‘El cazador de recompensas’, un wéstern a la manera clásica, recién estrenado
En un gesto quizá inútil, pero deseado por quienes añoran un género cinematográfico casi desaparecido, el director estadounidense Walter Hill acaba de estrenar ‘El cazador de recompensas’, un entretenido wéstern de hechuras clásicas que compendia motivos, paisajes y personajes canónicos de este tipo de cine.
Ya no se hacen wésterns. Esta es una verdad contestable. Porque lo cierto es que, de modo casi invisible, van saliendo por docenas cada año del sistema cinematográfico estadounidense. Rara vez llegan a los cines y circulan por las rutas insondables de la red o de las cadenas de tiendas de deuvedé, bluray o de los canales que alimentan, a precios razonables, las plataformas televisivas. Un submundo merecidamente marginal. Paradójicamente, en un género de hombres (como atestigua el reciente mediometraje de Almodóvar, Extraña forma de vida), los últimos wésterns sobresalientes los han dirigido mujeres (Kelly Reichardt, Jane Campion). Eran wésterns, sí. Pero realmente, no. Exhibían algunos de sus signos externos (el paisaje, las vestimentas, la época), pero lo que uno contemplaba era cómo sus autoras experimentaban con esas formas externas, que zurcían a controversias (la masculinidad, la feminidad) derivadas del presente, como a su modo, pero en un gesto absolutamente canónico, hizo Fred Zinneman con Solo ante el peligro en el tiempo del macartismo.
De ese tiempo caduco del wéstern que lo es ha llegado a los cines El cazador de recompensas. Su director, Walter Hill, es uno de esos raros hombres que cada década ha venido estrenando un par de filmes del Oeste, algunos tan recomendables como Forajidos de leyenda y Gerónimo, o Deadwood, en el formato de serie, de la que dirigió su primer episodio, y Los protectores. Esta constancia crepuscular del viejo realizador de Hollywood de 81 años al que aún dejan dirigir, la reafirma en El cazador de recompensas.
A su modo, Hill ha elaborado una antología del género, de un cierto tipo de wéstern que se desvela en el nombre de la dedicatoria final de la película, el de Budd Boetticher, uno de sus grandes directores. Su reivindicación es la de un maestro casi desconocido, que rodó en los años 50 una serie de películas del Oeste de bajo presupuesto, duras y sobrias, vengativas, protagonizadas por Randolph Scott. Algunos rasgos del personaje solitario que compone Christoph Waltz, el protagonista del filme de Hill, lo emparenta con esos hombres impávidos, bienhumorados y éticos que tan bien interpretaba el Scott inexpresivo y rocoso de las obras de Boetticher.
Esa condición de antología de El cazador de recompensas responde a que Hill, a diferencia de Kelly Reichardt, no es un autor sino, como solía decirse en el pasado en tono nada peyorativo respecto a determinados realizadores, un artesano de la industria del cine, el transmisor de una tradición. Y a ella se pliega. A través de él llega el eco de temas, motivos, imágenes de una época, fundamentalmente las décadas 40 y 50, que configuraron uno de los universos cinematográficos más fascinantes del siglo XX. De modo que uno entra enseguida en el relato como en una casa familiar, como si escuchara una música conocida a la que no le importa volver una y otra vez porque recibe de ella un placer que no se agota.
La época de El cazador de recompensas casi alcanza el siglo XX, pero solo porque Hill establece un año, 1897, que parece corresponder a unos hechos aparentemente ocurridos entonces, en los que se basaría el filme, una precisión que anuncia en los títulos de crédito. Innecesariamente, porque de este tipo de películas no se espera el rigor de una reconstrucción histórica (entre la leyenda y la realidad, imprime la leyenda, según estableció John Ford), sino la constatación feliz de que su tiempo es el del propio wéstern.
El conspirador de la trama es un potentado cuya esposa, asegura, ha sido secuestrada por un hombre (un soldado negro desertor) y contrata a un cazarrecompensas para que rescate a la mujer y detenga al secuestrador. De inmediato, uno se da cuenta, antes de que lo intuya el cazador, de que el secuestro es una fabulación del hombre opulento, y la desaparición de la esposa y su acompañante una huida urdida por ambos. Pero allí van el cazador y su acompañante, un soldado también negro, en dirección a México, desde donde la pareja quiere alcanzar Cuba, para vivir, ilusoriamente, juntos. La película es el relato de la búsqueda, el hallazgo y las consecuencias de esta misión.
Sobre este cañamazo, Hill va filmando esos motivos canónicos del wéstern, tan reconocibles, en escenas breves y rotundas: el viaje, las partidas de póker, las amenazas, la venganza, el duelo conclusivo y esa clave de bóveda del wéstern que es la violencia. Cita Martin Amis en su último libro, Desde dentro, al psicólogo Steven Pinker, que escribió que Estados Unidos “nunca ha suscrito enteramente esta cláusula social del contrato social moderno”, que entrega al Estado nación el monopolio de la violencia. Y que la violencia es, casi exclusivamente, un coto vedado de los hombres. El wéstern vendría a ser la manifestación más acabada de esa falla: aún hoy adolescentes, jóvenes y hombres emprenden en Estados Unidos periódicamente cazas humanas con rifles al hombro, en una repetición sin fin de tantas masacres filmadas a lo largo de la historia del cine. Y sí, en El cazador de recompensas son los hombres quienes hacen los tratos y resuelven; pero la resolución de las mujeres, relegadas en ese panorama masculino, se encuentra a la altura de la de los hombres (usan las pistolas con decisión y certeramente), no sabe uno si como, de nuevo, concesión al presente; aunque aquí viene a poner luz la periodista Joan Didion en sus memorias De donde soy, describiendo a las mujeres de su familia de mediados del siglo XIX durante un viaje en dirección a Oregón: “Eran pragmáticas y fríamente radicales en sus instintos más profundos. Sabían disparar y manejar el ganado”.
Que uno esté contemplando una antología del wéstern le distancia ciertamente, por momentos, de él. Carece del fondo, la seriedad, la solemnidad, si se quiere, el aire trágico de El poder del perro, de Campion, de los grandes wésterns (de los que uno considera los grandes wésterns). En este sentido, no es ritual (como Pasión de los fuertes o Shane). Y evita explorar a fondo, desde el humor que sí contiene, la vertiente cínica de El día de los tramposos, quizá la única obra maestra del wéstern humorístico. Entretiene, desde luego (como la tarantiniana Los odiosos ocho). Pero hace añorar el tiempo áureo de ese cine que describía un mundo fronterizo en orden, dentro de su convulsión, justo, moralmente simple: un mito, o su reverso, la utopía.
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