‘Alberto se fijó en Isidro, y fue recíproco’

Desnudo masculino. Edgar Degas. Metropolitan Museum of Art. New York.

Desnudo masculino. Edgar Degas. Metropolitan Museum of Art. New York.

Conquistador y conquistado. Una fuerte atracción sexual. Nueva entrega de nuestra serie ‘Relatos de un Extraño Verano’ en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. 

POR JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ 

Alberto se fijó en Isidro, y fue recíproco.

No se anduvieron con miramientos, ni existió tira y afloja entre conquistador y conquistado. Se acercaron a trompicones, apartando al resto de personas del local hasta que por fin pudieron encontrarse uno frente al otro en la barra. Alberto levantó la mano para llamar al camarero.

–¿Qué queréis? –preguntó casi con un grito para que le escucharan por encima de la música.

–¡Vodka con lima! ¿Y tú? –dijo Alberto con una sonrisa.

­–¡Tanqueray con tónica!

El camarero fue a por los vasos y las botellas. Se observaron de arriba abajo. Eran diferentes. Alberto le sacaba una cabeza, castaño, con una barba espesa y cuidada, y vestía un traje ajustado oscuro tras el que se adivinaban incontables horas de gimnasio. Isidro tenía el pelo negro, salvo los laterales prácticamente blancos, y un naciente vello facial de un afeitado de hacía dos días. Una sencilla camisa de cuadros acompañaba a sus vaqueros llenos de rotos deliberados en las rodillas.

El camarero regresó con las copas. Isidro sacó la cartera, pero Alberto le retiró la mano, y aprovechó para acariciarle un dedo.

–¡Ésta pago yo!

Alberto entregó un billete y esperó el cambio. Isidro saludó con la mano a alguien a espaldas de Alberto, que se giró para ver quién era. No tuvo oportunidad.

–¿Vienes solo?

–Sí. Creí que era un gilipollas del trabajo.

Alberto sonrió satisfecho y acercó su copa para brindar. Isidro le devolvió el brindis y bebieron. Acercaron sus rostros para poder hablar en un tono normal y poder escucharse sin tener que alzar demasiado la voz. Alberto se fijó en el cuello de la camisa de Isidro, ligeramente ennegrecida. Isidro aprovechó para inspirar profundamente: olía a limpio, a jabón de leche de almendras.

–¿A qué te dedicas? –preguntó Alberto.

–Trabajo en banca, ¿y tú?

–¿Banca? ¿Pero…?

–Bolsa, soy bróker –explicó Isidro.

–¿Y te ocultas tras una camisa de cuadros?

–Soy muy bueno. Guardo las apariencias.

–Yo soy gestor inmobiliario –dijo Alberto–. Estoy celebrando una venta cojonuda, en el barrio de El Viso –su dedo índice cayó sobre la mano de Isidro, que respondió con una caricia del pulgar. Le encantaría acercarse a su cuello.

–¿El Viso? ¿Se puede decir a quién se la has vendido?

–Ni de coña –respondió con una sonrisa–. Pero gracias a la venta, tendré unos meses tranquilos. Creo que aprovecharé para tomarme un descanso. Viajar, sí, algo lejano –afirmó tras otro sorbo de vodka.

Isidro resplandecía, le encantaba ese chico, su piel brillaba. Alberto adoptó una posición relajada, con un brazo apoyado en la barra y otro en el bolsillo. Hablaron entre sonrisas de aficiones, deporte, hasta surgió un atisbo de ideales políticos y anteriores parejas.

–¿Estás solo? –preguntó Isidro sin rodeos.

–Yo solo.

–¿Quieres venir a mi casa?

–Claro –respondió Alberto antes de apurar su copa.

Alberto cogió un maletín de trabajo que tenía en el suelo y abandonaron el local. Isidro se dispuso a buscar un taxi, pero Alberto comentó que por qué no aprovechar esa noche fresca de mayo, y decidieron dar un paseo hasta la casa. Tardaron una media hora. El edificio en el que Isidro residía era bastante céntrico.

–Una buena zona –afirmó Alberto–. Podría vendértela fácilmente.

Accedieron a un amplio portal, de mármol claro, decorado con delgadas líneas doradas a lo largo de la pared. Isidro señaló el ascensor. Antes de cogerlo, Alberto se fijó en los buzones, eran once vecinos. Subieron hasta la última planta, en la que sólo existía una gran puerta blanca en el rellano.

—Tengo el ático —anunció Isidro, orgulloso, mientras abría la puerta—. Siéntate, ponte cómodo —le pidió al entrar. Era un salón enorme, con amplios ventanales cubiertos por cortinas—. ¿Qué hora es? —dijo, antes de sacar el móvil de su bolsillo para saberlo—. Voy a la cocina, ¿una copa de vino?

