¿Sirven las redes para el debate social o solo para alimentar posturas ultras?

Con demasiada frecuencia en las redes sociales triunfa lo que destruye o desacredita al otro. Ilustración: Pixabay.

Ruido, ruido, ruido. Observando las dinámicas de algunas redes sociales, es fácil concluir que para hacer crecer tu visibilidad tienes a menudo que transformarte en una hiperactiva turbina de alboroto y exaltación. Con demasiada frecuencia triunfa lo que destruye o desacredita al otro. Esas redes se han convertido en un lugar poco propicio para el desarrollo del pensamiento crítico o el debate constructivo, algo que nos aboca a un triunfo constante de las retóricas epatantes, al reduccionismo y la exageración. ¿Están las redes sociales desencadenando una polarización social irreversible, un terreno fértil para la proliferación del radicalismo ultra y la atomización social?

¿Están funcionando de muro opaco entre personas que podrían estar cooperando en algunos asuntos vitales? ¿Nos están sirviendo para avanzar en algo esencial más allá de nuestras egoístas batallas individuales?

Una de las impresiones más habituales que suelen extraerse tras observar las dinámicas de algunas redes sociales es que para hacer crecer tu visibilidad tienes que transformarte en una hiperactiva turbina de alboroto y exaltación calculada. Entonces, el algoritmo te adorará, favoreciéndote con cientos de enaltecidas interacciones. Un regalo envenenado aspiracional lleno de ruido. Algo que actúa como un brutal y eficaz reforzador en estos tiempos de impotencia, incendios cortos y frustración.

Insultar mucho, humillar al contrario todo lo que sea posible y ocasionar el mayor número de controversias parece una fórmula de acceso rápido al radiante olimpo de los dioses virtuales.

Y algo demasiado fácil, como ocurre con casi todo lo que es demasiado fácil, suele conllevar una cara B problemática con diversos daños colaterales. Con demasiada frecuencia triunfa lo que destruye o desacredita al otro. El proyectil de odio mejor empaquetado. La puesta en marcha de engranajes perniciosos que reproducen discordias que no suelen ir a ninguna parte. Un combate absurdo de extrapolaciones y juego manipulativo ejecutado desde lógicas binarias que convierten lo dogmático en combustible barato.

O estás conmigo en todo durante todo el tiempo, o contra mí, la trifulca artificiosa como método de ascensor socio-virtual. Solo tienes que elegir un bando e inscribirte a fuego algo que en adelante será de nuclear importancia: los matices, las dudas, la reflexión no incendiaria pueden volverse contra ti y desplazarte a la irrelevancia más absoluta. En definitiva, un terreno fértil para la proliferación del radicalismo ultra, la atomización social y la perpetuación del desencuentro -muchas veces ficticio- con el otro.

Geert Lovink apuntaba con acierto en Tristes por diseño (Consonni Editorial): “La indignación ha triunfado, se ha atrofiado el debate razonable. El resultado es una cultura altamente polarizada que favorece el tribalismo y la autosegregación”.

Existen diferentes tipos y definiciones de reforzador. Sintetizando mucho, podríamos definirlo como una consecuencia que aumenta la probabilidad de la conducta a la que sigue. Y es fácil concluir que lo que decimos en la red estará tan mediado por esos reforzadores que dejar de hacerlo tendría un coste tan excesivo que muchos no estarán dispuestos a arriesgar. En consecuencia, esas redes se han convertido en un lugar poco propicio para el desarrollo del pensamiento crítico o el debate constructivo, algo que nos aboca con terquedad a un triunfo constante de las retóricas epatantes, al reduccionismo y al perfeccionamiento performativo de la exageración. ¿Cómo otorgar entonces validez a lo que se dice en las pantallas estando bajo el sometimiento del yugo persuasivo del reforzador y de las borrosas y múltiples artimañas de la posverdad?

Escribía el tecnólogo Jaron Lanier: “Internet, tal y como lo conocemos hoy, se basa en la manipulación y la modificación de las conductas sobre la base de las emociones”.

