No encontraré el futuro bajo los bancos, pero no puedo dejar de mirar
Un golpe de suerte cambió completamente su consideración entre los compañeros de clase. El azar escribió su futuro a corto plazo. Le rodeó de un halo de admiración. “Los días siguientes en clase sentí por primera vez el éxtasis de ser envidiado”. Nueva entrega de nuestra serie ‘Relatos de Agosto’ con la colaboración del Taller de Escritura de Clara Obligado.
POR MARÍA GARCÍA GONZÁLEZ
Debajo de los bancos no encontraré el futuro, y sin embargo, no puedo dejar de mirar. Camino por donde ha pasado el riego, husmeando el olor a tierra mojada, que insinúa el ciclo de la vida que esconde. La tierra seca no huele, es el pasado, aunque a veces al estremecerse desprende un fuerte olor a subsuelo.
Esparzo al caminar fragmentos de recuerdos intercalados por hallazgos, desperdicios debajo de los bancos, cigarros agotados, tapones de plástico, piñas crepitantes que estallarían en la lumbre de la chimenea de cualquier hogar, ovillos de hierba seca, de hebras y plumas bicolores. Algún insecto horadando la tierra. El desecho de una fruta. Un hierbajo enraizado, reafirmando la grandeza de la vida.
Busco con afición bajo los bancos, desde la tarde en que Gualber y yo volvíamos saltando por el parque, con los pantalones empapados de lluvia. El pie de mi amigo sobre el asiento de madera, para atarse los cordones de su flamante deportiva, ya se había tropezado algunas veces sin llegar a caer. Entre las hierbas a la sombra del banco, el revés embarrado de un cromo que recogí con curiosidad. Recuerdo el manotazo de Gualber arrancándolo de mis dedos, viéndolo revolotear hasta posarse bocarriba sobre los hierbajos. Un remolino en el estómago y las piernas flojas al descubrir que era nada menos que el cromo 34. El único que podía cubrir el hueco vacío del álbum. El que nos faltaba a todos para finalizar la colección. Aunque Gualber, más rápido y ágil que yo, se abalanzó a por él, los dos sabíamos que el cromo lo había encontrado yo.
Ahí estaba Borini, el delantero del Chelsea ante nosotros, con una mancha de barro sobre la equipación azul.
–Por favor –suplicó Gualber sujetando el cromo en alto con la punta de los dedos para que yo no lo alcanzara.
Después de hacerme sudar, de mala gana, me lo devolvió.
Por primera vez desde que nos conocíamos yo tenía algo que él no podía conseguir, ni tampoco la tarjeta de crédito de su poderoso padre, ni las relaciones de su familia, ni su brillante cabeza de sobresalientes, ni su cuerpo atlético de ganador. El cromo era mío y eso era inapelable. Puede que el álbum de fútbol no me importara tanto, yo no había visto, como Gualber, al equipo de Borini compitiendo en el campo, pero esta vez el azar estaba de mi lado.
–Adiós gordinflón –se despidió Gualber con una colleja un poco más dura de lo habitual, incrédulo por mi suerte, medio molesto y tan poco acostumbrado a perder. –Seguiré siendo tu amigo -añadió al alejarse.
Terminé el álbum. En el hueco del cromo 34 pegué a Borini después de limpiar la mancha de barro de su camiseta, y mientras lo hacía, pensaba en la página inacabada del álbum de Gualber. Eso me hizo casi más feliz que haber completado la mía.
Los días siguientes en clase sentí por primera vez el éxtasis de ser envidiado. Paseé el álbum completo, y dejé que los otros contemplaran a Borini, fingiendo falsa modestia ante sus muestras de admiración, como había visto hacer a Gualber cientos de veces. No había tanto mérito en encontrar casualmente el cromo más buscado, les decía, mientras los saltos de Borini en mi pecho celebraban el gol. Mejoró mi consideración entre los compañeros que empezaron a pedirme que sobara los sobres de sus cromos para invocar la suerte. Y cuando en algún caso emergía del sobre abierto el cromo deseado, se levantaba ante mí una ovación. Gualber observaba, pero jamás me lo pidió.
Yo mismo llegué a creer que la suerte se quedaría a mi lado, pero no fue así. A las pocas semanas, corrimos frenéticos al kiosco en busca del álbum nuevo para la colección de coches de alta gama. Gualber lo completó en tiempo récord, sin que, por supuesto, mediara mi intervención. Mi álbum quedó incompleto, también mi orgullo.
Encarrilé el futuro despojado del halo, encontrando en mis paseos solo malas hierbas bajo los bancos.
Cuando el olor a suelo humedecido trae a mi memoria retazos de un jugador con la equipación azul manchada de barro, una delgada esperanza vuelve a enraizar en mí.
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