El Coliseo Carlos III celebra su historia
El Coliseo Carlos III de San Lorenzo de El Escorial, primer teatro cubierto que se construyó en España y uno de los más antiguos de Europa, cumple 250 años. Su historia pasa por días gloriosos y también bordea la ruina, cuando estuvo a punto de desaparecer. Lo cuenta el actor Carlos Hipólito en un corto que, junto con otras propuestas musicales y teatrales, se integra en la programación de este otoño para celebrar su centenario.
Tuve en mi adolescencia una profesora de ballet que se llamaba Raquel. La señorita Raquel —así la llamábamos— se paseaba con su báculo golpeando el suelo entre las barras, donde nos asíamos con esfuerzo para poder levantar piernas y brazos siguiendo el compás de sus órdenes: plié, relevé, plié, demiplié; nunca me han pesado tanto las extremidades. Apenas asistí tres cursos a sus clases; en realidad me había apuntado con mi amiga Paloma, partenaire de trastadas en el colegio, como una forma de divertirnos también los sábados porque vivíamos a kilómetros de distancia. No quedó en mí gran cosa de aquellas complicadas posiciones corporales, pero recuerdo nuestras ocurrencias y las risas, y que el segundo año la señorita Raquel organizó un festival, y mi amiga y yo bailamos la suite del Cascanueces vestidas de soldaditos de plomo sobre el lujoso escenario del Coliseo Carlos III de San Lorenzo de El Escorial, el primer teatro cubierto de España y uno de los más antiguos de Europa, que estos días celebra sus 250 años.
Fue el arquitecto francés Juan Marquet quien proyectó este teatro con las mismas trazas barrocas del que había levantado en Nápoles al gusto del rey ilustrado Carlos III, y apenas un año después, en 1771, abría sus puertas para representar una ópera. Comparado con los corrales de comedias, el modelo de los teatros italianos era revolucionario: un gran espacio cubierto en forma de media luna rodeado de palcos, con una tarima elevada donde representaban los actores, que incorporaba además una compleja maquinaria para mover los telones, decorados y luminarias que habían puesto de moda los escenógrafos italianos. Las pomposas Compañías de los Reales Sitios giraban su repertorio por estos teatros de corte sujetos a estrictas normas de decoro y vestimenta para público y actores, y vigilaban también la dicción de los intérpretes y la dignidad de las representaciones.
Marquet construyó otros dos coliseos similares en El Pardo y en Aranjuez, pero este de San Lorenzo de El Escorial es el único que permaneció en pie a lo largo de dos siglos casi como era en su origen. Aún conserva los peines y la cubierta de madera con sus vigas restauradas, y el torno que subía y bajaba la gran lámpara central que antiguamente era de velas. El escenario, en el que mi amiga y yo ejecutábamos nuestros torpes movimientos de baile, está más inclinado de lo normal para facilitar la visibilidad al público llano, que estaba de pie durante la función. Y debajo un pequeño foso acogía a los espectadores que asistían desde su cabalgadura, ya que los accesos permitían entrar también a caballo. En ese foso se construirían muchos años después los camerinos, donde aquel día del festival una nube de madres nerviosas nos pintaban los ojos con trazos exagerados, colocaban tutús y nos ponían derechas las medias.
La historia del coliseo no fue siempre tan regia y la cuenta Carlos Hipólito encarnando al fantasma de Francisco Matute, actor del siglo XVIII que murió sobre el escenario durante una función, en el corto El espíritu del teatro, dirigido por Pablo Barrón. Aquí triunfó la comedia nueva y el drama romántico, se acuartelaron las tropas de Napoleón, estrenaron con éxito dramaturgos como Benavente, los Álvarez Quintero, Arniches o Muñoz Seca, pasó la Guerra Civil y el cinematógrafo, y después los años sin uso y el olvido lo fueron desmantelando. Así, casi en ruinas, se vendió en los años 70 a una promotora que proyectó su derribo para construir un bloque de viviendas. Pero un grupo de vecinos, encabezados por Pedro Martín y constituidos en Sociedad de Fomento y Reconstrucción del Real Coliseo Carlos III, consiguió fondos para adquirirlo y devolverle su esplendor original de la mano de los arquitectos Mariano Bayón y José Luis Martín Gómez, con una reforma que en 1980 sería Premio Nacional de Restauración. En 2019 se abrió el Museo del Coliseo, que exhibe maquetas, fotografías, maquinaria, decorados y trajes, instrumentos musicales y partituras, mobiliario, libros, carteles y programas, y hasta fetiches de los muchos artistas que alguna vez subieron a sus tablas.
La celebración del cuarto de siglo integra en la programación del coliseo propuestas musicales y teatrales como la performance Concierto para el Bioceno de Eugenio Ampudia que se desarrolló el pasado fin de semana; la ópera bufa L’Impresa D’Opera de Pietro Alessandro Guglielmi —que se interpretó en la primera temporada del teatro en 1771— con la Camerata Antonio Soler, el 4 de diciembre; y la obra La batalla de los ausentes, de la compañía La Zaranda, el 11 de diciembre. Además, todos los martes y los jueves a las 12 un guía poseído por el fantasma de Carlos III, con su peluca, casaca brocada y polainas, muestra el teatro a los visitantes y les hace subir hasta las últimas butacas del paraíso, donde en un rapto de vértigo contemplan el escenario con el telón y los focos, las filas de butacas tapizadas del mismo terciopelo azul que tuvieron en su origen, y los palcos que bostezan esperando ocupantes ilustres. Allí arriba está tan cerca el techo que casi se podría tocar con la punta de los dedos la minuciosa copia que se hizo de los frescos pompeyanos que en 1943, cuando el edificio agonizaba, fueron arrancados pieza a pieza y vendidos, y nunca más aparecieron. Cuando se encienden las luces, chispea la enorme lámpara que cuelga en el centro con sus velones falsos, con sus falsos diamantes enfilados.
Contemplando hoy la belleza del coliseo y el mimo con el que se recuperó, cuesta imaginar los días en los que solo fue una ruina y estuvo a punto de morir. Los lugares están vivos y, como nos sucede a nosotros, languidecen si nadie los mira o los toca. También mi madre en su adolescencia actuó en este coliseo, en la obra Canción de cuna, de María de la O Lejárraga. “Hacía de monja, claro”, me dijo riéndose, y me contó que de niña, cuando el coliseo se había convertido en el cine Lope de Vega y ella comía pipas en las butacas con sus amigas, veían a las ratas bajar por el pasillo hasta el escenario. Y mientras la escuchaba pensé que, como nosotros, los lugares no mueren al convertirse en ruinas, sino cuando ya nadie guarda la historia de todo lo que pasó por ellos.
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