Viaje a Dzanga Sangha, el corazón de África que gestiona un español
En un claro entre la floresta, inesperadamente, aparece un elefante. No es gigantesco, pero impresiona tenerle ahí, a pocos pasos, sin vehículo en el que buscar refugio. De repente, algo le asusta, comienza a batir las orejas y viene directo hacia donde seis humanos se quedan parados, tal como su sabio guarda y guía pigmeo baaka, les indica por señas… Estamos en el Parque Nacional de Dzanga-Ndoki, en el extremo sur de la República Centroafricana, un espacio protegido del que forma parte la reserva de Dzanga Sangha que, con algo más de 6.800 kilómetros cuadrados, acaba de cumplir 30 años y que dirige el biólogo español Luis Arranz contra viento y marea.
Tras una corta carrera hacia esos primates con ropas que han alterado su paz, el paquidermo se frena, no ve bien si no se mueven, y los visitantes recuperan el aire en los pulmones. El grupo va camino del Dzanga Bai, “el pueblo de los elefantes” en el idioma local de los pigmeos baaka o baka. Es un claro pantanoso, dicen que único en la Tierra, en el que la riqueza mineral de su suelo atrae a decenas de estos gigantes con trompa, búfalos, bongos y sitatungas, ofreciendo un espectáculo que se repite desde tiempos remotos. A escasa distancia del punto de observación, los elefantes mineros se disputan las ricas sales que extraen del subsuelo. Y ocultos en la floresta, no lejos del barullo del bai, se escucha la llamada del macho en una familia de gorilas de llanura, que recolecta los frutos y hojas que digerirán en largas siestas a la sombra.
Ese paraíso que es Dzanga Sangha forma parte de una gran reserva tri-nacional que incluye también los parques nacionales de Camerún y Congo. Bosque tropical en estado puro. En el horizonte, sin embargo, se vislumbra la amenaza de una pandemia global de la que, de momento, se han salvado, aunque en marzo ha vuelto a haber un repunte de casos en la capital del país, Bangui. Y a sus puertas, también, una nueva edición del conflicto bélico protagonizado por los mismos grupos rebeldes que firmaron la paz en 2019, apenas semanas antes de que la autora de esta crónica visitara la zona, pero que han vuelto a las armas y en febrero pasado lograron cortar las comunicaciones por carretera entre la reserva y la capital, y por tanto la llegada de suministros.
Luis Arranz, que lleva en el país desde 2017, contratado por WWF, la organización que se encarga de su gestión, confía en que ni virus ni armas de los rebeldes lleguen a un lugar que desde casi hace un año dejó de recibir turistas para evitar riesgos a las poblaciones locales. En la reserva, como en toda África, el mayor peligro es la devastación de los ecosistemas: “Lo que tengo claro es que lo único que quedará sin destruir será aquello que está protegido. La gente caza de todo y las explotaciones forestales abren carreteras que, además, se lo facilita. Por eso hay que lograr hacer reservas y parques como éste, lo más grandes posibles y sin derecho a cazar en ellos. Si hay sobrepoblación de animales, ellos salen de las zonas de reserva y ahí se podrán cazar. El año pasado nos mataron seis elefantes y en 2019 fueron cinco. También hay caza pequeña, con trampas, aunque es poca. Lo malo es que ahora no nos llega mercancía, aumentan los precios y esto puede hacer aumentar el furtivismo”, explica en una entrevista a través de Skype.
El pasado año, según su balance, los rangers de la reserva recorrieron a pie 2.048 kilómetros. Incautaron 20 escopetas, con sus cartuchos de calibre 30, pero también desmantelaron 2.685 trampas de lazos metálicos y encontraron 405 kilos de carne salvaje cazada y tres kilos de escamas de pangolín. Fueron arrestados cinco furtivos.
Arranz, que vive allí con su familia, lleva décadas luchando contra esa caza furtiva como responsable de diferentes parques nacionales en el continente. A ello dedica su vida, convencido de que sólo si la fauna africana genera recursos a través de un turismo sostenible, será posible preservarla de los peligros que la rondan: deforestación, furtivismo, contaminación por minería y, sobre todo, mucha pobreza y no menos corrupción. “La fauna salvaje puede dar dinero con una buena gestión, pero está rodeada de amenazas”, recuerdo que me contaba hace dos años, mientras veíamos pasar las pinazas de pescadores por el río Sangha, en un atardecer de cielo rojo sangre desde el lodge del parque que acababan de remodelar.
Con la reserva cerrada a las visitas a cal y canto desde hace un año, el presupuesto con el que contaban para su personal y mantenimiento se ha ido al traste en gran parte, pero afortunadamente siguen teniendo el apoyo de la UE, de una fundación alemana y de algunos donantes privados, lo que les permiten pagar a los guardas forestales, guías y otros trabajadores que necesita Dzanga Sangha. “Hemos intentado por todos los medios que la covid-19 no llegara ni a los poblados de baaka ni al cercano pueblo de Bayanga, porque habría sido un desastre”, explica Arranz. “Al principio, algunos baaka volvieron al bosque a vivir. La realidad es que aquí un confinamiento sería imposible por la forma de vida, pero hemos tomado muchas medidas preventivas. Sólo desde septiembre hemos permitido que viniera gente de fuera a trabajar, con una PCR hecha y otra que les hacemos al llegar. Y de momento, nos hemos librado, pero podría llegar porque en el país no hay medida alguna de control. Ahora lo que nos preocupa es que nuestra clínica móvil no puede moverse por los poblados baaka, porque no llega gasoil debido al bloqueo y además existe el riesgo de que nos la confisquen los rebeldes”.
