100 años de Ray Bradbury, el largo viaje a Marte
Este mes de agosto se cumplen 100 años del nacimiento de Ray Bradbury, uno de los escritores que ‘elevó’ la ciencia ficción y la fantasía a las más altas cotas de calidad literaria. Repasamos los momentos claves de la vida y las obras más emblemáticas del creador de las inmortales ‘Crónicas marcianas’.
“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías; y de una manera tan íntima?”. Quien se confesaba sobrecogido tras la lectura de Crónicas marcianas era ni más ni menos que Jorge Luis Borges. El escritor argentino escribió el breve pero entusiasta prólogo que, desde hace décadas, acompaña todas las ediciones en castellano que publica la editorial Minotauro de la obra más célebre de Ray Bradbury. Además de la maestría en la narrativa breve, el de Buenos Aires y el de Illinois compartían otro rasgo en común: el amor y la fidelidad a sus lecturas de la infancia. Porque un buen escritor también se fragua entre tebeos e historietas de terror y aventuras.
Con motivo del 100 aniversario de su nacimiento el 22 de agosto, y ocho años después del fallecimiento del autor, celebramos su genial legado –clásico porque sigue siendo esencial, no importa los años que pasen– haciendo un repaso de los momentos clave de su vida y de sus obras más emblemáticas. Para sumarse a la celebración, la editorial Minotauro lleva meses poniendo al día su Biblioteca Ray Bradbury, y no sólo a base de los títulos más fáciles de encontrar en las librerías, sino también con otros más desconocidos como El verano del adiós, Ahora y siempre o El árbol de las brujas.
(Para la escritura de este artículo ha sido fundamental la lectura de la magnífica biografía Ray Bradbury, humanista del futuro, de José Luis Garci, reeditada por Hatari! Books en mayo de 2019. “Garci es un pionero en lo que a mí se refiere”, dijo Ray Bradbury cuando se publicó por primera vez en 1971).
La ciudad verde, los dragones, un puñado de revistas y una máquina de escribir
Raymond Douglas Spaulding Bradbury llegó al mundo un caluroso 22 de agosto a las cuatro de la tarde. Estamos en Waukegan, un pequeño pueblo del estado de Illinois, en la costa oeste del lago Michigan. La llamará Green Town, la llamará Bizancio. El futuro escritor en el que el pequeño Ray va a convertirse nunca olvidará la ciudad de su infancia: las tartas de fresas, la voz grave del abuelo, el vino que se hace con la flor de diente de león (y que le dará el título a su obra más autobiográfica, El vino del estío, novela de 1957), las ferias ambulantes que causaban en él una confusa mezcla de pavor y fascinación, y las largas tardes estivales, porque en Waukegan es siempre verano. Bajo el sol abrasador reverberan nombres indios y, sentados en una mecedora del porche, contemplamos el despegue de un cohete rumbo a las estrellas.
En el hogar de sus sueños también hubo hueco para el duelo y la ausencia. A los 12 años, Ray pierde a su primer amor: una niña del pueblo se interna en el lago al que todos acuden para refrescarse en verano y no regresa jamás. Su cuerpo desaparece en el corazón del agua. Esta herida, dolorosamente enquistada en su memoria, sanará a través de la escritura del relato titulado El lago (recogido en la colección El país de octubre), escrita varios años después, de especial relevancia porque será la primera pieza que Ray Bradbury considere fruto de una escritura adulta y de calidad.
Años atrás, la muerte ya había llamado a la puerta del hogar familiar: su hermano mayor Samuel, gemelo de Leonard, y su hermana pequeña Elizabeth fallecieron. Quedan solo dos de los cuatro hijos del matrimonio Bradbury; esto destroza a su madre, que se vuelca en darle cariño al pequeño Ray. Su padre, delineante, es un hombre serio y heredero de una familia de interesante linaje: su abuelo, a mediados del siglo XIX, fundó la sociedad Bradbury & Sons, dedicada al periodismo; y una tía lejana, Mary Bradbury, fue acusada de brujería durante los infames y célebres juicios de Salem, pero consiguió huir y murió de anciana. Una cosa está clara: por la sangre de Ray corre la pulsión por las palabras y por los acontecimientos extraños.
