Las viejas mieles de la transgresión y la patraña de la “corrección política”

Loquillo, en Mundaka, 2015. Fotografía: Dena Flows.

«No soporto ese desierto en el que vivimos ahora para que todo sea políticamente correcto«, dijo el otro día Loquillo a Europa Press, en una entrevista en la que advertía de que la sociedad está «temerosa de la libertad». El músico echaba de menos tiempos más “libres” como los años 70 y los 80, recordando que “hay que ser transgresor para avanzar”.

Se escuchan mucho este tipo de mensajes últimamente, no solo en boca del veterano rockero. Es normal: puede ocurrir que, en tiempos de cambio, sobre todo en tiempos de progreso moral, pueda haber reticencias a estos cambios; reticencias que luego, desde el futuro, se juzgan como comprensibles, pero también ridículas.

Hubo personas (yo mismo) que no comprendieron en principio que no era bueno permitir fumar en los bares o en los autobuses o que pensaban, en los inicios del ferrocarril, que la velocidad del tren era perjudicial para la salud. Hubo tiempos en que no se entendía que uno no pudiese pegar a su esposa o que todos los ciudadanos fuésemos iguales ante la ley. Ahora que son los tiempos los que van a una velocidad incomprensible, muchas veces nos sentimos descolocados antes las nuevas formas de pensar, de vivir, de usar la tecnología, y nos ponemos a la defensiva, una actitud que acaba casi siempre pisoteada por la terca rueda de la Historia.

Son llamativos casos como el de Loquillo, que añora tiempos en los que se podía transgredir, en los que transgredir era guay, porque casi van en contra de la definición de transgresión. Es decir, estos supuestos transgresores quieren que se les aplauda por ello, lo cual anula en parte su condición de transgresores. En los 70 y los 80 la transgresión se alababa mucho por una parte no desdeñable de la población, sobre todo joven, de modo que ser transgresor era muy gustoso.

Ahora, ese transgredir que defiende Loquillo y tantos otros parece que se les complica, y ya no les gusta tanto. Bien mirado, si la sociedad actual les parece opresora, tanto mejor para los transgresores: es su derecho y obligación transgredir, y ahora lo tienen fácil. Igual es que no son tan transgresores y lo que quieren es que les acaricien la espalda y les rían los exabruptos, como cuando eran jóvenes. Por lo demás, ¿qué les queda por transgredir?

La realidad es que la transgresión en sí misma tampoco tiene tanto valor, más allá del proceso de individuación de la adolescencia, y que ese valor depende de qué se transgreda. No es lo mismo transgredir pidiendo el fin de una dictadura, mejores condiciones laborales o mayor libertad sexual que transgredir, precisamente, pataleando contra la libertad de personas que eligen su orientación sexual o contra la organización de los trabajadores o contra la contribución a la sociedad mediante el pago de impuestos (ahora hay muchos transgresores que son directamente ladrones).

La mayor parte de las cosas buenas que reivindicaban las transgresiones pasadas ya son comunes en la sociedad, porque hemos experimentado un notable relajo de las normas sociales y cada uno puede, más o menos, vivir, vestir, comer, peinarse, follar o votar como quiera. La libertad en los estilos de vida nunca fue tan amplia, aunque algunos añoren no sé qué otras libertades: creo que añoran cuando no había libertades y había que pedirlas, como aquello de “contra Franco se vivía mejor”. El sexo, las drogas y el rock n roll ya no son transgresión, sino un producto de consumo: lo único que se me ocurre para transgredir hoy tiene que ver con asesinatos múltiples, violación de menores o prácticas coprófagas, pero nadie quiere transgredir en esos términos, porque todavía queda cierta cordura en el ser humano.

Detrás de todos estos debates sobrevuela un término muy extendido, pero muy poco útil para cualquier análisis, el de la “corrección política”, que es utilizado por la derecha y la extrema derecha para catalogar todo lo que se opone a la imposición del discurso reaccionario (excepto cuando los ofendidos, como veremos, son los propios críticos de la “corrección política”). Suele decirse que “no se puede decir nada”, la realidad es que nunca se pudo decir tanto por tantos medios. Lo que molesta es que ahora, cuando uno dice algo, los demás pueden responderle.

Está presente, también, la incomprensión sobre la naturaleza de las redes sociales: como las llevamos dentro del móvil, como las miramos desde nuestra casa, en pijama, nos cuesta entender que son un espacio público, que escribir algo en Twitter es como subirse a un cajón en plena plaza Mayor y ponerse a dar un discurso. De que llegamos a muchas personas y de que esas personas, en el ejercicio de sus libertades, pueden decir o pensar lo que quieran sobre nosotros. Y de que, igual que en la vida física tridimensional nos guardamos de decir muchas cosas en público para no entrar en conflicto o para hacer más fluida la convivencia, de igual manera deberíamos sopesar nuestra participación en el espacio digital. No es autocensura, es sentido común, es diplomacia.

Curiosamente es la izquierda la que más ha sufrido la censura en forma de raperos o tuiteros procesados en los tribunales (y no solo en las redes sociales) por mensajes, esta vez sí, transgresores, sobre la monarquía, por procesiones irreverentes con la religión o por la práctica del humor negro. Los enemigos de la hipotética “corrección política”, y del decir las cosas “sin complejos”, se ponen muy nerviosos, con todo el derecho del mundo, pero con muy poca coherencia, cuando se da la vuelta a la tortilla y el objeto de los chistes son la monarquía, la religión o las víctimas del terrorismo, que piensan que son solo suyas.

(Crédito de la imagen: Dena Flows)

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Comentarios

  • Oscar Ferreiro

    Por Oscar Ferreiro, el 12 mayo 2022

    Transgresor Loquillo. Echa de menos la transgresión, el que hace poco era la cara visible del anuncio de una entidad bancaria. Quién te ha visto y quién te ve.

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