Vladimir Putin como supervillano frío y despiadado

Caricatura de Vladimir Putin. Ilustración: DonkeyHotey

Es un supervillano de cómic clásico, carente de humanidad, con rostro de acero y bótox, unidimensional y, sobre todo, nos dicen, loco. Putin ha pasado de ser un mediocre James Bond soviético a ser el excéntrico malo de una peli de James Bond (he llegado a leer que el bótox y los esteroides anabolizantes le han afectado al cerebro). La historia de Putin, uno de los últimos despojos de la Guerra Fría, es la historia de un espía de medio pelo que, por carambolas del destino, llega a lo más alto y se venga del mundo. Es implacable, frío, despiadado, convencido de su misión histórica de hacer a Rusia grande otra vez. Cutre y fascinante al mismo tiempo. Y extremadamente cruel.

A principios de siglo, con el boom de las series, los villanos comenzaron a ser tratados en la ficción de otra manera: pasaron de ser antagonistas a ser protagonistas, y se empezó a mostrar su lado más humano, esa parte de su personalidad que les acercaba a nosotros y que hasta justificaba en parte sus actos. Me refiero a personajes como Tony Soprano, Walter White, Dexter o los traficantes de los barrios bajos de Baltimore que aparecían en The Wire. Así hasta la película del Joker, donde conocíamos los intríngulis psicológicos del que tradicionalmente había sido la némesis de Batman: el Joker era rebelde, pero lo era porque el mundo lo había hecho así.

Esta tendencia cultural tal vez haya influido en que los índices de tolerancia a la maldad, y el malismo militante, hayan aumentado en los últimos años.

Sin embargo, el villano que tiene al mundo en ascuas es de la vieja escuela: Vladimir Putin, que llevaba ahí un par de décadas, haciendo sus cosas, pero que, más allá de ciertas de sus extravagancias (sus fotos como macho alfa a pecho descubierto), la opinión pública no se había parado a estudiar en demasiada profundidad. Proliferan ahora los reportajes y documentales que analizan minuciosamente su personalidad, los sucesos de su infancia, su paso por la KGB, su misteriosa vida privada, hasta la ocasión que estuvo en Asturias practicando judo.

Así se va literaturizando la figura de Putin: no sabemos casi nada de su vida personal, muy poco de su personalidad íntima, es un supervillano de cómic clásico, carente de humanidad, con rostro de acero y bótox, unidimensional y, sobre todo, nos dicen, loco. Putin ha pasado de ser un mediocre James Bond soviético a ser el excéntrico malo de una peli de James Bond (he llegado a leer que el bótox y los esteroides anabolizantes le han afectado al cerebro). La historia de Putin, uno de los últimos despojos de la Guerra Fría, es la historia de un espía de medio pelo que, por carambolas del destino, llega a lo más alto y se venga del mundo. Es implacable, frío, despiadado, convencido de su misión histórica de hacer a Rusia grande otra vez. Cutre y fascinante al mismo tiempo.

En contraste encontramos la euforia por Ucrania que se traduce en emotivos reportajes con música melodramática, frases motivacionales, ritmos militares y continuas loas al heroísmo de la población de ese país (los que salen en la tele hablan un español cuasi perfecto y tienden a la belleza pálida) y, sobre todo, de su muy revalorizado líder, que ahora se presenta como némesis bondadosa del villano Putin: Zelenski es ese vecino responsable que se ha echado al país a la espalda. A veces la euforia es tanta que tengo la impresión de que me quieren convencer por la vía de la emoción, muy en la línea de estos tiempos, de algo de lo que ya estoy convencido por la vía de la razón, y esa insistencia mediática en vez de reafirmarme, me hace sospechar.

Sobre la hipotética locura de Putin también se dan numerosos análisis en los medios, llenos de repentina fascinación por el espécimen a diseccionar; sin embargo, la hipótesis de la locura no me parece necesaria: lamentablemente, acciones bélicas como las que presenciamos, invasiones, bombardeos, ataques a los civiles, éxodos, son la norma en los conflictos geopolíticos, y se han llevado a cabo por diferentes gobiernos, de cuya cordura nunca hemos dudado, en todo tiempo y lugar. Además: pobres locos, que los comparan con Putin.

Lo grave, precisamente, es que Putin no necesita estar loco para llevar a cabo una guerra terrible, no hace falta estar loco para ser un criminal (y la locura, por lo demás, también podría ser tomada como atenuante). Tal vez lo más cerca de la locura que ha estado Putin es al agitar el fantasma de la guerra nuclear, aunque lo verdaderamente loco es que varias potencias nucleares almacenen armas con las que la Humanidad se podría autodestruir varias veces.

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