Los amenazados pueblos pigmeos
Es fácil trasladarse allí mentalmente. Visualizar a los enfermos baaka de todas las edades, muchos con problemas en la piel, haciendo cola para se atendidos por la doctora que colaboraba entonces con WWF. Viven en comunidades junto a la reserva, un asunto que ha dado no pocos quebraderos de cabeza a la ONG en diversos lugares del África. Hoy los pigmeos suponen un tercio de los contratados por WWF para Dzanga Sangha y también se organizan programas de agricultura y se promueven actividades para que los jóvenes no olviden su cultura y sus tradicionales formas de caza y pesca.
Tras una polémica sobre abusos cometidos contra este pueblo pigmeo por parte de guardas forestales de otros parques nacionales, el pasado año un panel independiente, dirigido por la juez Navi Pillay (ex alta comisaria de Derechos Humanos de la ONU) determinó que había que fortalecer el sistema de control para evitar abusos y agresiones por parte del personal. En su informe, Pillay puso de ejemplo el Centro de Derechos Humanos de Bayanga como iniciativa a imitar en otros parques. “En este centro compartimos información con las comunidades y ellas nos exponen sus reclamaciones, situaciones en las que se sienten discriminados, para buscar soluciones”, señala Arranz. De momento, allí no han tenido conflictos importantes, asegura el biólogo.
El lenguaje secreto de los elefantes
Pero Dzanga Shanga en estos 30 años también se ha convertido en un espacio para que la ciencia nos revele los misterios que oculta “la vida de la selva”. Durante casi 25 años, la investigadora americana Andrea Turkalo hizo un seguimiento de los elefantes de bosque que acoge la reserva, que es una de la poblaciones más grandes del mundo de esta especie, con unos 3.000 ejemplares. Ahora están realizando un nuevo censo para actualizarlo, analizando sus excrementos para deducir su número y haciendo seguimiento mediante collares.
Otras investigaciones son más novedosas. “Ahora, un grupo de la Universidad de Cornell está estudiando los sonidos de los elefantes en el Dzanga Bai para saber cómo se comunican entre ellos en este espacio único”, comenta. Se trata del The Elephant Listening Project , con el cual la investigadora de bioacústica Katy Payne y su equipo han revelado que los paquidermos utilizan sonidos de baja frecuencia, pulsaciones por debajo del rango del oído humano que pueden viajar hasta 10 kilómetros y sirven para que las manadas se coordinen.
El tesoro de los pangolines y los gorilas
También está en marcha el seguimiento de una especie de la que muchos han oído hablar por vez primera a raíz de la covid-19, los pangolines, unos pequeños mamíferos cuyas escamas se han convertido en presas humanas porque en países asiáticos aducen que tienen usos medicinales para el asma o la artritis. Hace unas semanas, en Nigeria confiscaron en la aduana huesos de león y escamas de pangolín por valor de dos millones de euros. Iban camino de Vietnam. Sólo de pangolín había 162 sacos de escamas (8.800 kilos), declarados como componentes de muebles. El Sangha Pangolin Project , registrado oficialmente en 2018, fue iniciado en 2014 por Tam y Rod Cassidy, y desde entonces se han rescatado casi un centenar, además de hacer seguimiento de la especie.
No menos fascinante es el estudio de las plantas medicinales que hay en la reserva, lo que es posible, como reconoce Arranz, porque cuentan con la ayuda de los auténticos conocedores del bosque, los pigmeos. Cada árbol, cada corteza, cada hoja tiene para ellos un uso medicinal distinto Entrar con una mujer baaka en la selva es pasear por una farmacia basada en un conocimiento que les pertenece y que no puede perderse.
Pero sin duda, entre las estrellas de este lugar destacan los aproximadamente 2.000 gorilas de llanura, una de las 25 especies de primates más amenazadas de la Tierra. En Dzanga Sangha, el equipo de WWF está habituando tres grupos para que no se asusten ante la presencia de esos primos lejanos con los que comparten el 96% del ADN: los humanos. “Son un gran atractivo para que el turismo nos visite, de forma que la reserva sea sostenible, controlado y nada masivo, pero suficiente para que genere recursos y siga protegido”, explica Arranz.
Y cuenta que el gran macho alfa de una de las manadas, Makumba, al que conocí hace ahora dos años, ha tenido una nueva cría llamada Epolo con Malui, la misma hembra gorila con la que tuvo dos gemelos hace cuatro años, dos hermanos que serán tan portentosos como su padre. Rememoro la mirada de Makumba, serena y curiosa, siempre alerta ante una posible amenaza para su familia.
Dzanga Shanga es la vida salvaje en estado puro, tal como podía ser hace millones de años. La familia de Makunba escucha muy cerca el barruntar de un elefante oculto en la floresta. Escapan rápidamente, y nosotros, como podemos, también, siguiendo a nuestro guía del bosque sin mirar atrás. A lo lejos, los chillidos de los traviesos monos mangabey saltan de rama en rama. Es el libro de la selva, lleno de personajes que no pueden desaparecer.
Comentarios
Por IÑAKI MARTÍNEZ, el 08 abril 2021
Gracias a la autora de éste reportaje y a Luis Arranz, por hacer una labor tan necesaria y tan humana, en un lugar tan peligroso y tan pobre.
Gracias también por haberme hecho evocar África, tierra en la que nacimos todos los humanos y que, una vez conocido en varias ocasiones en que estuve allí, solo su nombre ya me llena de nostalgia.
La “llamada” de África existe, ya lo creo que sí!.
Un abrazo.
Por Lufercaso, el 08 abril 2021
Evocador. Un mundo que ya casi no existe. Merece todos los esfuerzos para conservalo…