Miguel de la Fuente, mejor reportero español: “Esa nariz para sobrevivir”
Hace una semana recibí un ‘whatsApp’ en el que Miguel de la Fuente me comunicaba que había sido premiado, junto con Óscar Mijallo, por el Club Internacional de Prensa. Un prestigioso galardón otorgado en la categoría ‘Mejor reportero español’ del año por la cobertura realizada para TVE de la guerra en Ucrania. Tengo que decir que me alegré doblemente. Qué mejor oportunidad para publicar las fotos que le hice antes de su segundo viaje, en el mes de junio, y traer aquí el resultado de nuestra conversación junto a esa nariz de payaso que descubrí en su maleta.
7 de julio de 2022
“Nos alejamos del Donbas dejando una región devastada y exhausta, la guerra continúa con un profundo desgaste para todos, me incluyo en ello”.
Es la segunda vez, desde que la invasión comenzó, que Miguel vuelve de Ucrania. Lo hace, esta vez, soltando un pensamiento que es definitorio (no sé si definitivo) mientras mira sentado, en un tronco devastado por el fuego, una muñeca amarilla. Está en Slóviansk, una ciudad perteneciente al óblast de Donetsk, al este de Ucrania. Casi la última parada antes de volver a España. Detrás de él, como si fuera el fondo de un escenario, hay un edificio de siete plantas vomitando escombros, en una ciudad cada vez más desierta donde siguen sonando las alarmas.
Un día antes han grabado a esas familias que tienen que ser evacuadas entre la intensidad de los bombardeos rusos. Otra vez esas forzosas huidas y esas miradas de desgarro. En la del veterano reportero, con los ojos perdidos desde ese árbol devastado, no se ve esperanza. Tampoco en los campos de trigo de la guerra que anuncian hambre y desolación. La misma de esas tierras quemadas por los incendios que provocan los misiles. En el viaje anterior, desde el 31 de enero hasta marzo, un hombre los había guiado hasta este frente del Donetsk, entre campos todavía dorados. Ahora, en este segundo viaje que ha durado un mes, el mismo hombre muestra en sus manos las espigas negras que se deshacen entre cenizas. El campo ha muerto también.
4 de marzo de 2022
Un niño de unos seis años atraviesa la frontera por Medyka (Polonia). Lleva ropa de abrigo, en concreto un anorak de franjas de colores que destaca en la luz sucia de la mañana fría. Debajo de sus dos gorros levanta la cara llorando, intentando empujar sus botas de goma mientras avanza, a la vez, con decisión y con desgana. En una mano una bolsa que casi golpea el suelo; en la otra, un chocolate.
Sin embargo, ni el peluche, que parece distinguirse a través del plástico, ni el dulce parecen ser posesiones voluntarias.
Alguien se los encajó en sus dedos para hacerle pensar que era un camino fácil el que le llevaría hasta la frontera, pero eso siempre es difícil en una guerra.
A kilómetros de esta frontera de Ucrania, el mismo día, mientras el niño de Medyka pasa hacia Polonia, cientos de personas se agolpan en la estación de Zaporiyia.
Hay confusión, desorden, griterío. El frío se desliza entre los cuerpos apresurados de esta multitud que desprende un vaho confuso. Son familias enteras intentando coger un tren:
Un hombre de mediana edad empuja a su mujer hacia el vagón que está rebosando. Un rostro de una niña, desdibujado en una ventana del tren, fija los ojos en su padre al otro lado, en el andén. Él intenta acariciarla a través de ese cristal, pero un movimiento repentino lo desplaza, y la silueta de sus manos apenas coinciden unos segundos pegadas. Un anciano se eleva en una silla entre dos hombres que piden paso, pero todo es prioritario en esta confusión que se demora, como el tren que no termina de salir y que tan solo se intuye porque debiera ser el lógico proceder de la estación.
Es difícil acostumbrarse en tan poco tiempo a una guerra. Hace apenas dos semanas un gato gris de ojos naranjas estaba en un confortable cesto de una habitación cálida, tal vez lamiéndose las patas, estirándose, para luego levantar la cara hacia el olor de guiso que viene ondulándose desde la cocina; sin embargo, ahora otea el horizonte, desde los brazos de Alina, en esta estación de Zaporiyia desde la que trata de huir con sus padres y hermana (recordemos que el niño de Medyka está desconsolado también en esos momentos a unos 1.000 km de aquí).
Hace apenas dos semanas, esta familia, ajena a la tele del salón que hablaba sola, iba poniendo los platos en la mesa y el perolo humeante y caliente de borsch (en ucraniano: sopa de remolacha).
Era entonces cuando dejaba el gato su rincón para acercarse interesado a ese olor, más cercano, aproximándose a la mesa mientras maullaba entre las sillas dispuestas a lo largo del mantel.