Fue en Waukegan cuando la semilla de la literatura empezó a florecer. Después de tantos y tantos cuentos a la hora de irse a dormir, aprender a leer por sí mismo fue una bendición para Ray. Resultó que los bocadillos de sus adorados tebeos de Buck Rogers y Flash Gordon contaban historias. Esta etapa de primeras lecturas es espléndida en su vida, y crucial para entender al Ray Bradbury escritor. Él nunca renegará de sus lecturas iniciáticas, de los personajes de cómic que le hacían llorar y temblar, de las historias de fantasmas y búsquedas del tesoro, de las ferias ambulantes y de los dinosaurios, aun cuando en los primeros años de su carrera se le trate de echar por tierra con la denostada etiqueta de “escritor popular” o “de género”.
Primeramente, la pasión por los libros se la contagia su tía Neva, tan solo diez años mayor. Ella le leía toda clase de historias fantasiosas sobre brujas, hadas, dragones, hechiceros… Su madre, Esther, le descubrió las narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, al que Ray siempre considerará uno de sus “padres literarios”. Las estanterías de su tío Bion también ocultaban grandes tesoros: Otra vuelta de tuerca, de Henry James; Frankenstein, de Mary Shelley; Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll; y otros nombres como Ambrose Bierce, Algernon Blackwood, Jonathan Swift, R. L. Stevenson, Nathaniel Hawthorne, Frank Baum… Y, por supuesto, está la biblioteca pública de Waukegan, a la que Ray acudía en busca de nuevos títulos de H. G. Wells, Edgar Rice Burroughs y Jules Verne. Todos estos escritores, aparte de maestros, se convertirán en personajes “malditos” de algunas de sus mejores historias: en Fahrenheit 451 se mencionan sus libros como algunos de los más peligrosos; en el relato Los desterrados (dentro de la colección El hombre ilustrado), estos escritores han tenido que huir a Marte después de que se destruyesen sus obras en la Tierra; y en el capítulo Usher II de Crónicas marcianas, se recuerda la Gran Hoguera en la ardieron sus novelas.
Se produce entonces el Crac del 29 y la familia Bradbury abandona el idílico Waukegan en busca de una gran ciudad con más oportunidades de trabajo. Recalan en Arizona. Durante los años de colegio, Ray cae bajo el influjo de un nuevo tipo –determinante en su carrera– de lecturas: las revistas pulp, y en concreto, la Amazing Stories creada por Hugo Gernsback, padre del término “science fiction”. El Ray adolescente ha tomado la determinación de ser escritor: él quiere crear historias increíbles como las de esas revistas. Primero utiliza papel encerado de la carnicería, pero sus padres, viendo que aquella afición parece cosa seria, deciden comprarle su primera máquina de escribir. Su vida como escritor acaba de dar comienzo.
Los Ángeles: una ciudad de ciencia ficción
Otra de las grandes pasiones de Ray Bradbury, además de los libros, los cómics y las revistas pulp, es el cine, así que cuando su familia decide volver a mudarse y eligen Los Ángeles como nuevo hogar, Ray no puede ser más feliz. ¡Hollywood! Los cines abiertos de madrugada, los rodajes en plena calle, los gigantescos carteles promocionales… Ha llegado a la meca de la imaginación.
A pesar de lo prometedora que parece su nueva vida, estos son años difíciles para Ray Bradbury. En el Berendo Junior High School se meten con él, le llaman “cuatroojos”. Este aislamiento le lleva a concentrarse aún más en sus lecturas y primeros intentos de escritura. Sin embargo, algo bueno saldrá del instituto: la profesora Jennet Johnson, que descubre su talento innato y le anima a descubrir nuevas lecturas que irán puliendo su estilo, por aquel entonces demasiado farragoso e imitativo. Poco antes de graduarse, se produce otro de los acontecimientos determinantes en la vida de Ray Bradbury: su primera visita, en octubre de 1937, a la Science Fiction League de Los Ángeles. “Creo que esta gente, de algún modo, salvó mi vida”, contaría Bradbury. Escucha. Debate. Lee. Escribe. Allí se reúnen jóvenes talentos de la ciencia ficción como Robert Heinlein o Henry Kuttner, que animan a Bradbury en su incipiente carrera como escritor. También son críticos feroces con sus primeros relatos, en ocasiones desmoralizantes, pero de ellos aprende muchísimo.
Cuando Ray Bradbury se gradúa, la familia no tiene dinero para enviarle a la universidad, así que se busca un trabajo como vendedor vespertino de periódicos. Esto le permite alquilarse una habitación individual en la que dedicarse a escribir durante el resto de la jornada. Emprende, además, el camino del autoaprendizaje. ¿Dónde? Entre las infinitas estanterías de la Biblioteca Pública de Los Ángeles. Leía todo –poesía, historia, filosofía, novelas, ciencia…– lo que caía en sus manos. “La biblioteca fue mi nido”, contó el autor, “el lugar donde nací; el lugar donde crecí”. Casi medio siglo después, en el incendio de 1986 que prácticamente destruyó la biblioteca, todas sus novelas y colecciones de cuentos, ordenados por la letra B, serían pasto de las llamas.