Alberto dejó el maletín y esperó a que Isidro desapareciera. Rebuscó en un bolsillo del interior de su chaqueta y sacó dos guantes blancos de látex. Su anfitrión apareció con una botella abierta y dos copas. Se quedó extrañado al verle ponerse los guantes.

—¿Y eso?

En lugar de una respuesta, Isidro recibió un puñetazo directo al mentón. Se desplomó, las copas volaron junto a la botella y se rompió en mil pedazos al caer al suelo. Alberto se agachó y comprobó su estado: estaba noqueado. Con rapidez, cogió el maletín y buscó el dormitorio. Comprobó todos los cajones de una cómoda, en los que encontró un sobre con varios billetes de 50 y 100 euros. El labio superior se le levantó en una mueca mientras lo guardaba en su maletín. Continuó con el resto de cajones de la cómoda, notó que comenzaba a sudar. En el último se topó con un buen número de relojes y pulseras de oro, que también cogió. Abrió el único armario que tenía, frente a los pies de la cama, desplazó las puertas correderas y se llevó la mano a la frente, con un ligero mareo. “Puta emoción, no me jodas”. Se percató de la cantidad de ropa de diferentes tipos, camisas, jerséis, vaqueros de todos los colores, vestidos y faldas. Las apartó todas, revisó estanterías con zapatos, botas y sandalias. Una pierna le flojeó un instante y tuvo que agarrarse al perchero para mantener el equilibrio. “Coño, ¿me voy a marear ahora?”. Sacudió la cabeza y siguió buscando. Tras apartar una pila de bufandas y guantes, encontró dos cajitas. El corazón se le aceleró, demasiado, y sintió nauseas. Se sentó en el borde de la cama, amarillento, y abrió la primera de las cajas. Pequeñas monedas y lingotes de oro. Eso le animó por un instante. Abrió la segunda caja. Un buen número de fotos.

La punzada en el estómago apareció, le hizo retorcerse. Apretó los dientes, y tras una arcada, se le nubló la vista. Había perdido el sentido.

Isidro recuperó la consciencia a los pocos minutos. Se llevó la mano a la mandíbula y la notó muy hinchada. Se levantó con un ligero mareo, perplejo, acelerado, “¿dónde está?, ¿qué habrá hecho?, ¿habrá encontrado…?”, repitió en su cabeza al no verlo en el salón. Con sigilo entró en la cocina para coger un cuchillo. Suspiró al ver la puerta de la habitación frigorífica cerrada, “¿seguirá en casa?”, pensó al no escuchar ni un ruido. Blandió un cuchillo antes de salir al pasillo y tras no encontrarle en el salón, pasó al dormitorio. Inspiró larga y profundamente, satisfecho y tranquilo al verlo en la cama, la droga del vodka ya había hecho su efecto. Se acercó con cuidado.

Isidro le volvió a mirar con los mismos ojos que en el bar, el deseo no se había desvanecido. Se arrodilló y acarició su pelo y su cuello, su olor sudoroso y febril le apetecía mucho más que el de recién duchado. Observó el desorden de la habitación, la ropa removida, los cajones abiertos, y comprobó la hora en su móvil: pasaron unos 20 minutos desde que llegaron, por lo que Alberto permanecería drogado durante al menos las próximas tres horas, disponía de tiempo para guardar todo después, antes de que despertara. Le registró y le cogió la cartera, dentro había una tarjeta con su nombre en la que leyó “clases particulares a domicilio”, también encontró una corbata en un bolsillo interior de su chaqueta, la acarició e inspiró profundamente: colonia barata, ahí estaba el verdadero Alberto. Dejó la prenda sobre la cama con delicadeza y se remangó, empujó a Alberto para dejarlo caer al suelo, le agarró por los tobillos y lo arrastró con fuerza por el pasillo hasta la cocina.

Alcanzó la habitación frigorífica y abrió la puerta, necesitaba pensar dónde ponerle. Al final se decidió por el hueco que quedaba entre el torso de la mujer del mercado y el brazo que le quedaba del joven de la bici. Le apoyó sobre la pared y esposó sus manos a una barra fija de metal. Sintió la tentación de darle un bocado “sólo uno pequeñito”, pero se sobrepuso, “mejor lo preparo con tiempo”. Antes de salir, abrió el bote de salsa que llevaba marinando los últimos días para una cena especial y metió el dedo para probarla. Se relamió, el cardamomo y la pimienta rosa mezclaban fantásticamente en aceite picual.

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