El sonido del televisor seguía presente, pero apenas algunas imágenes se metieron entonces en los ojos de la familia que iba y venía del salón a la cocina. La guerra se intuía, sí. Incluso Alina, la hija mayor, se ha había quedado clavada a la pantalla por un gesto retorcido de Putin, y después había visto, repetidas veces, la plaza Maidan de Kiev. Y sí, tal vez había sentido esa punzada como de preocupación; pero aquello se disiparía enseguida, más interesada en esos momentos por salir, por ahí, con los amigos.
La lógica le decía que en el año 2022 no podía llegar una guerra a la puerta de su casa, pues a ella y a muchos todavía se les antojaba lejana, y eso que tienen al lado Donetsk, este Donbas que echa humo y bombas desde 2014; pero, aun así, ninguno se hace a la idea de un guerra, como si todo aquello perteneciera siempre a un mundo lejano. Nadie sabe, en ese momento, el verdadero poder de esas imágenes que unidas estaban ya anunciando lo que en poco tiempo los llevará a ellos, y a cientos de personas, hasta la estación de Zaporiyia, colateralmente por el bombardeo de la central nuclear no muy lejos de sus casas; y allí también irá el gato de ojos naranjas en los brazos de Alina.
Porque es ahora en esta estación cuando el felino está oteando el horizonte en un ambiente hostil y frío, mientras se escuchan llantos de fondo y un reportero intenta poner su orden particular en este caos:
Un plano general elevando la cámara, abriéndose paso e intentando definir un territorio válido para que la realidad que tiene delante de sus ojos pueda ser contada con eficacia. Un plano corto de una mano, de un peluche, de un niño; y otro cerrándose en unos ojos que ahora miran desde un terreno labrado por la falta de sueño, por la incertidumbre y las arrugas.
Es la cámara de Miguel que ahora enfoca a su compañero, Óscar Mijallo, que sujeta el micro para grabar una entradilla. Empieza la locución, pero enseguida corta, necesita encontrar un nuevo espacio entre la gente que, sin querer, lo va desplazando. Junto con Miguel, ahora de nuevo con la cámara en su hombro derecho, Ludmila, la fixer y traductora, y Hugo Úbeda, apoyo en casi todo, deciden caminar hacia el andén opuesto cruzando la estación. En el nuevo enclave el ruido se amortigua y se aprecia mejor el grueso de la gente que espera al lado de los trenes azules y amarillos. El relato comienza. Desde ese momento la pieza para el informativo de La 1, el de las 3 de la tarde, estará en marcha.
De regreso al hotel, las imágenes se agolparán, pero no sólo las que se editan, sino también las vividas, las interiores y las de fuera: “Normalmente, cuando estás trabajando no puedes meterte en lo que está pensando otra persona. No te estás metiendo en la piel de los demás cuando piensas en el diafragma, en la temperatura de color, en los planos”, dice Miguel de la Fuente, orensano y con más de 33 años cubriendo noticias y guerras.
“Pero, de repente, cuando llegué al hotel y en el ordenador vi a ese niño de Medyca… Yo creo que esa escena me impactó más que si la hubiera grabado yo mismo”.
El niño de Medyca es una de esas imágenes que se ha quedado en su retina. “Y eso que he visto tantas… Pero, además, dos semanas después grabé a otro chico en Iviv, un poco más mayor, pero curiosamente con el mismo anorak llorando y corriendo delante de su padre”.
Es cierto que las imágenes nos inundan, pero a Miguel no le preocupan, tampoco la guerra contada por TikTok o por los móviles. Cree entonces que es más necesaria la labor del periodista acreditado para constatar lo que es cierto, entre lo que no lo es tanto, como cuando se cuelan imágenes que no pertenecen a este u otro acontecimiento.
La imágenes atraviesan el espacio y el tiempo, a una velocidad vertiginosa, pero sólo algunas perduran como la de ese niño deambulando que el reportero ha ido arrastrando en su mente de una guerra a otra, o incluso en la misma cuando ha ido dos veces, como ha ocurrido en Ucrania, donde tal vez tenga que volver una tercera presagiando una guerra muy, muy larga.
Además, Miguel de La Fuente, arrastra hacia sus viajes una vieja Samsonite de color gris, de las duras y también eternas. Al abrirla, saltan objetos que parecen haberse quedados atrapados en ella para siempre: Un pequeño saco de dormir, un gorro para el frío ucraniano, unos Warmers Chaufferettes, una linterna, una caja de amoxicilina, otras de Fortasec, una cuerda, un paraguas y lo que parece una pequeña nariz roja de payaso.
¿Y esto?
“Sí, lo es. Óscar y yo nos ponemos la nariz cuando salimos de un conflicto o terminamos un rodaje peligroso. Es un poco reírse de la muerte. Reírse de aquello que te tendría que hacer llorar. Como escape de un mal trago que deja huella y que no se podía pasar de otra manera; es pasar del bache de la mejor manera posible… Sobrevivir”.
(Desde aquí este reto: Llevar la nariz de payaso en la entrega de los premios del Club Internacional de Prensa).
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