Flores de invierno en el Botánico, flores que no se marchitan
El Real Jardín Botánico (Madrid) acoge en su Pabellón Villanueva la exposición ‘Botánicas. Colección Per Amor a l’Art’, una selección de obras en torno a las plantas y las flores de algunos de los artistas y fotógrafos más relevantes de los dos últimos siglos como Nobuyoshi Araki, Pierre Verger, Thomas Ruff, Karl Blossfeldt, Alessandra Spranzi, Juan del Junco, Imogen Cunningham, Jonas Mekas o Richard Hamilton.
Es un día con sol. Tras los muros del Jardín Botánico la luz traspasa las ramas desnudas y se fragmenta en vidrio sobre las hojas muertas que alfombran los parterres, sobre las incipientes yemas de los arbustos y la piedra fría de las estatuas que en estas noches de hielo sueñan con musgo que las arrope. Febrero nos miente igual todos los años con sus cálidas promesas, pero en el jardín todo languidece ansiando la primavera. Solo la glorieta en la que se alza el elegante pabellón Villanueva sigue ajena al tiempo, con su pradera verde y su estanque azul donde tiemblan los nenúfares y se reflejan oscilantes las palmeras. Como si el invierno las hubiese guardado en una urna de cristal, descubro que todas las flores están encerradas en este antiguo invernadero en la exposición Botánicas, que reúne la reflexión en torno a la vida vegetal de 14 artistas emblemáticos de la Colección Per Amor a l’Art.
Contaba Heródoto que en el jardín del rey Midas crecían rosas de 60 pétalos “de olor más dulce que ninguna otra en el mundo”. Seguro que la rosa pálida que contemplo en una de las fotografías de Nobuyosi Araki tiene al menos cien pétalos apretados y suaves como seda, y una fragancia irresistible para la diminuta salamandra que descansa sobre ella. La serie Flower Rondeau del icónico artista japonés llena una pared entera de la sala con sus voluptuosos retratos de flores estampados en cristal. Como ocurre al contemplar lo prohibido, sus increíbles colores y texturas son hipnóticos; se diría que Araki hubiera esperado horas, días, semanas para captar el instante efímero de su máxima belleza en primerísimo plano. Como dice el panel que abre la exposición, para captar el momento catártico de la vida de una planta.
Al otro lado de la sala, contrastando con el fabuloso colorido de Araki, cuelga la mítica serie de 1928 Formas originales del arte, del fotógrafo alemán Karl Blossfeldt, donde los modelos vegetales transmutan en piezas escultóricas de una belleza serena, y más allá el trabajo pictorialista de la fotógrafa estadounidense Imogen Cunningham, de la misma época, que como Blossfeldt es de una modernidad asombrosa. Las imágenes en formato cuadrado de Pierre Verger para su serie Togo (1939) son más introspectivas y muestran cápsulas de su memoria: delicados juegos de luz y sombra a través de ramas y hojas que tomó el antropólogo y fotógrafo francés en uno de sus viajes africanos.
La mirada objetiva de Albert Renger-Patzsch realiza un minucioso estudio morfológico de las plantas, pero en sus imágenes los cactus adquieren la condición de extraños seres prehistóricos. Huyendo de cualquier seriedad con su característica ironía pop, las litografías de Richard Hamilton deconstruyen las gamas de color de flores y frutas en su serie Flower Piece B de 1975 para la campaña publicitaria de un jabón. También la artista italiana Alessandra Spranzi juega a desnaturalizar la representación clásica de las flores en sus collages, cuyos títulos parecen los episodios de un mismo relato: Las aquilegias. El amor perfecto, Nacimiento de una orquídea o La boca del diente de león.
Quienes las amamos lo sabemos: cada planta guarda una historia. En su serie fotográfica Expolio, el artista gaditano Juan del Junco parece explorar las imperceptibles tragedias que sufren y busca las marcas de esa biografía vegetal en el detalle de sus hojas: pequeños orificios, mordeduras de insectos, manchas de hongos. Imperfecciones y cicatrices que dejan los días en cualquier existencia. Como en sus series fotográficas de animales, en Botanical Box, Jochen Lempert capta un solo instante en la vida de las plantas: la súbita iluminación de un rayo de sol, una nube de polen que se desprende, el neumático de un coche que amenaza a esa frágil margarita. Y en su conmovedora serie Flowers, Jonas Mekas comprime en secuencias lapsos completos de tiempo, relatos de los cambios sutiles que deja cada minuto en una flor, en el niño que la mira, en la mano que acaricia a un gato.
Una planta que muere o una flor que se marchita son siempre una metáfora del tiempo, por eso la estampa de un jardín en invierno nos llena de melancolía. Antes, recorriendo los arriates salpicados de sombras, me parecía que flotaba entre los árboles del Botánico un vapor decadente y dulce, como el del jardín del príncipe don Fabrizio en El Gatopardo de Lampedusa: “comprimido y macerado entre sus límites, despedía fragancias untuosas, carnales y levemente pútridas”.
Mientras paseaba he encontrado una estatua a la que el tiempo había borrado el rostro y he visto el jardín desfallecido, pero sé que bajo la tierra su corazón late y que en apenas unas semanas la nueva savia resucitará las plantas y las ramas estallarán de colorido y de flores. Ya ha sucedido en los narcisos y en las tres camelias rojas que descubrí en su mata, iluminadas como actrices en el escenario por un rayo de este sol tan farsante de febrero. Y entonces me han venido también a la cabeza los versos de Gamoneda: “Oigo al ruiseñor / del invierno. Silba. Está / creando luz entre el ramaje oscuro”.
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