Noto en la nuca los dedos fríos del miedo
Una mujer se desvanece en el templo. “Me interno en una maleza de sombras, de susurros que parecen venir de todas partes. ¿Por qué tienes las manos tan frías? ¿Por qué tienes los ojos tan grandes? ¿Por qué aprietas tanto los dientes?”. Entramos en la recta final de los relatos de ‘El viaje de las heroínas’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.
POR BEATRIZ VELAYOS
En este bosque de piedra no existe el silencio. Ni siquiera vacío, cuando ya no irrumpe ningún ruido del exterior, ni siquiera ahora hay silencio. Las columnas proyectan sombras sobre mi regazo, me acarician las muñecas con dedos intangibles. El viento silba en la cerradura antigua, y las gotas atruenan la claraboya del techo, que deja caer una hebra de luz sobre el altar.
Nunca tengo oportunidad de verlo así. Mi sitio está a un lado, atenta a la congregación, acercando patena y cáliz, anunciando el evangelio. Invisible. Tantos domingos, y hace años que no me sentaba frente a Él. Siento en mi palma el peso del hierro, y me pregunto quién será la nueva depositaria de esta responsabilidad de llegar la primera y salir la última. De tener a mi disposición los rincones secretos y las habitaciones cerradas. Sostengo la llave y la confianza de mi comunidad, y juego con ellas casi sin darme cuenta.
El banco se acomoda a las últimas horas de la tarde. Gime, y quiero gemir con él. Mi índice encuentra aquella grieta donde tantas veces se entretuvo. Tres años, domingo tras domingo, hundiendo la uña en la madera e intentando reconciliar lo que pasaba en el mundo con lo que me enseñaban aquí. Todo el edificio está plagado de fisuras que cuentan mi historia. Podría recorrerlo al tacto, desprovista de todos los sentidos seguiría orientándome en él. Es más mío que mi propio cuerpo.
Me recuerdo arrodillada de blanco en la primera fila, comprándole flores a la Virgen, limpiando las heridas de resina de San Sebastián. Tantas canciones que vivirán conmigo para siempre y un coro de voces suplicando perdón. El escalofrío después de cerrar la iglesia cada noche, rezar al emprender el regreso a casa, y quizá fuese mi prudencia o los buenos consejos –no te apartes del camino, no hables con extraños–, pero nunca me acechó nadie. Quizá ese fue el problema.
Recuerdo sobre todo mi primer campamento, la dentellada del frío durante las eucaristías, los niños encogidos y echándose el aliento en las manos. El pánico de que, con los dedos dormidos, se te cayese la hostia al suelo. Por primera vez tendré verano. No habrá acampadas, peregrinación ni retiro en ningún monasterio. Todas las vacaciones para mí, un período vacío de planes y largo como un desierto. Noto en la nuca los dedos fríos del miedo.
Y quizá sea esa zarpa la que todavía me tiene aquí sentada, esperando una respuesta, un milagro. Miro a la virgen, ese remedo de madre que nunca me ha besado los arañazos en las rodillas; le brillan los ojos y ella también me está mirando. Ojalá supiera qué decirme para hacer el camino más sencillo. Pero las estatuas no hablan, y los ojos le brillan porque son de cristal.
Me levanto por última vez y oigo crepitar la llama de una vela ante el sagrario; supuesta presencia de Dios. Mis dedos se alzan, movidos más por la costumbre que por la voluntad, y se detienen rozando mi frente. Recuerdo a aquel niño que era zurdo y no sabía santiguarse con la mano derecha. Dejo caer la mía. Bajo la tormenta, todos los colores se atenúan, excepto la sangre en el costado de madera. Le doy la espalda a esa herida que veneré tantos años. Me pregunto si alguien ha escuchado su voz, y qué me diría ahora. ¿Dónde vas, hija mía? ¿Dónde vas tú tan bonita? Pero ya lo decía mi madre, que no se habla con desconocidos, y en esa cruz ya no me queda nada familiar. Me interno en una maleza de sombras, de susurros que parecen venir de todas partes. ¿Por qué tienes las manos tan frías? ¿Por qué tienes los ojos tan grandes? ¿Por qué aprietas tanto los dientes?
Para comerte mejor.
Tropiezo, y la llave se me escurre entre los dedos. La busco al tacto en la alfombra roja, me mareo al incorporarme. Necesito sostenerme en un banco mientras el universo gira, pero no me detengo. Aprieto los dedos, se me clavan los dientes de la llave en la mano. Sigo adelante, apoyándome en los respaldos hasta que recupero el equilibrio y la respiración. Podría estirar los brazos y tocar las paredes. Tengo la sensación de que ellas también extienden manos espectrales para tocarme el pelo. Huele a incienso y desinfectante.
Cuando llego al final del templo, el aire entra por la cerradura frío, cortante. Necesario, porque el interior es repentinamente asfixiante. Debería darme la vuelta, quizá despedirme, quizá disculparme, pero simplemente cierro el portón con llave y sigo caminando hacia el bosque.
Si quieres apuntarte a algunos de los cursos que ofrece el Taller de Escritura de Clara Obligado, pincha aquí.
Comentarios
Por Rafael Fernández, el 25 agosto 2022
Me ha gustado muvho he llegado a sentir miedo. Muy bien