El ‘cholo’ y la panda de capullos

Foto: Pixabay.

Los acosos e inseguridades que rodean a los migrantes. Nuevo relato de la serie ‘El viaje de las heroínas’ para este agosto, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado

POR MARGA CANCELA NEGREIRA 

Escribe su nombre, Edwin, con caligrafía gótica. No levanta los ojos por miedo a que la profesora le pregunte. Hace dos semanas que ha llegado a España.

¡Qué letra más chula! ¿Puedes escribir mi nombre aquí, Edwin?

La niña se llama Flor María y es guapa. Tiene el pelo lacio. Vuelve a mirarla. Su melena larga y sedosa le recuerda la de su hermana pequeña antes de que la abuela le vendiera la trenza a un gringo. “Pelo virgen”, dijo el comprador. “Largo, fuerte y brilloso”. Con los soles que le dan, compra los pasajes a España para él y su hermano, y un gorro a la nieta que no deja de llorar.

Edwin se busca un sitio lejos de Flor María. No, él no ha venido de tan lejos para hacerse coleguilla de los peruanos.

Toca gimnasia y va de estreno. Chándal y deportivas. Estuche del Real Madrid. Unos euros para el bollo y el refresco del recreo. Si sus brothers lo vieran… Mientras que acá nadie ha reparado en sus zapatillas nuevas, la ropa de los españoles siempre será más cool que la suya, la piel fastidiosa de tan blanca. El lunes se pondrá los pantalones rotos, aunque nunca dejará de ser un cholo.

Repasa las caras de sus compañeros tratando de intuir con quién va a congeniar: a pesar de su ojo estrábico, el español de la primera fila tiene pinta de ser el líder, seguro que no se afeita para parecer mayor. Y seguro, también, que a las chicas les encanta, igual que el tatuaje de una libélula en el cogote. Por la camiseta que lleva, podrían jugar al fútbol juntos, pero es evidente que nunca llegarán a ser amigos. Tal vez, cuando lo vean regatear la pelota en el patio, se lo rifen. Entonces empezaría a existir.

Desde la fila de atrás le llega una palabra nueva: “Pringao”. La anota y se la guarda en el bolsillo, empieza a mordisquear el capuchón del bolígrafo.

La chica que está a su lado le aprieta el antebrazo: “Son una panda de capullos”. Lo dice bien alto. Él sigue sin entender y no puede dejar de mirarla.

Se llama Susana y a él le parece un nombre lleno de susurros y selva. Le gusta su valentía, los rizos. Los hoyuelos. Su forma de esconder las tetas con los brazos, ¿demasiado grandes o demasiado pequeñas?

La clase es un hervidero. Primavera y viernes, dos ingredientes inflamables. El chulito de la libélula le manda un beso a Susana. Ella se lo devuelve. Edwin mira por la ventana y empieza a leer las nubes, sueña con su pueblo, busca a los abuelos y a su perro. Imagina que, en aquel mismo instante, su hermanita esquilada también está mirando el cielo y viendo cómo un gigante se come una paloma.

Cuando sale de su letargo, ya no hay nubes. El polen y la euforia de mayo se desparraman por los pupitres. Dormitan los lápices en los estuches. Fuera no hay hojas, ni ramas, ni penachos de árboles, solo un páramo enorme y, mientras los demás inflan adjetivos y adverbios, a él se le caen las letras.

Calienta una pizza para él y su hermano y comen solos, como todos los días. La tele se ha quedado otra vez sin señal. Extiende el mapamundi que acaba de comprar en la papelería, lo fija con chinchetas a la pared y se sienta a contemplarlo, es la primera vez que ve el mundo desplegado. Clava una tachuela en su región natal. Países, cordilleras. Nombres impronunciables. Él, que siempre había pensado que su pueblo era el mundo. Dedica la tarde a buscar continentes, ríos y cordilleras que están estudiando. De pronto, pasa de la fascinación a sentirse inútil e invisible, como le ocurre en el instituto.

Su padre tiene que llamarlo varias veces, el sonido de su nombre le resulta extraño: Edwin. ¿Qué nombre es ese que nadie sabe deletrear? La madre sirve la cena y dispara las preguntas recurrentes de todas las noches: ¿Qué tal en el instituto? Edwin mira cómo flotan los fideos de la sopa que no ha probado y estruja el papel que lleva en el bolsillo: ¿Qué significa pringao? El pequeño dice que se aburre en los recreos. La madre retira los platos. Edwin la mira de soslayo, sabe que se siente culpable por haberlos arrastrado a España. También sabe que mañana le doblará la paga a él y a su hermano. Así de fácil.

Desde su cama alcanza a escuchar fragmentos de una conversación entre sus padres… disciplina…, levantarse así de la mesa…, todo para que ellos tengan una vida mejor que la…, demasiado blanda… Tú, demasiado frío. Nuestros hijos están tristes, el pequeño casi no habla. ¿Qué niño se aburre en el recreo, eh?

Edwin se tapa la cara con la sábana y se deja perder en el universo del recuerdo de Susana, sus dedos cargados de electricidad le acarician el antebrazo. Tan linda. Siente envidia del guaperas, del beso que le lanzó Susana. ¿Novios?

Según le gana el sueño, el manto verde y el murmullo de la Amazonía lo devuelven a la aldea. Shiringas que enloquecen de colibríes, los calveros de la selva descuartizada. Le parece reconocer el pelo de su hermana en la peluca de una vieja millonaria. Cuando intenta arrancársela, el espectro emprende el vuelo. Las risas de la abuela y los primos que le llegan de la cocina lo sacan del sueño, desea volver, pero no encuentra la puerta. ¡

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