Francesca Rigotti, ¿cómo podemos recuperar la belleza de la oscuridad?
La oscuridad está desapareciendo. Especialmente en las zonas urbanas. En muchas zonas del planeta asistimos, además de a la contaminación del aire, a una fuerte contaminación lumínica. “En un mundo como el nuestro dominado por la vigilancia, nadie vigila el exceso de iluminación”, dice la escritora italiana Francesca Rigotti, que ha publicado el ensayo ‘Sobre la oscuridad’ (Alianza editorial), un libro donde reflexiona sobre sus valores y virtudes, así como las connotaciones negativas en nuestra sociedad.La oscuridad está desapareciendo. Especialmente en las zonas urbanas. En muchas zonas del planeta asistimos, además de a la contaminación del aire, a una fuerte contaminación lumínica. “En un mundo como el nuestro dominado por la vigilancia, nadie vigila el exceso de iluminación”, dice la escritora italiana Francesca Rigotti, que ha publicado el ensayo ‘Sobre la oscuridad’ (Alianza editorial), un libro donde reflexiona sobre sus valores y virtudes, así como las connotaciones negativas en nuestra sociedad.
¿Cómo podemos recuperar la belleza de la oscuridad? “Logrando considerarla un valor en sí, una esencia, una presencia: la oscuridad no es ausencia, carencia, falta. No es ausencia de luz, como la luz no es ausencia de oscuridad. La oscuridad es por sí misma, es sustancia y esencia, es casi, se me ocurre, algo vivo, una criatura viviente que nosotros matamos cada día y sobre todo cada noche”, dice Rigotti.
La oscuridad está desapareciendo de nuestras ciudades. La noche está cada vez más iluminada. Hay demasiada luz, demasiada contaminación lumínica en nuestro planeta. ¿Por qué hemos suprimido la oscuridad de nuestras vidas, especialmente en los países de Occidente?
Buena pregunta. Al principio de la era industrial la eliminación de la oscuridad parecía algo maravilloso: la iluminación de las ciudades con las farolas, de las casas con las lámparas, parecía dar seguridad y confort, comodidad y posibilidad de trabajar incluso en las horas oscuras, o de desarrollar actividades agradables, por la tarde, que no fueran solamente cuentos y danzas en torno al fuego… Y luego, poco a poco, ha sucedido lo que a menudo sucede con las invenciones de la ciencia y de la técnica: que se aplican sencillamente porque existen. Ha ocurrido incluso con la bomba atómica y con la clonación, no podía dejar de ocurrir con la iluminación. Iluminar decora, da seguridad (una de las palabras más infladas de este principio de siglo), hace crecer las plantas y los animales de granja más rápidamente, es símbolo de poder. ¿Cómo renunciar a estas prerrogativas? Y entonces, venga con la iluminación artificial sin control y sin sanciones. En un mundo como el nuestro dominado por la vigilancia nadie vigila el exceso de iluminación.
“La oscuridad es hermosa. La oscuridad de la intimidad, de la introspección, de la meditación. La oscuridad de la calma nocturna y del reposo”, escribes. ¿Cómo podemos recuperar su belleza?
Logrando considerar la oscuridad un valor en sí, una esencia, una presencia: la oscuridad no es ausencia, carencia, falta. No es ausencia de luz, como la luz no es ausencia de oscuridad. La oscuridad es por sí misma, es sustancia y esencia, es casi, se me ocurre, algo vivo, una criatura viviente que nosotros matamos cada día y sobre todo cada noche.