Van pasando las semanas, los meses, los años. Ray Bradbury es increíblemente metódico. Escribe durante horas, corrige, rompe y vuelve a empezar. Está mejorando, pero aun así no consigue que ninguna revista le publique sus cuentos. “Escribe cada día de tu vida”, se decía, pero estos serán sus años más negros, y el sueño de su vida, convertirse en un gran escritor, empieza a resquebrajarse. Tanto es así que deja de escribir durante unos meses; se da un ultimátum. Y entonces, el verano en que cumple 21 años, la revista Super Science Stories acepta publicar su relato Pendulum. Era la inyección de moral que Ray necesitaba.
Sigue escribiendo y conoce al agente literario Julius Schwartz, que le ayuda a mover sus cuentos por cabeceras insignes como Weird Tales. Ese desconocido escritor llamado Ray Bradbury empieza a acumular una legión de lectores maravillados. Sin embargo, no logra ni que las revistas de género le publiquen relatos alejados de lo fantástico ni que cabeceras más serias acepten sus obras. Solo con seudónimo logrará recibir cheques de Mademoiselle o Colliers. Ahí está: la brecha entre el género popular y la supuesta literatura de verdad. Una vez descubierta su verdadera identidad –los popes literarios ni siquiera sabían de la existencia de un tal Ray Bradbury asociado al pulp–, publica más historias en Harper´s y New Yorker y forma parte de la antología Best American Short Stories of 1946. Ese mismo año, la editorial Arkham House, creada por August Derleth en homenaje a su maestro H. P. Lovecraft, publica su primer libro: la colección de relatos Dark Carnival.
Marte y el sabueso mecánico: los años prodigiosos
A finales de la década de los 40, Ray Bradbury se ha casado con Maggie, una estudiante de la UCLA a la que ha conocido en una librería, y se han mudado al tranquilo barrio de Venice. Además, ha viajado fuera de Estados Unidos por primera vez, acompañado de su amigo Grant Beach. El destino elegido es México. En su biografía, José Luis Garci recrea esta experiencia de forma sublime: mezcla de terror y asombro; miedo a no poder regresar y un deseo irrefrenable de adentrarse cada vez más en lo desconocido; aldeas silenciosas y ruinas; una cultura milenaria bajo la arena; las colinas, las llanuras, el polvo y el desierto; “el olor a tiempo”.
Toda esa melancolía y toda esa fascinación aflorarán pocos años más tarde en una de las obras literarias más hermosas que jamás se hayan escrito. En Crónicas marcianas está todo: la devoción por los antiguos, la acelerada carrera espacial, la melancólica existencia del hombre típico de USA y el ansia del ser humano de alcanzar la inmortalidad. Son muchas las voces que han acusado a Ray Bradbury de reaccionario –sí que era un rara avis dentro de la science fiction, nada devoto de las máquinas y el progreso por el progreso–, pero es que él sabía que nuestra especie es cíclica y está condenada a repetir algunos errores. Al borde de la treintena, Ray Bradbury se marcha a Nueva York en busca de nuevos editores y Doubleday acepta publicar sus relatos, pero le piden algo con unidad, casi una novela. Y entonces Ray recuerda: todos esos relatos sobre Marte que lleva años publicando en diversas revistas. Trabaja sin descanso durante meses y en 1950 se publica la primera edición de The martian chroniles. El éxito es inmediato. Millones de ejemplares vendidos, lectores entusiastas y críticos de la talla de Christopher Isherwood estupefactos: “¿Sabes lo que has hecho?”, le dijo.
La inmensa calidad de Crónicas marcianas sitúa a Ray Bradbury en el olimpo literario. Él se sigue considerando un autor de fantasía y ciencia ficción –más de lo primero que de lo segundo–, y nunca renegará del género, seguirá acudiendo a convenciones y publicando cuentos de esta temática en revistas, pero sabe que ahora la crítica seria está de su lado. Los años que median entre 1951 y 1956 son los mejores de su carrera literaria. Nunca su obra será tan prolífica, original y de tanta calidad. El siguiente libro en llegar, a petición expresa de Doubleday, será la colección de cuentos –seguramente su mejor antología de las decenas que publicó– El hombre ilustrado. Relatos como Los desterrados, Caleidoscopio, El otro pie o El hombre del cohete son la esencia de la literatura bradburyana, una cerilla encendida para alumbrar la pregunta ¿qué pasaría si…?
