«Necesitamos instituciones europeas que recuperen la soberanía perdida»
Eurodiputado socialista desde 2014, el asturiano Jonás Fernández (Oviedo, 1979) ha ido sacando tiempo en estos últimos años de tensiones políticas para reflexionar y escribir sobre la propia Unión Europea o el devenir de la familia política a la que pertenece. En 2013 publicó ‘Una alternativa progresista’ (Deusto), una respuesta a la crisis económica e institucional de España, y cuatro años después ‘Crónicas europeas’ (Libros de la Catarata), en el que abordaba crisis como la del Brexit o la de los refugiados y su impacto en el proyecto comunitario. El autor, economista de formación, publica ahora en la editorial Clave Intelectual Volver a las raíces, una reivindicación de unas esencias socialdemócratas que entiende como aquellas que prestan especial atención a la distribución de la riqueza y a elementos materiales.
El subtítulo –Una izquierda europea contra la desigualdad– señala una de las tesis de este libro: no habrá agenda y políticas progresistas fuera del marco europeo, el mejor preparado para gestionar los retos actuales, de la misma forma que en el siglo XX lo fue el Estado-nación. Por tanto, se trata de refinar ese entramado institucional para hacerlo más eficaz, y también de acercar la UE a los ciudadanos politizando sus debates.
Hablas de volver a las raíces de la socialdemocracia, algo que implica que, en algún momento, estas se perdieron de vista. ¿A qué te refieres por esas raíces? ¿Cómo y por qué sucedió ese olvido?
Desde la caída del Muro de Berlín, la globalización gana una tracción extraordinaria y, junto a los efectos de la revolución conservadora de finales de los 70 y 80, perfilan un mercado global que ofrece un espacio muy notable de crecimiento, pero sin herramientas sólidas en manos de las Administraciones Públicas para redistribuir esa riqueza o evitar problemas ligados a oligopolios mundiales en sectores clave. Por otra parte, esas condiciones de entorno alimentaron reflexiones políticas sobre el fin de la Historia e incluso de los ciclos económicos, en cuyo caso las políticas redistributivas perderían relevancia. El mercado, nos decían, ofrecía oportunidades de crecimiento para todos y cada uno, la desigualdad era consecuencia única de un supuesto entorno meritocrático, que sólo debería conducirnos a combatir la pobreza que, por otra parte, sería apenas una anécdota en la vida de quienes la sufrían si les ofrecíamos herramientas para reengancharse a la globalización.
Y la izquierda no opuso un relato alternativo.
La izquierda se ajustó a ese marco conceptual revitalizando la apuesta por la educación y el combate a la pobreza como herramientas de inclusión, pero la redistribución como tal perdió relevancia. El optimismo económico impregnó todo el debate político del momento. Todo se centraba en dar skills a los individuos para desarrollarse en un entorno que podría generar oportunidades suficientes, tantas que ya no serían necesarios canales permanentes de redistribución. Además, la pérdida efectiva del poder ejecutivo en manos del sector público reducía la propia capacidad redistributiva de la izquierda de gobierno.
Tu visión de la conocida como ‘Tercera Vía’ es relativamente positiva, pese a todo. Dices que la «Tercera Vía hacia el empoderamiento de los individuos evolucionó hacia la creación de redes de minorías que no disfrutaban de plenos derechos civiles».
La Tercera Vía, el Nuevo Centro o la Nueva Vía fueron expresiones que intentaron desarrollar las ideas socialdemócratas en un entorno económico, pero también político, muy singular, marcado por ese optimismo exuberante y esa confianza ciega en el futuro. Tomaron la individualización presente en el espíritu de la época y le intentaron dar una cobertura social. Sus éxitos en términos de reducción de la pobreza fueron relevantes, pero la desigualdad apenas se contuvo. No sé si mi visión es relativamente positiva o no, simplemente intento entenderlo en aquel contexto. En todo caso, apenas había nada en todo aquello sobre redistribución de la renta, y es precisamente la redistribución lo que reivindico en mi libro.
Asocias también la Tercera Vía con el surgimiento de eso que se da en llamar «políticas de identidad». La cuestión es que esa individualización adoptada por la izquierda está en la base también de ese desarrollo, con una singularidad de nuevo post-materialista, como la propia Tercera Vía. La izquierda siempre se había ocupado de los problemas de las minorías. Las minorías tenían menos oportunidades, sufrían más la pobreza y los efectos negativos de la desigualdad en nuestras sociedades. Por ello, durante décadas, el objetivo de la izquierda en la defensa de las minorías no fue otro que ofrecer recursos materiales, apoyo económico: viviendas sociales, programas de empleo y formación, o rentas de respaldo. Sin embargo, en el nuevo siglo, el desarrollo de las políticas de la identidad no se centró en cuestiones económicas, sino más bien en derechos civiles y reconocimiento público. Parecía que los problemas económicos de estas minorías no eran tan relevantes.