La luz y la oscuridad no son polos opuestos, sino que se complementan, se necesitan, es una dualidad de conceptos que no se contraponen…
Claro, y podemos observarlo tanto en sentido figurado como en sentido literal, real. La oscuridad de la noche es necesaria a la naturaleza para acoger la quietud, el reposo, la suspensión de la actividad diurna. Dicho de otro modo, la vida nocturna, en la oscuridad, corresponde (o, mejor dicho, correspondía), en sentido real, a la adecuación de los fenómenos naturales al oscurecimiento de una parte de la Tierra debido al movimiento de rotación del eje terrestre. En sentido figurado, esta alternancia es necesaria a fin de que encuentre sitio, en nuestro imaginario, una oscuridad que responde al momento de la reflexión, de la interioridad, de la concentración. Presentada así la historia, parece que luz y oscuridad son equivalentes, son manifestaciones naturales a las que no corresponde o no debería corresponder un juicio de desigual dignidad y de valor. Y, en cambio, no. La luz tiene siempre un valor añadido, es el IVA del mundo.
Para los griegos y los romanos, el color negro denotaba tristeza, peligro y enemistad. Negras eran sus guerras, las batallas, las enfermedades, las serpientes, el fuego, los animales que se sacrificaban a los dioses del infierno, mientras que eran blancos los animales que se inmolaban a los dioses de la luz y la vida. También en el Antiguo Testamento asistimos a este dualismo: la luz está relacionada con lo divino y la oscuridad con Satanás. Esta visión la hemos heredado como muchos otros aspectos de la antigua cultura clásica y religiosa…
Esta visión la hemos heredado y la llevamos con nosotros, a menudo sin darnos cuenta de ello. Además, la cultura clásica griega estaba inmersa, literal y metafóricamente, en la luz. La literatura griega era dominada por la dialéctica de la luz, tan deseable que el término griego para luz, phos, es sinónimo de vida. Era la luz, no, como para nosotros, el aire, el elemento vital por excelencia, y “salir a la luz” no era más que sinónimo de nacer y vivir era “ver la luz”: de ello derivan conceptos como luz de salvación o luz de la gloria, de la gracia o de la victoria.
¿Es la noche y su oscuridad una de las muchas formas de resistencia que tenemos, uno de las muchos modos con los que contamos para decirle no a un sistema que nos quiere disponibles y a pleno rendimiento las 24 horas, los 7 días de la semana?
Sería hermoso. Pero el sistema que nos quiere disponibles 24/7 es tan hábil y poderoso que ha aprovechado los nuevos medios de información y de comunicación para garantizarse tal disponibilidad. Y nosotros, necios, en vez de reivindicar nuestro derecho a separar el tiempo del trabajo de aquel del reposo y el esparcimiento, obedecemos y respondemos y trabajamos y producimos y nos hacemos explotar aún más que cuando estos instrumentos no existían. Como ya no existe la noche oscura, sino solo una papilla anaranjada-blanquecina que es nuestro cielo nocturno.
¿Llegaremos a preocuparnos algún día por la contaminación visual y lumínica tanto como la que mostramos hoy por la contaminación del aire?
Ojalá, eso espero. Pero, verás, yo he formulado una hipótesis. Me he dicho: dos son los principales campos metafóricos de los cuales extraemos las palabras para designar el inicio y el final de la vida, ver y respirar. La metáfora de la respiración de la vida, y de la muerte como cese de la respiración, hace su entrada triunfal en nuestra cultura y lengua con el pensamiento de las escrituras judías. En efecto, en él la vida del individuo coincide con la actividad de la respiración (nafesh) desde el momento en que Dios insufla el aliento vital (alma/respiración) en Adán. Para nosotros, que somos parcialmente herederos de esa tradición, aún la respiración es vida.
El éxito del cristianismo ha hecho olvidar, en cambio, otra metáfora de la muerte, ligada a otro órgano: el ojo, los ojos, y la función ejercitada por ellos, la vista. Se trata de un imaginario que proviene de la cultura griega arcaica y clásica, para la cual morir, en efecto, no era “exhalar el último suspiro”: morir era perder la luz, como salir a la luz era sinónimo de nacer, venir al mundo. Ver la luz, salir a la luz, dar a luz, son expresiones que han quedado en nuestro lenguaje moderno y desencantado, mientras se han perdido las equivalentes expresiones lingüísticas ligadas a faltar la luz, a perder la luz como sinónimos de muerte. La muerte del héroe homérico, en cambio, siempre está acompañada por el descenso de una nube negra que sustrae a sus ojos el elemento vital de la luz.
