¡Salvemos las ‘malas hierbas’!

‘Malas hierbas’ en los alrededores de Matadero Madrid. Foto: R. Ruiz.

El ciclo ‘Salvajes, silvestres y espontáneas’, organizado esta primavera por La Casa Encendida, de Madrid, nos ha invitado a mirar de otra manera a los vegetales que brotan en cualquier lado de nuestras ciudades sin que, en principio, parezca que nadie los haya invitado. Su empuje lleva a estas plantas a nacer desordenadamente en los alcorques de los árboles, los parterres, en las grietas al pie de los muros, en pequeñas heridas en el asfalto. Dientes de león, lechuga silvestre, ortigas, ombligo de venus, cardo mariano, pamplinas… Etiquetadas erróneamente como “malas hierbas” su presencia en las urbes favorece la biodiversidad y nos recuerda que la Madre Tierra late bajo nuestras calzadas y carreteras, que la vida siempre triunfa en primavera a pesar de todo. El primer impulso de muchos es arrancarlas, pero una mirada más detenida nos hará encontrar muchas razones para respetarlas y admirarlas.

La primavera se nos ha ido abriendo paso a grandes zancadas. Prueba a ir mirando al suelo mientras caminas por cualquier calle de tu ciudad. Detente en la acera, ante alguna baldosa, ante esa grieta en el asfalto, mira al pie de una fachada, inspecciona el cemento. Entre el gris hay verde, sí, hay vida. Si dejáramos crecer a esas pequeñas plantas, en un futuro, a muy largo plazo, se desarrollaría un bosque gracias a ellas; un bosque ahora dormido que late en las entrañas de cada ciudad. En realidad, sobre el que fue edificada cada ciudad.

Estas plantas, en un ejercicio de resiliencia incomparable, surgen de manera espontánea año tras año por mucho que las intentemos aniquilar primavera tras primavera. A las llamadas malas hierbas les pasa como a la lluvia. Las denominamos así, malas, como si hubiera algo perverso y malintencionado en ellas, como si sucedieran para fastidiar cualquiera que sea nuestro maravilloso plan del momento. Como si nos recordasen que la vida, en realidad, es desorden, escapa a nuestro control y eso hiciera necesaria y urgente su aniquilación.

Que el ser humano no las haya plantado no las convierte en algo malo. Al contrario, son beneficiosas, y mucho, para nuestro entorno. Su presencia enriquece los nutrientes del suelo, atrae a pequeños insectos que polinizan otras plantas y permiten su crecimiento; estos atraen a reptiles, ambas especies llaman a más pájaros… La cadena llega hasta nosotros, pues a más variedad y cantidad en fauna y flora, mayor calidad del aire y un ambiente más saludable para vivir.

Las ciudades deberían evolucionar hacia un modelo en que este tipo de flora se permita y cohabite con las plantas ornamentales que decoran nuestros parques y avenidas. Hablamos de ello con Alberto Peralta, miembro fundador de la Rehdmad (Red de Huertos Urbanos Comunitarios de Madrid), gestor cultural y coordinador del ciclo Salvajes, silvestres y espontáneas, organizado en abril por La Casa Encendida, de Madrid.

Alberto recuerda el primer día que salió a la calle tras el confinamiento de 2020 por la covid-19: todo Madrid estaba lleno de hierbas y flores silvestres, de gramíneas, margaritas, malvas, dientes de león, berros, pamplinas… A las fuertes lluvias de los meses de marzo y abril les había seguido el respeto, la ausencia de intervención humana, la inacción. Es decir, ni podas, ni tijeras, ni segadoras ni tratamientos. Libertad para crecer y desarrollarse. El resultado fue un vergel.

Ahí le surgió a Alberto la idea de montar unas jornadas sobre estas hierbas espontáneas, llamadas tradicionalmente “malas hierbas”. Hubo un primer ciclo en 2020, pero este año han podido diseñar una programación más amplia.

“Reivindico el cambio de nombre de estas hierbas”, dice el botánico, paisajista, escritor y profesor de universidad Ramón Gómez Fernández, y me lo dice con vehemencia en una entrevista previa a la charla que dio en La Casa Encendida. “Esto viene por la agricultura intensiva, que también denomina alimañas a determinados animales”. Ramón nos habla de más de 1.000 especies de hierbas espontáneas solo en Madrid y se apasiona con los nombres que le vienen a la cabeza: olivarda, amor de hombre, zurrón del pastor, alfalfa… “Hay una planta muy especial que crece en las escaleras del metro de Príncipe Pío, en grietas mínimas. Es tan pequeña que se autopoliniza para poder desarrollarse”, cuenta entre un anecdotario sin fin.

Ramón prosigue: “El cardo mariano es una planta bella arquitectónicamente, resistente, beneficiosa…”. Una de las especialidades de Ramón es identificar en cuadros famosos los mensajes que nos deja el pintor a través de las hierbas que representa. Escucharle te hace sentir en una novela de misterio.

