy enferma, y Amparo Dávila la acuesta en una cama y se dedica a cuidarla con cariño. Desconcertado, el protagonista es testigo de cómo entre ambas mujeres surge una relación de confianza íntima de la que él, en su propia casa, está quedando excluido.
El horror es mayúsculo cuando descubre que además ambas mujeres comparten un lenguaje –“glu glu”, como gotas de lluvia contra la ventana– del todo desconocido para él.
Entre otras muchas cosas, La cresta de Ilión es una novela sobre las palabras, sobre el poder moldeador, creador de mundos, del lenguaje. Sobre su papel fundamental en la memoria. “Verse avanzar por el túnel que lleva a la puerta detrás de la cual se encuentran los documentos donde se guardan las letras que provocan placer (por identificarlas) y terror (por nunca saber lo que quieren decir)”.
El narrador se siente amenazado por no poder acceder a la nueva realidad que crea un lenguaje desconocido. Por otro lado, la inesperada Amparo Dávila, que se presenta como lo que en realidad es, una gran escritora, dice estar buscando un viejo manuscrito, robado por un paciente antiguo del hospital de moribundos en el que trabaja el médico. Sin esas antiguas palabras suyas no es capaz de escribir nada más. Más adelante descubriremos que hay muchas Amparos: Verdaderas, Falsas, Emisarias diseminadas por el mundo, algo enloquecidas, cuya tarea es evitar la Desaparición de la autora y proteger sus palabras, asegurándose de que llegan al futuro (esto me hace pensar, no sé si era una intención de Rivera Garza o soy yo, que rastreo este significado en los textos, en la genealogía de las mujeres escritoras, en ese afán por preservar la memoria de nuestras abuelas narradoras).
En La cresta de Ilión todo son fronteras: entre el lenguaje y los acontecimientos; entre lo posible y lo imposible; entre lo real y lo imaginario; entre el horror y lo cotidiano; entre la vida humana y la naturaleza; entre el hombre y la mujer. Como bien cita la editora a la académica y activista chicana Gloria Anzaldúa, tenemos la tradición de migrar, de movernos, de hacer largas marchas.
Rivera Garza, mexicana residente en Estados Unidos, siempre entremezclada entre las diferencias y los puntos de choque de ambas culturas, sabe mucho de hacer equilibrios en la frontera. Deambulando por la orilla del océano –que es cualquier cosa salvo frontera, porque en él solo se atisba un horizonte imaginario, ilimitado– el narrador cree atisbar partes de cuerpos que la corriente arrastra hasta la orilla, los gritos de aquellos a quienes persiguen los guardias, grupos espectrales de migrantes encadenados por los tobillos. Lo cierto es que en las fronteras siempre abunda el horror de quien no consigue cruzar y quien no deja entrar.
Este extraño narrador es también es sí mismo una frontera. Una vez fue árbol. Quiere ser océano. Su visitante inesperada dice conocer su secreto: que él es en realidad una mujer. Como un Orlando mucho menos evidente, algo confuso, Rivera Garza explora los límites entre los géneros, lo efímeros que pueden ser, hasta el punto de que el protagonista duda de sí mismo. Y, sin embargo, hay mucha conciencia del cuerpo femenino, de sus consecuencias –uno de los temas más habituales en la literatura de la escritora mexicana es la violencia contra el cuerpo de las mujeres–. Arranca la narración, en esa noche tormentosa, con una protuberancia física delatora, la cresta ilíaca, ese hueso de la cadera que muestran las mujeres jóvenes. Causa en él –o ella– un irrefrenable deseo, y a la vez es fuente del horror.
De curva sensual pasa a monte escarpado, a un recoveco oscuro en una noche de tormenta frente al mar. La cresta desde la que parten los viajeros y el accidente geográfico al que van a chocarse todos los barcos del mundo.
Leyendo esta novela, uno siente que se encuentra, página tras página, al borde de algo que no termina de atisbar. Cree entenderlo, pero se escapa como una pesadilla segundos después de despertar. Alarga una mano para alcanzarlo, pero se desvanece; o quizás lo ha alcanzado pero es tan sutil, tan etéreo, que no llega a comprenderlo del todo. Eso parece sentir también su enigmático protagonista: desconcierto y un inestable equilibrio sobre el abismo. O quizás lo comprende todo, pero no quiere verlo, o tan solo tiene que dejar de bloquear los recuerdos, o quizás solo tiene que dejar escapar las ideas preconcebidas. En cualquier caso, Rivera Garza no lo pone fácil. Sus palabras, como los mundos que creó Amparo Dávila, son puro enigma.
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