Estamos en los primeros años de la década de los 50 en Estados Unidos. Rooselvet y su New Deal. Y el senador ultraconservador Joseph McCarthy. La Comisión de Actividades Antiamericanas ha sembrado el terror en Hollywood. Cualquier pensamiento crítico está bajo sospecha. Los intelectuales desconfían los unos de los otros. En este clima de paranoia, traición y hostilidad hacia la cultura se despierta una nueva “caza de brujas” de la que Ray Bradbury es testigo. “Cuando habló (McCarthy) de asaltar las bibliotecas y la quema de libros fue una amenaza constante, me encolericé terriblemente”, contó el escritor. Coge entonces el germen de un cuento suyo titulado El bombero y alquila una máquina de escribir en la biblioteca de la Universidad de California.
Nueve dólares y ochenta centavos después, Ray Bradbury publica una de las grandes novelas de la ciencia ficción distópica: Fahrenheit 451. Esta novela es el adiós a la imaginación y las mentes libres. Los bomberos se dedican a quemar libros y detener a los lunáticos que aún los esconden en sus hogares. La gente ya no lee, sobre conduce a toda velocidad y mira las pantallas. El bombero Montag, un personaje fascinante, instigado por su enigmática vecina, empieza a sentir curiosidad por las páginas que quema. El final de este libro, con los hombres-libro que vagan guardando las grandes obras de la literatura universal en su recuerdo, es de los más tristes y bellos que se hayan imaginado.
En busca de nuevas formas de expresión
Las próximas dos décadas –los años 60 y los 70– serán bastante fructíferas, pero de menor éxito literario. Bradbury sigue publicando colecciones de cuentos como Las doradas manzanas del sol y Remedio para melancólicos, y es una firma habitual de las mejores revistas literarias estadounidenses, pero sus grandes obras ya han sido escritas. Sus inquietudes creativas se vuelcan en otros medios de expresión, fundamentalmente la televisión –para la que escribe multitud de guiones, muchos basados en sus propias obras– y el teatro, llegando a fundar su propia compañía, la Pandemonium Theatre Co., con un espectáculo permanente en el teatro Coronet de Los Ángeles: El mundo de Ray Bradbury. También entra en la meca del cine por la puerta grande, firmando el guion de la película Moby Dick dirigida por John Huston, que rodaron juntos en Irlanda. Con el estreno del filme Fahrenheit 451 de François Truffaut a mediados de los 60, su obra experimenta una gran revival a nivel internacional.
Durante las décadas de los 70 y los 80, Ray Bradbury se centra muy especialmente en la creación poética; no en vano, la revista Time, allá por su década gloriosa de los años 50, le había apodado “The Poet of the Pulps”. Llegará a publicar cinco poemarios completos y decenas de poemas sueltos en revistas y antologías (la gran mayoría de ellos están recogidos en la magnífica edición de Cátedra, Poesía completa). Su estilo, vitalista a la par que melancólico, metafísico, y todos sus grandes temas están presentes en versos como:
“On Moon, Red Planet, or some other place; / Yet similar dream, same heart, same soul, / Same blood, same face, / Rare beastmen all who move to save and place their pyres / From cavern mouth to world to interstellar fires. / We are the all, the universe, the one, / As such our fragile destiny is only now begun”.
Ray Bradbury siguió viviendo en su casa de fachada amarilla en Los Ángeles, con Maggie y sus cuatro hijas. Nunca aprendió a conducir. Le tenía pánico a los aviones. Sería siempre el poeta de Marte, el que imaginó historias cobrando vida en la piel de un hombre, el que nos advirtió sobre la temperatura a la que arde el papel pautado. Un asteroide fue bautizado con el nombre de Bradbury y un cráter lunar como la flor de su infancia, Dandelion. Acudió a multitud de convenciones de ciencia ficción, a un curso de verano en El Escorial en 1991 y a un encuentro con astronautas. Llegó a recibir la Medalla Nacional de las Artes.
En 1999 sufrió una apoplejía que le volvió dependiente de una silla de ruedas. Aun así, siguió ofreciendo conferencias y publicando cuentos hasta pocas semanas antes de fallecer en junio de 2012, a las puertas de un verano eterno, un “picnic de un millón de años”. En su lápida mandó grabar: Author of Fahrenheit 451.
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