‘La gente no existe’: el duro oficio de perder, contado por Laura Ferrero
‘La gente no existe’, el nuevo libro de relatos de la escritora, periodista y guionista Laura Ferrero (Barcelona, 1984) (‘Piscinas vacías’, ‘Que vas a hacer con el resto de tu vida’), disecciona la vida cotidiana, la intimidad de la gente. Golpea con tino el pétreo tuétano de la rutina. Ferrero cuenta con sencillez y constancia los alrededores de la verdadera vida, todo lo que deshace a los seres humanos, lo que los descompone, lo que los simplifica, el duro oficio de perder.
Todos sabemos que en un día cualquiera hay implícitos muchos apocalipsis; sin embargo, pocos admitimos haberlos vivido, pocos los queremos adheridos a nuestra biografía, pocos somos los que al meternos en la cama bajo la suave lengua de las sábanas somos capaces de recontarlos. Perder es un oficio difícil, la agonía que acaba por volvernos transparentes, la savia que recorre de principio a fin La gente no existe, el nuevo libro de relatos de Laura Ferrero. Un libro que golpea con tino el pétreo tuétano de la rutina, que cuenta con sencillez y constancia los alrededores de la verdadera vida, de esos apocalipsis, de los que hablaba más arriba y que ninguna religión, aunque la inventáramos, tendría la suficiente humildad para ser capaz de narrarlos:
“La piel antigua, la memoria de la piel, tiritaba debajo de la nueva”.
Ferrero lo cuenta todo, todo lo que deshace a los seres humanos, lo que los descompone, lo que los simplifica.
Habla de las relaciones materno-filiales como otra de las caras del amor tóxico, como un recuerdo incómodo que tu memoria no es capaz de deglutir porque lo único que sientes al pensar en ellas es la incómoda fealdad de la marca que ha dejado el cordón umbilical sobre tu vientre. Habla de la desesperanza, de la mentira, de las cicatrices, del abuso psicológico, del miedo a defraudar. Habla sobre la frágil burbuja que forma a nuestro alrededor el aliento del fracaso, del miedo a que se rompa y que el ácido que va formándola destroce a los seres queridos. Habla de la resignación de los niños ante las mentiras de los mayores. (Muchas posibilidades).
Habla de los amores que degradan cualquier tiempo verbal que intente frecuentar la víctima:
“Yo estudiaba primero de periodismo y gané una beca gracias a mi expediente académico, lleno de matrículas de honor y comentarios que auguraban un futuro de éxito y la alfombra roja en cuanto acabara la carrera. A pesar de eso, nadie me había explicado jamás cuáles eran las pruebas que avalaban que una era buena, que era digna de ser amada, que no le faltaban cosas, así que yo me esforzaba en saber, en comprender, en dilucidar cuál era mi fallo”
“El consentimiento se llama estar a prueba. Se llama ceder. Se llama miedo a perder. Coacción. Se llama no pensaba que me estuviera ocurriendo a mí” (Gangrena).
Habla de la desesperación buscando soluciones en el léxico a veces indescifrable de los objetos. Habla de la salvación arropada por la locura que hace posible que la mayoría de los seres humanos sigan viviendo (Notas de voz):
“Después de vuelta a casa, los semáforos poniéndose en rojo en la calle Aragón y yo maldiciendo todo: “Acelera, ¿quieres hacer el favor?”, le espeté a tu madre, que me miró ojiplática y yo no le pude confesar mi pacto con los semáforos, ni con las baldosas o la nevera”.
Y condensa, con esa sincronía con que el rocío arropa al llegar el amanecer la piel de algunas flores, el sentimiento de pérdida y de caducidad con que somos señalados todos los seres humanos.
También se sostiene sobre la soledad para que sus frases caminen sobre la memoria del lector con la concentración con que debe hacerlo un funambulista.
Ferrero es consciente de que hay más soledad que bullicio en cualquier vida, y ata su sombra a cada párrafo con esa suavidad con que ataríamos a un animal abandonado a su suerte en el borde de una carretera. Ferrero fotografía la realidad con ese pulso firme con que pulsa un fotógrafo el botón de su polaroid. Sabe que solo tiene una oportunidad de subyugar a la exactitud, solo una oportunidad por movimiento de captar la imagen perfecta, de inmortalizar el alma de los momentos más comunes, que no manidos, en la vida de alguien.
Todas sus historias tienen osamenta cinematográfica. Mezcla en ellas la esencia de muchas escuelas de cine y sabe intercalar con un equilibrio que conmueve epílogos y prólogos para narrar la existencia de sus protagonistas. Sus personajes no tienen ni principio ni fin, ellos no están hechos para los epitafios, sino para la continuidad (Candy crush).
Ferrero triunfa desde la imperfección. Son las carencias y los obstáculos emocionales quienes marcan el ritmo de este viaje habitado por fantasmas, mujeres y hombres (Aquellos ojos verdes / Mi padre en Atocha):
“La vejez es eso: el pacto por el que asumes que tus hijos empiezan a mentirte”.
Pero eso también lo marca el realismo vital que nos mantiene, aunque seamos adultos, atados a la infancia (Verano 2017).
Ferrero evoca con acierto la memoria, la guía en la mayoría de los textos que forman este libro, pero también se aferra al presente y a esa paradoja aniquiladora que ha traído el futurista siglo XXI, el coronavirus; nos habla del aislamiento y del agradecimiento infinito que merecen todos aquellos que consiguen con su presencia generosa, de desconocidos, una muerte digna para quien debe morir en la soledad de una UCI. (Una trenza).
Y se aferra a la lucidez en cada línea porque a veces recordar nos hace caer al vacío aunque sigamos sentados sobre el blando sillón que preside nuestra sala de estar. Ferrero busca lo adecuado de esa forma casi ferviente con que los tuberculosos buscan sentados en una amplia terraza con vista a la montaña el aire capaz de devolverles la pretérita solidez de sus pulmones:
“Uno de los hombres le dijo a Teo, sonriendo: “Parece que os lleváis a la llorona, eh”. La monja les contó que Mina se había encariñado mucho con algunas de ellas. Cuando salieron del orfanato, Teo exclamó triunfante: “Nos hemos llevado a la única que aún puede llorar. Hay vida ahí, Lara” (Principios de arqueología).
Ferrero estudia con mucho cuidado el conjunto de contradicciones que ofrecen las palabras a lo largo de un día cualquiera. No se fía en ninguna de sus páginas de la primera impresión, y por eso reelabora sus pensamientos, los de sus protagonistas, una y otra vez. Hay una dinámica silente muy marcada en cada uno de los relatos y sobre todo en el titulado Carrusel. Aunque quien se lleva la palma en ese aspecto es, sin duda, el título del libro.
No dejen de leerlo, adéntrense en la corpórea multitud que exhiben sus páginas.
Léanlo porque desvela misterios ordinarios que sin escritoras como ella pasarían desapercibidos.
No dejen de leerlo porque, como decía un poema que escribí hace mucho: “Pasas muchos años / imaginando que eres útil, / pero un día pasa algo / que empezará a enseñarte que la verdad sobre ti / no eres tú quien la cuenta”.
‘La gente no existe’. Laura Ferrero. Alfaguara, 205 páginas.
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