Mujeres que escriben (o no) sobre maternidad sin resultar menos creíbles 

La soprano Maria Callas.

La escritura se ‘encarna’ hablando de nuestras tripas gestantes y evocando ese vínculo irreductible de la maternidad. ¿Habría que dejar de hablar de ella para mantener otras conversaciones sobre asuntos de interés general? ¿Somos menos creíbles como madres?

“La imaginación es hija de la carne”, dijo Virginia Woolf. Y yo no concibo nada más encarnado que un hijo, una hija. Me refiero a la carne de esos momentos iniciáticos –útero, parto–, necesariamente ligados al Eros, y también al vínculo irreductible que se extiende durante toda la vida, en largo y ancho. Tanto desde el punto de vista materno como el de hijas, o hijos.

Se me ocurre comenzar este artículo con Woolf –la “cabra” de Bloomsbury–, no solamente por abonar ese territorio superpoblado de la cita de nuestra voz fundacional, sino también porque la menciona Elvira Lindo en su reciente columna No solo traemos hijos al mundo. Concretamente, la escritora española se pregunta: “¿Si no somos ya prisioneras de aquella forzosa cárcel de la domesticidad, a qué viene esta insistencia en la crianza?”

Entonces, se apoya en Ginia, quien pudo derrotar al “ángel del hogar” para dedicarse a escribir acerca de la ficción masculina de la guerra, la literatura o la necesaria emancipación económica de las mujeres. En fin, cosas que “pudieran intervenir en su devenir social y político”, en palabras de Lindo, y sobre aquello que sería esperable de las mujeres “menos interesadas en sí mismas y más interesadas en otras mujeres”.

La carne no es literal

Releo la columna y vuelvo a la “cabrita” (como llamaban su madre y sus hermanos a Virginia Woolf por sus gracias y desplantes): sinceramente, no creo que narrar la carne sea pura biología ni fisiología. Al contrario, puede haber brillantes ejercicios analíticos, filosóficos o histórico-antropológicos en nuestros ensayos y artículos sobre el deseo, las “contracciones, dilatación, barrigas desinfladas, pechos doloridos por la subida de leche, hemorroides, bajada hormonal”, según la enumeración de Lindo.

Suena algo pedestre la lista, así dicha, y, sin embargo, insisto: la carne nunca es literal. Ni la de quienes somos madres ni la de quienes han optado por no serlo. No es literal la carne de las compañeras trans con su largo calvario de incomprensiones, ni la de las madres que quieren escribir sobre su propia teta, como tampoco la de las madres que prefieren escribir sobre la industria armamentística o sobre la teta en el parque de una película de Woody Allen o acerca de El pecho de Philip Roth, autor británico que hizo humor convirtiéndose en teta que habla en primera persona.

Ojalá pudiéramos ensimismarnos las madres (“desatendiendo el mundo exterior”, como lo define la RAE), aunque sea el ratito de dar la teta. Pero no, no lo hacemos: no tenemos ese privilegio las madres contemporáneas (ni las que hoy tienen hijos bebés, ni las que los tuvimos hace 15, 20 o 30 años). Tampoco creo que evitar escribir sobre estrías nos vaya a salvar de que nuestras opiniones sean devaluadas por nuestra condición de mujeres. Nuestros pareceres siguen siento, demasiado a menudo, menospreciados, desatendidos, interrumpidos y ninguneados, simplemente porque los pronunciamos nosotras.

Entre paréntesis: en Experiencia, el respetable Martin Amis hace narrativa de sus concavidades bucales (y de sus sensaciones como desdentado), durante sus épocas de interminables tratamientos odontológicos. ¿Por qué esa carne sí es literaria?

Nada es una sola cosa

“Nada es una sola cosa”. Lo dijo también Woolf, y a mí me sirve para expresar que no es incompatible hablar o escribir ensayos contra las guerras o la inflación, ni manifestarse por la muerte de migrantes, o pensar filosofía, con ser madre y leer, escribir o hablar sobre esa íntima e intensa experiencia vital. Incluidas sus contradicciones.

En efecto, Woolf no tuvo hijos y había visto a su adorada madre enclaustrarse a cuidar a la prole (de ahí lo de “matar al ángel del hogar”). Virginia había sufrido abuso sexual en su adolescencia por parte de su hermanastro mayor y había sido testigo de cómo sus hermanas sacrificaban sus propias vidas para quedarse en casa, a cuidar del padre, una vez viudo. Virginia ejerció de tía, porque Nessa –su hermana Vanessa, la pintora– tuvo hijos y se visitaban a menudo. Virginia admiraba a su hermana y hablaba de niños y maternidades, aunque no lo hiciera como madre.

Por lo demás, me pregunto, ¿quién sabe si la lúcida mirada antibelicista de Woolf no fue posible gracias a su vínculo con su propia carne y la carne de su madre o de hermana, artista plástica y madre?

