‘Estaba desnuda, sintió una mirada punzante a través del ventanal’
“Manuela se quedó con dedos marcados en la cara y dudas acerca de para qué sirven las familias. Las tardes de verano eran espesas. Confinada, tenía que pedir permiso hasta para prender la tele o el aire, pero con el correr de los días a su mamá solo le importaba que dejara de molestar”. Nueva entrega de nuestros ‘Relatos de un Extraño Verano’, escritos por participantes en el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado, a partir de las experiencias y sensaciones del confinamiento y la pandemia.
Por LUCÍA COLLINI
“Derramas esa impresión de ser la acción que encarna la ternura” (‘Putita’, Babasónicos)
Manuela ya no recordaba cuándo había empezado el castigo. Repasaba una y otra vez la secuencia buscando el fallo, el momento en que la pudieran haber visto, pero no lograba detectarlo. Había hecho lo de siempre: asomarse al balcón, estirar el brazo y dejar caer el proyectil. Tal vez su risa, más fuerte que de costumbre, la delató. Después, el timbre e inmediatamente su mamá hecha un trompo incautándole los útiles escolares. ¿No te parece que ya estás grande para estas cosas? ¡Hay chicos que no tienen y vos…! Manuela se quedó con dedos marcados en la cara y dudas acerca de para qué sirven las familias.
Las tardes de verano eran espesas. Confinada, tenía que pedir permiso hasta para prender la tele o el aire, pero con el correr de los días a su mamá solo le importaba que dejara de molestar, así que le permitió todo menos el balcón. Manuela pasaba los canales en automático, no le divertían ni los dibujitos ni los programas de chimentos, así que se dedicaba a ver videoclips. La música pop invadía el cuarto durante horas. Se tiraba en el piso a aprenderse las letras, luego, frente al espejo, practicaba movimientos que antes hubiera reprimido. Hombros, cadera, cintura y meneo. La cantante tenía el ombligo hechizado y unas tetas perfectas. Manuela, el torso chato. Sintió curiosidad de ver cómo le quedaban, así que agarró dos pares de medias, las acomodó y dio unos saltos. No se movían. Los rulos le caían pesados enmarcándole el rostro todavía redondeado. Las piernas largas y atléticas cruzadas, una mano en la cintura y era una modelo. Por primera vez se sintió linda. Se admiraba con un gesto serio y curioso. Quizá sí, estaba más grande.
Su cuarto se había convertido en un salón de danza en el que el aire acondicionado no daba abasto. Aprendió casi todas las coreografías de memoria con una soltura nueva. La habitación sudaba, el pelo pegado a la cara, la ropa al cuerpo. Pero ella seguía: el castigo era la excusa para este juego. Si le preguntaran qué querría ser cuando sea grande, Manuela por fin tenía la certeza.
Una tarde, el calor se hizo tan insoportable que la remera con nudo resultaba demasiado. El vaho subía y Manuela comprendió por qué las pop-stars iban tan ligeras. Sin pensarlo, se sacó el top y los soquetes rodaron por el suelo. Aunque se sentía liberada, no pudo evitar reírse del pudor que le dio verse. Se tapaba el pecho con un brazo y con el otro revoleaba la prenda. De un manotazo, se fueron también las calzas y la bombacha. Desnuda ante el espejo se gustaba. Probó todos los movimientos que era capaz de hacer, las manos subían y bajaban por el cuerpo más vivo que nunca.
En medio del fulgor, Manuela se detuvo en seco. Unos ojos punzantes la observaban. No sabía desde dónde, pero sentía su presencia. Un frío le recorrió la espalda. Estaba tan segura como cuando tiraba cosas por el balcón y notaba que la buscaban desde abajo. Alguien estaba ahí, y ahora no le causaba ninguna gracia. Llena de vergüenza, corrió a cerrar las cortinas, a apagar la luz. Estaba toda roja, con la respiración agitada. A pesar del frío del aire acondicionado, el cuerpo le latía caliente y no sabía si era una sensación que odiaba. Por favor, que no me haya visto nadie, se repetía, que no me haya visto nadie.
Pensó que a través del ventanal podría descubrir al espía sin ser notada, y entonces contarle a su mamá lo sucedido. Despacio, como en un tiempo de película, movió la cortina para observar. Recorría cada piso, cada balcón, cada vereda. No había un alma en la calle. Tal vez no, tal vez lo había imaginado. Se quedó inmóvil unos minutos hasta sentir que los ojos desaparecían y, con ellos, la emoción.
¿Quién podría notar la presencia de un cuerpo desnudo en la ventana? Como si se tratara de un juego nuevo, Manuela se volvió una estatua pegada al vidrio helado. Intentaba no respirar, no reírse. Si alguien la descubría, la confundirían con una pieza de mármol. Posaba mientras escuchaba su corazón acelerarse y sentía que algo le quemaba desde abajo. No pudo evitar mover su mano buscando el alivio. Jugar a que no la vean siempre fue lo más divertido.
Alguien levantó de un golpe la persiana de enfrente. A Manuela se le acabó el aire. Supo que eran los ojos, pero ahora, era ella la que no podía dejar de mirar.
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