¿Por qué? ¿Qué ha hecho que el lenguaje de luz y tinieblas para designar metafóricamente vida y muerte, del cuerpo y del pensamiento haya perdido mordida y dejado el sitio a la realidad y a la metáfora del aire y de la respiración? ¿Por qué una muerte por falta de aire, por ahogamiento, la muerte por Covid 19, da tanto miedo? Por una parte, el hecho de que en nuestro imaginario se haya impuesto el mito judeo-cristiano con su prevalencia de la respiración, del aliento/alma, de la fuerza vital del aire. Por la otra, el peso adquirido por el aire gracias al pensamiento científico de la modernidad y su descubrimiento de la atmósfera, la esfera ligada al aire. El descubrimiento y la denominación se produjeron en pleno siglo XVII, el siglo de la revolución científica, cuando se juntaron los términos griegos sphaira (esfera) y atmós, vapor cálido húmedo. Es cierto que la preminencia adquirida por el aire en relación a la luz como elemento vital por excelencia ha hecho que la dificultad de la respiración y también la contaminación del aire o atmosférica nos preocupen más que la contaminación lumínica y las dificultades de visión que ella genera.
¿Cuándo comienza en verdad un día?
Otra pregunta que parece fácil, pero no lo es. Hoy, convencionalmente, lo hacemos empezar a las 24, a medianoche. Pero, ¿por qué no al alba, para hacer felices a los adoradores de la luz? ¿O por la tarde, como hace la tradición judía?
Señalas que las lenguas han masculinizado el día y feminizado la noche, “subrayando el dominio y la actividad del primero en contraste con la sumisión y la pasividad de la segunda”. ¿Es tu libro también una reivindicación de los derechos de la mujer, de que goce por fin de las mismas condiciones que los hombres?
Sí, sí, sí. Yo defiendo los derechos de las mujeres desde que he visto la luz o poco después (cuando nació mi hermanito varón y descubrí que yo era solo una niña). Pero el descubrimiento extraordinario que he hecho trabajando en este libro no es que la mujer es oscuridad, noche, tinieblas, misterio, pasividad y todas esas trolas que desde hace milenios se repiten, porque ya lo sabíamos, es decir sabíamos que las mujeres eran definidas así y ya no nos iba bien. No, el descubrimiento perturbador fue que en las lenguas europeas el día es, en la expresión corriente, el espacio de 24 horas comprendido entre una medianoche y la otra. Pero día es también el intervalo de tiempo que corre entre la salida y la aparente puesta del sol, mientras que noche es solamente el tiempo que va desde la puesta a la salida del sol. Estamos frente a una pareja de términos no equivalentes en que uno domina sobre el otro: el día incluye la noche, pero no al revés. Hay una profunda disimetría semántica de los términos.
Aparte de esto, la relación entre el día y la noche es homóloga, en este plano, a la relación entre hombre y mujer. Decir hombre comprende también a la mujer. Decir mujer quiere decir solo la mujer. En lingüística estos se llaman término marcados y términos no marcados. Los términos no marcados son dominantes e incluyentes: por ejemplo día, que comprende el día y la noche. Noche, en cambio, es un término marcado, ya que designa solamente el tiempo de la oscuridad. No marcado es hombre en cuanto se comprende a sí mismo y también a la mujer, la cual, en cambio, es marcada como solo mujer. Es decir, se añade otra tesela a la idea de que, en virtud de la continua afirmación de la primacía de la luz, la oscuridad ha sido privada de la dimensión de sustancia, y que para reconstituir su dignidad sea básico volver a pensarlo como un elemento sustancial, que reconocer y respetar, no como accidente que combatir y eliminar. Así la mujer, que no es una parte de la que el hombre es un entero. No es un hombre faltante (Aristóteles) y tampoco un hombre sin falo (Freud): es una mujer.
Comentarios
Por Isabel del alba, el 21 julio 2022
Maravillosa e intensa entrevisra