Hace un año se fue Eavan Boland, la poeta de los tabúes femeninos
“Mi carne es una herejía, mi cuerpo es el de una bruja. Lo estoy quemando (…) Estoy hambrienta y sin curvas, soy piel y hueso. Ella ha aprendido la lección”. La poeta Eavan Boland (1944-2020) exponía así, en el año 1980, la estrecha y complicada relación que le unía, como irlandesa y como mujer, al catolicismo y a la idiosincrasia de una nación tan pía como amante de las leyendas paganas. Hoy se cumple un año del fallecimiento de una de las escritoras más disruptivas de Europa, la poeta de la menstruación, la violencia de género, la maternidad impuesta…
En la literatura irlandesa, la figura femenina siempre ha cumplido un rol tan protagónico como trágico. Desde la Virgen María, pasando por las hadas y las ninfas de las leyendas celtas, hasta la creación de su propio género poético, el Aisling, en el cual se representa a la mujer como una alegoría de la propia Irlanda.
Esta es madre y generadora de vida, pero también joven y delicada doncella o incluso fuerte y feroz guerrera: son miles los atributos que se le adjudican a la patria mítica.
El destino de estas mujeres es siempre inexorable, como muestra William Butler Yeats en sus poemas dedicados a Maud, la activista política por la que se obsesionó a pesar de haber sido rechazado por ella en múltiples ocasiones. “¿Por qué debería culparla de haber llenado mis días de miseria, o de haber enseñado a los hombres ignorantes los caminos más violentos? (…) ¿Habrá alguna otra Troya que ella pueda incendiar?”. La comparativa con Helena de Esparta, personaje mítico de La Eneida y culpable de provocar la guerra de Troya, es solo un ejemplo de la carga simbólica que los personajes femeninos irlandeses han tenido que acarrear desde finales del siglo XIX.
Otro gran autor de las letras irlandesas, Seamus Heaney, recurre también a la mitología (esta vez celta) para narrar la Historia de su país con la creación de una Bog Queen donde Irlanda es representada a través del cadáver de una antigua reina celta cuyos restos son encontrados en un pantano.
Esta vez se trata de la víctima de una violación y un asesinato tribal a la que se utiliza para hacer alusión a la invasión británica a través de la violación, el asesinato y la posterior putrefacción del cadáver. La reina, como arma política, clama venganza desde lo más profundo de la tierra, donde sus raíces permanecen vivas pese al paso del tiempo y al castigo de los elementos.
La madre Irlanda es venerada como una deidad por los grandes poetas masculinos, pero es curioso, no obstante, que estos sean incapaces de admirarla desde su faceta más humana. El halo de romanticismo que rodea a la violencia ejercida contra la diosa mártir, contra la mujer que lucha contra la invasión, no deja de ser un sesgo ilusorio, pues no existe la idea de que el sufrimiento femenino en la poesía irlandesa pueda venir de algo tan sencillo y tan banal como la sangre menstrual.
Boland era consciente de esto. Su etapa más prolífica la vivió dentro de casa, alejada de un mundo académico y fundamentalmente masculino donde no tenía voz a pesar de contar con un gran talento, pero le sirvió para experimentar en primera persona las contradicciones de la maternidad y el matrimonio.
Poco después de graduarse en el Trinity College, se había casado con el escritor Kevin Casey, con quien tuvo dos hijas y, aunque para entonces ya había publicado un par de trabajos durante sus años universitarios, estos apenas habían cosechado éxito.
“Las mujeres de mi generación pasaron de ser objetos en la literatura irlandesa a ser autoras en sí mismas, algo demasiado disruptivo en un tipo de literatura que no estaba preparado para ello”, afirmó en 1997 en una entrevista recogida en The South Bend Tribune of Indiana.
Al igual que otra de sus contemporáneas, Edna O´Brien, la trayectoria cultural de Boland estuvo marcada hasta el día de su muerte por esa oscura dicotomía entre el orgullo más íntimo y el desprecio más absoluto por la tierra que la vio nacer.
Uno de sus poemas más famosos, Anorexic, es una llamada de auxilio, un grito de dolor hacia sí misma en el que muestra el impacto que la tradición cultural irlandesa había tenido sobre su propia figura.
“He vomitado sus curvas, ahora la zorra está ardiendo (…) solo un poco más, solo unos días más, sin pecar, sin comer”.
Boland retrata de forma muy cruenta, e incluso despectiva, su proceso hacia la inanición para poder alcanzar un nuevo grado de pureza. La falta de comida se convertía así en una vía de castigo, en un símbolo del sacrificio para conseguir el estatus “divino” al que debería aspirar cualquier mujer.
La figura femenina, con sus formas redondeadas, es la certeza del cambio de niña a mujer y, por ende, del despertar sexual. El deseo, como fuente de pecado, debe ser destruido y la voz narrativa así lo asume, uniendo el hambre, literal y metafóricamente, con el dolor autoinflingido y como muestra de compromiso con Dios.
Resulta inaudito que una poeta de la talla de Boland, capaz de escribir sobre las maternidades, la menstruación o el sexo con tanta claridad y determinación, siga pasado casi desapercibida en España.
“Boland fue una excelente poeta, pero el problema es que nació en un país lleno de ellos. En Irlanda hay tanto bosque que a veces este impide ver los árboles”, afirma Antonio Rivero Taravillo, traductor, escritor y reconocido celtista cuando se le pregunta por la gran diferencia entre el éxito internacional cosechado por O´Brien y el de Eavan.
Si bien es cierto que, por lo general, los poetas suelen tener menos éxito que los escritores, en este caso concreto cabe preguntarse si la trayectoria poética de Boland hubiera sido distinta de haber nacido varón.
En un ambiente poético poblado por una mayoría masculina, a nadie parecía interesarle lo que pudiera escribir una simple ama de casa. Los debates intelectuales se llevaban a cabo fuera de la esfera doméstica, alejando de la ecuación a todas aquellas que pasaban la mayor parte del tiempo puertas adentro, ejerciendo de hijas cuidadoras, amantes esposas y abnegadas madres.
Sus voces fueron recogidas en múltiples poemas por Eavan, quien abordó durante décadas temas considerados tabúes por la moral irlandesa, como la violencia de género (In his own image, con su clara referencia bíblica), la menstruación y su relación con el sentimiento de suciedad asociado a la sexualidad (Menses), el agotamiento y la frustración que a veces provoca la maternidad (This moment y Night Feed) o incluso la imposición de la misma en The women.
En sus versos las mujeres son seres humanos agotados, asqueados y confusos, pero también fuertes, valientes e irónicos. Sus problemas son reales, diarios y cercanos; también son sujetos dolientes, pero su dolor no desprende ese misticismo asociado al folklore que resulta tan repetitivo en muchos de sus contemporáneos.
Para la poeta no existía Troya, pero sí Éire. Sus deidades, como Perséfone en The Pomegranate, eligen la autonomía personal e individual, no son el estandarte de una liberación colectiva. Su patria es querida y llorada desde el desconsuelo del exilio, desde la proa de un barco rumbo al continente y desde las carreteras boscosas cubiertas de almidón y recuerdos de los presos que las construyeron con sangre.
Eavan también fue víctima de sus propias cadenas, pero encontró en la poesía una llave que le permitió, en cierto modo, deshacerse de ellas.
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