‘Solo los vivos perdonan’: Martínez Biurrun desenterrando la culpa
El escritor pamplonés Ismael Martínez Biurrun, una de las firmas más consolidadas de lo fantástico en el panorama nacional, explora los temas del pasado, el perdón y la culpa en su novela “más realista”: ‘Solo los vivos perdonan’ (Aristas Martínez, 2022). Un crisol de vidas entrelazadas por lazos de sangre, y también sangrientos, que se ven obligadas a confrontarse tras un hallazgo paleontológico que cambiará la Historia.
¿Por qué excavamos? La humanidad lleva siglos recorriendo el mundo, explorando los rincones más recónditos –si es que todavía queda algo inexplorado en este planeta absolutamente Google-mapeado e hiperconectado–, desenterrando las muchas capas de vidas y culturas superpuestas en busca de los vestigios de lo que una vez fuimos.
Hemos encontrado ruinas de las casas que solíamos habitar, de las ánforas en las que almacenábamos el grano, de los templos en los que rezábamos a muchos dioses, de los frescos descoloridos en los que imaginábamos el posible origen de los truenos, de las mareas altas, de los eclipses… Y también hemos encontrado huesos. Levantamos ciudades y caminamos a diario sobre miles de millones de huesos. Son la prueba irrefutable, genética –a veces, incluso, vergonzante–, de nuestro pasado. Porque no siempre hemos sido así. Hubo un tiempo en el que éramos más enjutos, más peludos, más fuertes. Hubo un tiempo en que descubrimos el fuego, y esto nos hizo libres, pero también nos dio miedo. Hubo un tiempo en el que solo fuimos una criatura indescriptible que murió intentando salir del agua.
Excavamos en el suelo igual por el mismo motivo que excavamos en nuestra confusa y poco fiable memoria: para intentar descifrar lo que somos, y es que lo que entendemos por presente no es más que la acumulación de las consecuencias del pasado. E igual que somos la única especie que excava para entender, somos la única especie que siente culpa ante lo que encuentra. Así lo expresa el escritor Ismael Martínez Biurrun: “Porque el pasado es un tirano que no entiende de perdones ni segundas oportunidades”.
El pamplonés es uno de los grandes nombres de lo fantástico en español. Se ha alzado con galardones especializados como el Celsius y el Nocte por novelas con pinceladas sobrenaturales, de thriller y del mejor terror, como Sigilo (Alianza, 2019), Invasiones (Valdemar, 2017) o Mujer abrazado a un cuervo (Salto de Página, 2010), entre otras. Su última novela, Solo los vivos perdonan, publicada en enero por la editorial independiente Aristas Martínez, es probablemente, según su autor, la más “realista” de todas cuantas ha escrito.
Martínez Biurrun parte de un recuerdo real –cuyo contenido reserva, en una decisión narrativa honesta e inteligente, para una nota al final del texto– y recurre hábilmente a la ficción –algo especulativa, pero no tanto como nos tiene acostumbrados– para hablarnos, precisamente, acerca de la excavación, de la búsqueda, de la necesidad de llegar al centro de las cosas para intentar, a menudo sin éxito, comprenderlas.
La historia de Solo los vivos perdonan va construyéndose a medida que se entrelazan las vidas de varios personajes: Jordán, que después de pasar una larga temporada en la cárcel se ha reconvertido en arqueólogo aficionado; Íñigo, un científico en horas bajas al frente de un museo al que solo acuden excursiones escolares; Olalla, que se enfrenta a la peor de las pesadillas cuando a su hijo Antón le encuentran un tumor en la cabeza; y, finalmente, Tea, tan etérea, atávica y desconcertante, una muchacha en shorts y sudadera que bien podría encarnar al pasado, o al destino, o al propio tiempo, o al eterno retorno a todos los momentos vividos y por vivir.
Un fósil antiquísimo, desconocido y anhelado por la comunidad científica internacional, emerge de entre las rocas en un paraje desértico al norte de España. Sus huesos perfectamente conservados y su posición en la cadena evolutiva lo convierten en un tesoro, primero, para Jordán, que lo encuentra casi sin buscarlo en una de sus expediciones, y, después, para Íñigo, que fantasea con protagonizar una portada de la revista Nature. El animal en cuestión es un tetrápodo. El primer tetrápodo de todos. “Un anfibio aprendiendo a usar sus pulmones”, escribe el autor. Este anfibio largo y achatado que Martínez Biurrun imagina con grandes ojos dorados y motas blancas en su lomo parduzco fue el primer ejemplar en aventurarse fuera de las ciénagas paleozoicas. Asomó la cabeza, clavó sus garras en el barro e intentó impulsarse por la superficie terrestre.
Jordán, que esconde un secreto, una inmensa culpa fosilizada en el centro de su estómago, le pregunta a Íñigo por la clase de arrebato que llevaría al animal a cometer un acto tan imprudente, condenado al fracaso. ¿Huía de algo? ¿O quizás huía hacia algo? ¿Qué motiva nuestras grandes decisiones: el anhelo, la desesperación, una férrea convicción de aspirar a lo correcto? Por qué, masculla Íñigo. Buena pregunta.
La aparición de esta criatura entre dos mundos también determina la vida del pequeño Antón. Puede ver al animal arrastrarse entre las camas del hospital, renqueando por sobrevivir, por adaptarse al siguiente escalón evolutivo. Un monstruo engendrado por ese cuerpo invasor que han descubierto en su cerebro, y anotado con detalle en su “cuaderno de pesadillas”, en el que apunta –lo pido con ansias y una sonrisa, como si realmente fuera un juego de niños– el peor sueño de todos los que le rodean.
Excavando entre las raíces de las pesadillas podemos acceder a nuestros miedos más callados, a las grandes preocupaciones de nuestra vida, a las culpas que no nos dejan respirar. Como la que siente Jordán cuando mira a Íñigo. Como la que siente Íñigo cuando mira a Antón y a Olalla. Como la que siente Tea cuando contempla, una y otra vez, el devenir irreparable del tiempo.
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