Estamos convirtiendo con demasiado entusiasmo en hábito la espectacularización de la bronca y elevando a verdades intocables lo que la mayor parte de las veces no son más que opiniones deformadas por los sesgos personales de cada uno. Configurándose una especie de realidad paralela en la que una lógica algorítmica perfectamente diseñada, un puñado de influencers y sucesivas hordas de bots estratégicamente organizados, andan decidiendo día tras día qué temas son los importantes, o lo que es peor, todo lo que por descarte no va a atenderse. Seducidos por el ruido alienante de la última polémica continuamos olvidando todo lo demás que no está dejando de ocurrir, cuestiones no menos acuciantes, pero que no gritan porque no saben o porque no pueden o porque no les dejan, problemáticas aplastadas por la fatiga de una sobresaturación de mensajes que arranca todo aquello que requiere un mayor esfuerzo de análisis o necesita rebasar los marcos de pensamiento impuestos.

Escribe lo que piensas sin filtros y envía. Aguarda unos minutos. Luego observa todas esas piedras viniendo hacia ti. El riesgo de la sinceridad, el castigo a la honestidad, el paroxismo feliz de la mentira. Una especie de dilema del paredón y miedo. Y premiar la mentira o la exageración –no parece que pueda ser de otra forma– deviene casi siempre en realidad disparatada. Hamsters girando con urgencia en la rueda de la notoriedad virtual auspiciados por el juego sucio que detona el capitalismo digital. Un sistema de recompensas que para mantener a pleno rendimiento exige altas dosis de cinismo sobreactuado, saña ilimitada y una inflexibilidad a prueba de bombas.

Y otra vez Lanier: “Si la mente colmena es mi público, ¿quién soy yo?”.

En este estado de cosas, lo normal es que siga costando abordar con lucidez los problemas colectivos. Si expresar tus opiniones con franqueza tiene como consecuencia un coste punitivo tan grande, lo previsible es que termine por imponerse la autocensura preventiva. ¿Quién va a caer en semejante suicidio online pudiendo recibir notoriedad o simplemente, la placidez de la no involucración o la impermeabilidad de la equidistancia? Entonces, ¿qué es lo que estamos contándonos unos a otros?

Es posible que a través de las pantallas estemos asistiendo al punto álgido de la construcción de mentiras, envueltas siempre minuciosamente con alevosía bajo el manto dulcificado de la posverdad y deslumbrándonos con el fuego fatuo de la hipervisibilidad. Atrapados en la caverna de un perspectivismo radical que termina por ahogar cualquier debate.

¿Pueden convivir sociedades que no se escuchan? La realidad demuestra una y otra vez que no.

Parece que las redes sociales no nos han traído más poder popular, tampoco una mayor democratización de los asuntos comunes, ni más emancipación. Calmantes de latencia corta y un desasosiego crispado resultante de la participación permanente en línea. Un fango virtual en el que cuesta abrirse paso sin armar jaleo y en el que todo parece instrumentalizarse desde el tacticismo y la representación forzada. ¿Adónde nos lleva esta aplaudida exaltación de la polémica sin fin?

Comentaba la escritora Belén Gopegui en una entrevista: “Los estallidos cuentan, pero no bastan. Hemos visto una y otra vez cómo los estallidos que carecen de una organización fuerte acaban siendo instrumentalizados por aquellos grupos y poderes que sí la poseen, y que en estos momentos son casi siempre los mismos grupos que generan rabia y descontento, humillación y opresión”.

Después de todo, no parece descabellado sospechar que la gigantesca distancia entre lo que se dice en las redes y lo que se lleva a cabo fuera de ellas esté influyendo como elemento desmovilizador y contribuyendo a la desvitalización de algunas luchas sociales que llevan años fraguándose. Si todo queda dicho en las pantallas podemos terminar creyendo que con eso ya hicimos lo suficiente, dando como resultado una anquilosante suma de nadas que perpetúa que casi todo siga básicamente igual. La tecnología como posibilidad, pero también como línea divisoria o barrera infranqueable. Un reguero de tentativas pírricas frente a una realidad descomunal.

¿No estaremos confinándonos en bucles de aire viciado sin ventanas al exterior? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a continuar siendo espectadores de esta anestesia virtual que no nos funciona?

El sistema actual, inalterado mientras tanto, seguirá aplaudiendo nuestra entrega ciega al último espectáculo de la semana. Ahora solo tendrá que transformarlo en lo que sea que más le interese. El neoliberalismo sabe hacerlo bien, lleva haciéndolo demasiado tiempo. Vendiéndonos las herramientas, mientras nosotros, ensimismados, seguimos entregándoles los premios. Instalándonos nuevas necesidades y encontrando siempre la manera de que no podamos dejar de pagarlas.

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