Porque detrás de cada hierba hay una historia, hay una simbología. En origen pagana, luego, con el cristianismo, muchos significados cambian hacia la misma dirección; la pasión de Cristo (cardo), su resurrección (chiribita, betónica, milenrama curativa); la modestia de la Virgen (violeta), su humildad (llantén mayor); la protección contra el Diablo (hierba de San Benito), la Santísima Trinidad (trébol)…

En su conferencia Ramón Gómez habló de las pequeñas plantas a los pies del cuadro El Descendimiento de Van der Weyden, en el Museo del Prado (ver como referencia el libro El jardín del Prado, de Eduardo Barba Gómez, al que cita); de la Virgen con el niño en un paisaje, del Maestro de la Madona, de la Catedral de Burgos; o de la Gran pradera, de Durero. Mención especial merecieron sus explicaciones sobre cuadros de Matthias Grünewald y de El Bosco en los que se representan, en un mensaje encriptado solo entendible para la Orden de San Antonio, las 11 hierbas curativas de una terrible enfermedad, la ignis sacer o fuego sagrado, que hizo estragos en la Edad Media (narrado todo ello por Ramón Gómez Fernández en el libro El cornezuelo del centeno).

Ramón habla de estas pequeñas plantas como “la belleza que solemos perdernos”, una frase extraída del libro El sentido del asombro, de la bióloga y conservacionista Rachel Carson. Y achaca al egocentrismo la manía del ser humano de segar y aniquilar las hierbas espontáneas. Gracias a ellas, además, apreciamos las estaciones y la belleza del cambio, de los ciclos. “Hay que cambiar la percepción de lo que es un jardín”, señala Alberto Peralta, “aquí con nuestro clima lo verde se vuelve amarillo en verano y está bien así. ¡Qué mal llevamos la espontaneidad”, concluye.

La entrevista con Ramón Gómez deriva hacia el césped y su proliferación en zonas residenciales de España. “Islas muertas”, como él las denomina. Pero el césped, ese anacronismo insostenible en un clima continental o mediterráneo da estatus, da sensación de control: esa superficie verde, impoluta, sin hierbajos que la mancillen, inmutable, siempre verde. Como si la vida no fuera cambio, desorden.

Parece ser que ese prado de césped a algunos les tranquiliza, les hace sentir que tienen poder sobre sí mismos, sobre la vida. Así que quizás por eso, a todo aquello que nos recuerda nuestra finitud, nuestro desorden, que se escapa de nuestro control, lo adjetivamos como «malo». Y así, en el caso de las plantas urbanas, que crecen en los alcorques, entre los muros, en las grietas del asfalto, nos damos el permiso de reprimirlas, arrancarlas, envenenarlas.

La película Wall-e, de Pixar, es en gran parte un canto a estas hierbas espontáneas. La robot Eva, de la que el pequeño robot apilador de herrumbre y basura se enamora, llega a una tierra postapocalíptica, abandonada por el género humano, en busca de posibles restos de vida. El hallazgo de una pequeña planta silvestre, que surge, resiliente, entre los hierros, desencadena la trama. ¿Podrá volver el ser humano a habitar la Tierra?

Silvestres, espontáneas, salvajes, ellas despertarán al bosque que duerme en tu ciudad. ¿Por qué entonces llamarlas malas?

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Comentarios

  • angel coronado

    Por angel coronado, el 11 mayo 2021

    Había empezado a escribir mi comentario así; interesante artículo. Pero no. Rectifico. Lo interesante (aunque también aquello) resulta ser el desdén con el que tratamos lo que verdaderamente interesa. Porque no es el desdén que se cita el efecto de alguna causa que demandase ser buscada y definida. No se trataría de recoger las “malas hierbas” y cuidarlas, plantarlas, educarlas y hacerlas buenas. No sería (ni es) el caso de alumbrar un nuevo paradigma, el de las “hierbas buenas”, paradigma que, quieras o no, ya existe. Al punto, y entre las grietas de cualquier descuido, alguna hierba de las actualmente mimadas en todo y también en ese nombre de “hierbas buenas, útiles y bien criadas” asomaría furtiva y ya estigmatizada como “mala”. No es eso, pues. No se trata de eso.
    Una idea que me viene a la cabeza; es gracias a esas buenas hierbas que, las malas, traviesas y castigadas, florecen furtivas como florecen. Y floreciendo así dan lugar tanto a que se las castigue y arranque como a lo contrario, que alguien piense y escriba y dé lugar a que se comente según El Asombrario, Ana Llovet y yo mismo pensamos, escribimos y comentamos.

  • jose antonio

    Por jose antonio, el 12 mayo 2021

    bonito y veraz articulo…nunca uso veneno en mi finca y dejo parte de ella para esas hierbas..un campo de margaritas silvestres es precioso…los cardps son alimentos para jilgueros y se hacen sopas .el diente de leon para ensaladas etc etc ..gracias por el articulo

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