Y se trataría ahora, sin dejar de atender esas reclamaciones, de volver a hablar más de redistribución.
La cuestión que plantea el libro es que, tras las dos recesiones en este inicio de siglo, las fallas del sueño meritocrático y el incremento lacerante no sólo de la pobreza sino también de la desigualdad, los instrumentos de redistribución deben ganar fuerza. Y como el futuro no pasa por desengancharse de la globalización, debemos dotar de más poder formal a la UE, dado que es la institución que sí puede operar sobre los mercados globales, lo que no pueden hacer individualmente los Estados-nación.
Haces un recorrido desde el Estado nación al Estado nación liberal y, posteriormente, democrático. Reivindicas la Unión Europea como siguiente paso, pero no como un Estado. ¿Por qué y para qué?
Me considero bastante accidentalista y, por ello, rehúyo los debates nominalistas y las grandes categorías. Es más, en la evolución histórica normalmente va primero la solución y luego la conceptualización política-ideológica que la envuelve, o que le da un sentido a ojos de quienes necesitan ese tipo de anclajes. Y cuando ocurre lo contrario no suele acabar bien. El repaso histórico del libro pretende transparentar las grandes incertidumbres de los primeros socialistas sobre el papel y el futuro del Estado-nación, en algunos países más liberal y en otros nada. Y lo hago porque percibimos el presente como si hubiera estado aquí siempre, y hoy damos por sentado un Estado que recauda cerca de la mitad de la renta anual de un país en promedio europeo, que ofrece servicios públicos y regula ampliamente. El salto institucional en la primera mitad del siglo XX de lo que entendemos por Estado fue extraordinario, tanto que muchos ni lo lograban imaginar a finales del siglo XIX y defendían propuestas rupturistas respecto del Estado liberal. Pues bien, las incertidumbres de entonces no son muy distintas de las actuales respecto al papel de la Unión Europea en el futuro como herramienta para garantizar la estabilidad, el progreso y la equidad, toda vez que los Estados-nación han quedado superados.
Aun así, ¿la UE debería parecerse a un gran Estado-nación para complementar la falta de capacidad de estos últimos?
No sé si la UE debe ser un Estado-nación. No lo veo posible, pero la cuestión es que tampoco es necesario. Buscar los hechos estilizados de la historia para entender el presente es muy útil, pero tampoco debemos mimetizar unas respuestas con otras. La UE tiene su propio camino por delante. Y el que será lo estamos construyendo cada día.
¿Qué tipo de decisiones y competencias debería adoptar esa innovación institucional que llamamos UE?
La respuesta a esta pregunta está en el libro. Es el libro. Así que no es fácil resumirlo. Digamos que necesitamos una cesta de impuestos comunitarios para amortizar la deuda del Next Generation EU, pero también para mantener operativo este instrumento para ayudarnos a gestionar los ciclos de manera estructural. Necesitamos también fijar algunos impuestos mínimos para dar coherencia al single market y para evitar la competencia a la baja entre Estados. Y todo ello, sin necesidad de aumentar la presión fiscal, más bien al contrario, recuperar la soberanía tributaria de nuestras sociedades a través de la Unión para hacer pagar a quienes no lo hacen ahora (grandes corporaciones, riquezas familiares, economía digital, etc…). Esto daría más margen para los Estados de Bienestar nacionales y haría más justo el pago de impuestos. Y necesitamos acabar de tejer una red de bienestar europea, a partir de los pilares nacionales, que animen la movilidad, y no hagan depender algunos de los derechos fundamentales de la participación de los ciudadanos en mercados laborales nacionales concretos.
Y más relevante que nunca está el tema de la autonomía estratégica, económica pero también en materia de seguridad y defensa. Por último, la Unión tiene que explotar hasta sus últimas consecuencias su poder regulatorio, también para ayudar a ordenar los mercados globales.
Sin embargo, parece que vivimos una reivindicación del Estado nación, a derecha e izquierda. En el libro escribes: «Esa misma izquierda fue aceptando la pérdida del poder de coerción del Estado, herramienta central para la redistribución de la renta y la regulación efectiva de los mercados».
¿Tú crees? Yo lo que veo es que vivimos un momento de una cierta reavivación al alza del papel del sector público. Lo hemos visto en la lucha contra la pandemia, en la vuelta a los debates sobre la autonomía estratégica o la renovación de la política industrial, así como el avance en acuerdos impositivos globales, impensable hace apenas tan sólo dos años. El reto es canalizar ese empoderamiento a través de la UE si queremos que sea más estructural.
Hemos conocido hace poco los ‘papeles de Pandora’, pero la Unión no tiene que ir a buscar muy lejos lugares en los que se hace dumping fiscal. ¿Cómo no ser algo escéptico cuando se habla de la UE como remedio contra ese tipo de prácticas en el resto del mundo?