Mirarse hondo vs. el narcisismo

Acerca del ensimismamiento que puede transmitir la escritura de las mujeres que se ocupan de su carne (o la fisiología), no creo que este tenga nada que ver con el narcisismo, un término del que solemos echar mano para explicar todo aquello con lo que no estamos de acuerdo. No es narcisismo la autoindagación (o el análisis), porque si nos negáramos a ver en lo profundo de nosotras tampoco podríamos acercarnos a lo verdadero del otro, la otra.

Por el contrario, vivir exclusivamente en el comentario de las noticias, en el afuera (en el espectáculo político que parece arder, en el doloroso rearme o las amenazas del clima) puede alejarnos de nosotras y del otro, y acercarnos peligrosamente a nuestras imágenes desconectadas, pero reflejadas en la superficie del estanque virtual que embelesaría a Narciso (id a Twitter y veréis la de zascas narcisistas). Quizá sean esos los espejos que mejor definen el narcisismo de la época.

Claro que podemos disentir en cómo se vive la maternidad en cada momento histórico, y discutir algunos reproches al viento (como el banal “nadie nos avisó”), lo que no significa que estas madres jóvenes deban dejar de relatar lo que les nace de las tripas acerca de su experiencia en primerísima persona. Bienvenidas sean las polémicas sobre las ambivalencias de la maternidad, sobre cómo cambias la mirada cuando eres solo hija o también madre, o tía, o hermana.

Una Coda: María Callas y Lou Andreas-Salomé

Hace unos años, escribí una piecita en tres partes, preguntándome (preguntándoos) si había una sola manera de ser madre feminista (o si ser feminista impedía lo de explicitarse como madre).  Y os decía que cuando la misión social ineludible de la mujer es quedarse en el hogar (la “jaula” de la infancia de Virginia y Vanessa, por ejemplo), la rebelión consiste en salir a la calle y disputar los espacios masculinizados. Verdad de Perogrullo, sí, pero cuando el mandato familiar pasa por imponer a la niña el papel de estrella del bel canto a costa de sacrificar cualquier otro aspecto de la vida, el deseo rebelde puede que sea la maternidad puertas adentro, dar la teta y preparar la comida a un marido. Algo así contaba María Callas.

Por eso, tampoco en territorios feministas resultaría baladí considerar las complejidades de cada biografía humana, que incluyen –cómo no– lo cultural dominante y heredado (los modelos de mujer transmitidos en cada época). A María Callas su madre la empujó a entrenarse para ser una cantante de ópera, una mujer glamourosa y famosa. Por su parte, ella confesaba que siempre había deseado tener una familia, con hijos y un marido, y cocinarles (su hobby era recortar recetas de cocina y pegarlas en un cuadernito de no-ama de casa). Aceptaba, eso sí, el destino de estrella, siempre al borde de la depresión más profunda de la incompletud, y así lo expresaba cada vez que podía.

En las antípodas, la escritora Lou Andreas-Salomé despreció la maternidad y rehuyó de la vida familiar para poder pensar. Quería hacer filosofía, era el siglo XIX y sabía que una mujer que se casaba empezaba a tener hijos (a lavar ropa ajena) y dejaba de poder otra cosa que no fuera atender el hogar. Lou Salomé hizo rabiar a varios pretendientes, sobre todo a Friedrich Nietzsche, que la quería de esposa, le prometía que le permitiría escribir y pensar juntos, pero Lou temía que el contrato matrimonial la condenara. Los amantes filósofos debatían sobre si era lo apolíneo o lo dionisíaco lo que conducía a la sabiduría, una discusión que terminarían resolviendo por separado: Nietzsche, destilando dolor y despecho, y Salomé, dándole un poco de razón a destiempo, ya en brazos del joven poeta Rainer María Rilke. Parece cierto que solo atravesadas por Eros (o la carne) pensamos mejor. Las tareas del hogar son otra cosa.

En aquel artículo, finalmente, me preguntaba acerca de los feminismos, si no sería misión necesaria la de bregar por una conciencia crítica, individual y colectiva, sin mandatos ni acusaciones. Porque estimular la elaboración de discursos nuevos, atrevidos, que pongan en cuestión todo lo indiscutible no quiere decir que debamos contar con un manual único que prescriba temas ni con un tratado abolicionista del relato de lo maternal, la carga hormonal y el afán de cuidar. Instinto y estigma social están entrelazados en algún lugar muy profundo de nuestras biografías y las de nuestros ancestros femeninos.

Por fin, creo que no hay una sola manera de ser escritora madre feminista, ni escritora feminista no-madre. Toda identidad es una trampa, pero todos los discursos críticos y las voces de esta época en ebullición son necesarias, siempre que no acaben en dogma de fe.

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