Termina la Feria del Libro más atípica: escribir, escribir, a pesar de todo
Este año he ido poco a la Feria del Libro de Madrid –una de las más atípicas de su historia–, que termina hoy. Una feria otoñal que me ha llevado a pensar sobre el oficio de escritor, la relación con los lectores, la vanidad y la humildad que abundan en el gremio a partes iguales. Y he llegado a la conclusión de que escribir, escribir a pesar de todo, de precariedades y menosprecios, es lo que hace grande a un escritor.
Desde que me vine a vivir a Madrid para estudiar Periodismo, creo que he ido a la Feria del Libro siempre que me ha pillado en la ciudad. Era como un preludio del verano, de las vacaciones, aunque no era raro que lloviera y hubiera que refugiarse en las casetas, parapetados entre libros. A diferencia de otras, como la de Guadalajara (México), la de Madrid tiene un sesgo eminentemente comercial. Está pensada para los libreros y los editores sobre todo, pues un porcentaje alto de sus ingresos se ventila estos días si la feria va bien.
Dentro de estos editores y libreros (no necesariamente los más poderosos, en contra de lo que pudiera pensar el lector) los hay que se rigen absolutamente por las leyes del mercado y reservan la firma para los autores más conocidos, que sirven como reclamo, mientras que otros tienen miras más amplias y tratan de combinar la rentabilidad económica con la literatura. Ya sabemos que la literatura nada tiene que ver con el mercado y que una cosa es la literatura y otra el mundo literario. Algunos lo saben y otros no. En todo caso, el lado venal no le resta emotividad a la Feria, porque también es un momento muy esperado por muchos lectores para encontrarse con sus autores favoritos y de caminar por el Paseo de Coches, en el que por suerte no pasan vehículos, solo gente amante de la lectura (Vox amenazó con devolverlo al tráfico de nuevo durante las pasadas elecciones al Ayuntamiento).
Esta feria atípica, casi otoñal, me ha llevado a pensar sobre el oficio de escritor, la relación con los lectores, la vanidad y la humildad que abundan en el gremio a partes iguales (me parece genial el título de uno de los libros de entrevistas de Juan Cruz, Egos revueltos) y que, como ocurre con las editoriales y las librerías, no se corresponden necesariamente con la fama o el anonimato del autor. Hay grandes escritores, muy conocidos, que a la vez son humildes y generosos. Mientras que otros no lo son. Nada de eso devalúa su obra, claro. Ocurre otro tanto con los autores poco o nada conocidos, al margen de que lo que escriban merezca o no la pena. Unos amigos me contaron que en una red social algunos de estos escritores (poco conocidos o minoritarios, como yo mismo) se quejaban de que hoy en día escribiese y publicase todo el mundo (no todas las tonterías y comentarios elitistas sobre el tema las dice Javier Marías).
No creo que sea verdad que todo el mundo publique, aunque sí es cierto que mucho más que hace unos años. ¿Pero por qué debería preocuparnos eso? ¿Desde cuándo la creatividad es mala? Que hayan surgido pequeños sellos casi artesanales, gente dispuesta a pasar su tiempo libre pergeñando historias, personas dispuestas a dejarlo todo para montar una librería y cumplir un sueño, me parece algo precioso. Estamos hechos de la materia de los sueños, ¿no?, como nos enseñó Shakespeare hace tiempo.
Luego hay autores que piensan en sus lectores cuando escriben, al menos en un lector ideal, y otros que reniegan de esa figura como de la peste, como si tener en cuenta a quien va a leerlos mermara la altura de las páginas que van a escribir. Desde luego no todos podemos ser como Siri Hustvedt y Paul Auster. Es conocido, porque lo han contado ellos mismos, que siempre leen en voz alta al otro lo que acaban de escribir y que su opinión es determinante. Estoy seguro de que la mayoría de los escritores, incluso los que se vanaglorian de escribir solo para ellos, tienen a alguien con quien contrastar, aunque ese alguien sea imaginario, una especie de voz que va leyendo mientras aporreamos el ordenador o rasgamos las páginas.
En realidad, me preocupa más otro tipo de lector, el crítico, o más bien su ausencia. En los medios abundan, abundamos (me incluyo), los prescriptores de libros, movidos a veces por intereses absolutamente honestos y literarios, aunque otras no tanto: amistades, favores debidos, presiones del grupo editorial, etc… Lo que escasea cada vez más son los críticos, lectores cualificados capaces de profundizar en la obra de un autor, de encuadrarlo en un contexto, de relacionarlo con otros autores y de buscar referencias, antecedentes, de calibrar las posibilidades de futuro o la relación con obras pasadas de ese mismo autor. Lectores capaces de seguir tejiendo el hilo de la tradición literaria.
En esa tradición ocupa un lugar central Melville. Este mes he aprovechado para releer Moby Dick, una novela inmensa en la que cada vez encuentro más capas, más recovecos que habían pasado desapercibidos. Y he descubierto una joyita que conocía, pero que no había leído hasta ahora: las cartas de este autor a Hawthorne (publicadas por La uÑa RoTa). No tienen desperdicio, sobre todo las que aluden a la escritura de la Ballena, como se refiere a su obra magna Melville, la dura batalla con una historia que hoy se considera fundacional de la literatura norteamericana. Hawthorne era un escritor de éxito y Melville murió en la miseria, sin que la crítica reconociera el valor de Moby Dick. Pero se admiraban mutuamente y fueron buenos amigos durante algún tiempo. Por alguna razón que no está del todo clara, la amistad se fue enfriando poco a poco, hasta la temprana muerte de Melville. En un momento dado, con una sinceridad y honestidad poco habitual, Melville, quien consideraba la “Fama como la más evidente de todas las vanidades”, le confiesa a su amigo: “¿Qué sentido tiene afanarse en algo con una vida tan efímera como es el libro moderno? Aunque escribiera los Evangelios de este siglo, moriría en la miseria”. Creo que ese empeño, librar esa batalla perdida de antemano, escribir a pesar de todo, es lo que hace grande a un escritor.
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