Las esposas de soldados de guerra recibimos un trato especial
‘El viaje de las heroínas’, nuestra serie de Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado, nos traslada hoy a un extraño y largo viaje en busca de un marido.
POR ÁNGELA LÓPEZ
El cielo compacto se siente cerca de la superficie y es un techo de hormigón por el que nunca podría atravesar la luz. Los setos sólidos y perfectamente cortados son mojados por la lluvia. A este lado del arbusto, sobresalen unas varas de bambú que sirven de soporte para las plantas de la huerta. Las hileras se arraigan en la tierra removida. Algunas hojas parecen malogradas, como si se hubieran ensañado con ellas. Los arbustos se estremecen con un movimiento rápido. Sagaz. Huele a barro y al confort de la hierba. En un intento de luz, las macetas de flores se reparten sobre las losas de cemento que rodean el césped. Hay trozos de cerámica tirados por el suelo, raíces arrancadas, restos de la fuerza del viento. Los árboles, inclinados y resistentes.
Me incorporo de la cama y observo por última vez esta vista cotidiana y estática. La ventana me aísla del ruido exterior. Oigo los susurros de mis padres en la cocina. Esas voces que transforman un acontecimiento grave en algo leve, cotidiano. Sin estridencias. El sonido controlado de los cubiertos contra el plato, el olor a café. La rutina feroz. Después, siento los pasos lentos de mi padre sobre la moqueta. Su figura esbelta. Su traje. Los zapatos. Adiós, cariño. Me dice tras la puerta, como si se despidiera un día cualquiera antes de irse al trabajo.
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Soy una GI BRIDE. Huyo de una ciudad estancada, de un país rodeado por una frontera líquida infranqueable. Mis hermanas y mi madre vienen a despedirme al muelle de Larne. Piensan que nunca más me volverán a ver. Pero lo comprenden. ¿Qué más se puede pedir? Ellas se quedan, con sus gabardinas y sus paraguas. Con su mundo amable. Con los paisajes civilizados. Me adentro en el océano y las grúas de los astilleros se alejan. El olor a turba, las noches largas. El aire frío.
Las esposas de soldados de guerra recibimos un trato especial. Atravesamos el Océano en un transatlántico organizado para nosotras. Comemos pancakes y barras de chocolate. Todas tenemos una historia romántica, una boda rápida, una luna de miel corta y una esperanza de reencuentro con maridos a los que apenas conocemos. El barco avanza y penetra la neblina del horizonte. Desde la proa atisbamos el espejismo.
Después de catorce días de viaje, en el puerto de Nueva York me espera una mujer. ¿Eres Ethna? Me explica que su hijo le había enseñado una foto mía y que le había encargado ir a buscarme. Maquillada e inmóvil, sostengo la maleta. Sonrío incrédula. En un hotel mugriento, la mujer me cuenta que John ha decidido irse a California con su novia de toda la vida. Su “Childhood sweet-heart”, dice con despreocupación, como si fuera algo lógico. Si no quieres volver a casa, te puedes venir a Louisiana durante un tiempo, me dice con una frialdad desconocida para mí, como si todo lo que había hecho para llegar hasta allí no importara nada.
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Mamá, los padres de John son maravillosos.
Trabajo en un complejo de cabañas turísticas a orillas de un pantano, cerca de Baton Rouge, un lugar asfixiante y húmedo, lleno de mosquitos y de gente básica y ruda. El sueldo es pequeño, pero el trabajo incluye alojamiento y comida. Me encargo de servir las mesas en el restaurante y de limpiar la cocina antes de cerrar. Huele a madera vieja y a insecticida. Hay una camarera joven con la cara cuarteada que insulta a los clientes que no dejan propina.
Mi nuevo paisaje es el bayou. Árboles altísimos. Seres huecos y prehistóricos, cubiertos de musgo, que surgen del pantano y que observan entre la bruma pesada. Las aguas estancadas y turbias que atraviesan lentos los caimanes. Casas de madera abandonadas entre los troncos. Oigo historias de huidas, de misterios escondidos en el fondo. Durante la noche, desde la soledad de mi cabaña, siento el chapoteo de las barcas.
Es difícil encontrar té.
Mamá. Estoy feliz. La gente es encantadora. Doy paseos alrededor del lago. El agua es transparente, como la de nuestro río. Me reconforta el olor a hierba. Os encantarían los jardines, los setos perfectos y sólidos, mojados por la lluvia fina.
He conocido a Charlie. Es espontáneo y se ríe muy alto. Me atrae la solidez de su físico. Yo, todavía ingenua, tengo la ilusión de cumplir mi sueño, de formar parte del progreso, de fumar cigarrillos y beber un cocktail en el jardín. Nos casamos. Vivimos en Nueva Orleans, en una calle frondosa, llena de mirtos y flanqueada por robles. Al poco tiempo tenemos a Sheila. Mamá, Sheila es preciosa.
Charlie es cocinero en una leprosería en las afueras de la ciudad, una antigua casa de plantación convertida en sanatorio. Tenemos poca vida social. El trabajo ahuyenta a las posibles amistades, aunque él no tiene contacto directo con los pacientes. Descubro que en realidad mi nuevo marido es taciturno y de mal carácter. Algunos fines de semana sale a pescar con un amigo. Paso los días en el porche con Sheila. Todavía me desconcierta el calor, las lluvias abundantes. Me siento permanente pegajosa por la humedad. El vapor me aturde.
Mamá, he aprendido a conducir. Hago algunas excursiones con Sheila. Me encantaría que vinierais a visitarnos. Sheila ya tiene dos años. Está enorme. Estoy contenta porque hago algún trabajo esporádico de secretaria para una petrolera americana.
El trabajo es mi secreto. Cuando lo necesito, me ayuda una vecina con Sheila. Durante unas horas formo parte de un enjambre de actividad, de máquinas de escribir, de cafés, de conversaciones rápidas. Me pagan bien. Se enciende un sentimiento conocido de huida.
En la oficina he visto un anuncio de un puesto de secretaria a tiempo completo en Seattle. No sé nada de esa ciudad, sólo que está en el otro extremo del país. Durante unas semanas me dedico a los preparativos para mi viaje. Me desprendo de los porches, del olor a madera húmeda, de la luz intensa de Nueva Orleans. Cuando Charlie vuelva del fin de semana de pesca y abra la puerta con la mano dura y curtida, con la camisa sudorosa, se encontrará la casa vacía.
Mamá, he alquilado un pequeño apartamento cerca del parque. Se ven las montañas desde mi ventana. Llevaré a Sheila al monte Rainier. La luz es tenue y huele a hierba. A veces el viento es feroz. Llueve todos los días. Una lluvia fina.
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