Pues yo no sé cuál puede ser otro remedio, la verdad. Por mucho que dudemos de lo que pueda hacer la UE en este ámbito, el escepticismo sería mucho mayor si queremos resolverlo desde nuestro país en exclusiva. Es decir, considerar que la UE hace poco no debería hacernos distanciarnos de Europa porque es la única vía para hacer mucho más. Y para que haga más, necesitamos más apoyo ciudadano, y especialmente de la izquierda, como en cualquier comunidad política. Distingamos la institución, la Unión, de las políticas impulsadas por una mayoría determinada. En Europa llevamos ya más de una década con mayorías electorales ligeramente escoradas al centro-derecha y eso tiene reflejo en las políticas adoptadas, por mucho que el proceso deliberativo y de búsqueda de mayorías exija acuerdos amplios.
Me ha parecido muy interesante la explicación que haces de cómo el entramado institucional y normativo de la UE está hecho para que, cuando surja un problema, la solución unívoca acabe siendo la comunitaria. Lo hemos visto con el Fondo Next-Gen: quizá te opongas por principio, pero ese principio se va a estrellar contra la realidad y lo acabarás aceptando. Quizá sea eficaz a largo plazo, pero crea muchos problemas de recelos entre países o grupos de países.
Debemos leer más a los “padres fundadores”. Schuman dijo aquello de “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”. Es decir, aunque la UE tenga ya más de 70 años, seguimos hablando de “proyecto”, seguimos mancomunando políticas que de manera endógena exigen mancomunar otras, pero en cuyo camino se generan crisis de mayor o menos profundidad que aceleran esa vía o la ralentizan. Y aquí citamos a Monnet: “Europa se hará en las crisis y será la suma de las soluciones que a esas crisis se den”. Ciertamente, la visión de Monnet supone jugar con fuego, porque no está tan claro que podamos seguir sobreviviendo a las crisis, pero aquí seguimos. Sí, ojalá se pueda avanzar sin crisis. De hecho, ha habido muchos avances sin ser precipitados por una crisis; en todo caso, para que se pueda avanzar sin la presión de una crisis, necesitamos una mayor aprehensión del debate político comunitario por parte de la ciudadanía.
Hablas de politizar el debate de la UE y de hacer todo el entramado más comprensible, y todo eso parece claro. Pero viendo la persistencia de los nacionalismos en Europa, y al calor de un libro que publica la misma editorial (¿Quién hablará en europeo?, de Marta Domínguez y Arman Basurto), surge la duda de si en realidad el de la UE no es un problema de arquitectura institucional –o no principalmente–, sino de límites mucho más profundos, y quizá insuperables en el corto plazo. El caso de la lengua es evidente.
Sin duda, la arquitectura institucional no es el problema crítico, aunque se sigue escuchando hablar sobre las supuestas fallas de “legitimidad democrática” de la Unión. La Unión es tan democrática como cualquier Estado miembro, y mucho más que países como Polonia o Hungría, que caminan por una senda iliberal. La cuestión es cómo la integración de la complejidad y la diversidad continental en el modelo democrático europeo dificulta no la naturaleza democrática de las decisiones, sino la transparencia y la rendición de cuentas. Y este sí es un problema, porque la ciudadanía no distingue fácilmente entre instituciones y políticas. En nuestro país, si un ciudadano discrepa de la acción de gobierno, votará a otros en las siguientes elecciones, pero no dejará de entender que el proyecto “España” tiene sentido, salvando los independentistas irredentos. En Europa, si se discrepa de las decisiones del ejecutivo comunitario, los ciudadanos no se plantean qué hacer para cambiar las cosas, se preguntan si merece la pena estar o no en la Unión.
Para muchos, casi todo se percibe como parte de un todo ininteligible.
A fuerza de no visibilizar el conflicto político del que emanan las decisiones, en la Comisión, Consejo o Parlamento, una parte de la ciudadanía ve a Europa como una nube tecnocrática sobre la que sólo se puede estar a favor o en contra. La única politización de Europa hasta el presente ha sido a favor o en contra de la Unión. Necesitamos una politización normal de los debates europeos o, más bien, esa politización que ya existe debe ser percibida por la ciudadanía.
¿Y el límite a la falta de un idioma común o muy mayoritario?
El tema de la lengua supone volver de alguna manera a la identificación de nación y Estado, un debate que ha causado muchos de los males del siglo XX, aunque Wilson lo planteara como una herramienta liberadora. No merece la pena perder el tiempo en hablar del demos europeo, basta con que haya conciencia de la necesidad, voluntad y respaldo de la ciudadanía. Necesitamos instituciones europeas que recuperen la soberanía perdida. No sólo las naciones son sujetos de soberanía, también lo son las instituciones democráticas bajo un determinado contrato, es decir, un Tratado.
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