¿Qué podemos ver de Picasso en el cine? También misterio
Salvo en el periodo que va de 1949 a 1955, Pablo Picasso rara vez accedió a mostrarse abiertamente ante una cámara de cine. Abundan los filmes sobre su obra, sobre su biografía, pero no tanto aquellos en los que él, personalmente, es protagonista. En el cincuentenario de su muerte, hacemos un breve recorrido por algunos de los documentales que trataron de desvelar el genio del gran artista del siglo XX.
A solas con Pablo Picasso, el cineasta francés Henri-George Clouzot logró traspasar la intimidad creadora del artista en 1955. El misterio Picasso es el momento culminante de la relación directa que Picasso mantuvo con el cine. Los directores a los que él dio aquiescencia solo obtuvieron fragmentos de una personalidad casi siempre muda, aparentemente cercana, pero, en realidad, distante. Tanteos a la busca de un misterio (el de la creación, antes que el de la persona) que quedaba formulado en la superficie, pero inexplicado en el fondo.
Picasso no fue, claro, un hombre de cine (aunque vivió el trance de dirigir una película). Cuando el cine acudió a él a mediados del siglo XX, al acecho de ese misterio, ya era el artista de ese siglo. Durante la década de los 50 y 60, la eclosión de un sistema visual de producción en masa lo convirtió en objeto de deseo. En la ficción hizo un único papel, como figurante, en El testamento de Orfeo, de su amigo Jean Cocteau. Y las ficciones que se hicieron sobre él (después de muerto) son caricaturas que sucumben a los clichés: Sobrevivir a Picasso (Anthony Hopkins), Genius: Picasso (Antonio Banderas), La banda Picasso (Ignacio Mateos). Todas ellas fóbicas del misterio. En los documentales que contaron con él, ejerció como figurante de sí mismo: en su obrador, en sus tratos artísticos, en poses meditadas o espontáneas en un ámbito público. Nada de confesión, de intimidad, en la que no contaba su cuerpo semidesnudo mostrado a la cámara como había hecho para determinados fotógrafos: otra composición suya exterior.
Al artista malagueño pudo vérsele disfrutando, en compañía de su amigo Apollinaire, de las películas de Charlot durante el periodo mudo y en sesiones de estreno o en proyecciones de cines parisinos en los años 30 y 40. De aquella década prebélica es uno de los raros y primeros testimonios filmados que lo captan en su privacidad, durante el verano de 1937 en la Costa Azul: la pequeña e indiscreta cámara de Man Ray juega con el creador español y amigos como Roland Penrose, Lee Miller, Dora Maar, Paul y Nusch Éluard. Disfrutan ociosos, sonrientes en unas imágenes que François Lévy-Kuentz rescató en 2020 en su documental Un verano en la Garoupe, que la Filmoteca Española proyectó en abril dentro del ciclo Misterio Picasso. Al pintor se le ve abstraído durante sus momentos de trabajo y jocoso cuando actúa en una secuencia como un amante sorprendido en la cama con una mujer. No tiene reparos en que Ray lo enfoque y le saque monerías, porque eran imágenes reservadas, entre amigos.
Quizá su primera aparición fílmica pública (y fugaz), aunque no cabe descartar noticieros o algún reportaje previo, se produjo en un documental de 1946, L’art retrouvé, según apunta Carlos Fernández Cuenca, fundador y primer director de la Filmoteca Española, en su imprescindible libro Picasso, en el cine también. Aún no parecía Picasso dispuesto a romper el círculo de su privacidad, como atestigua la respuesta que le dio al documentalista François Campaux, cuando este le propuso rodar con él. “¡Nunca hará usted de mí un mono!”. Pero, en realidad, esa resistencia ya se había quebrado. La pintora Françoise Gilot, que mantenía entonces con Picasso una relación, recuerda en Viviendo con Picasso que su compañero accedió en 1949 a participar en el documental La vida comienza mañana, de Nicole Védrès.
La película reúne varios testimonios de personalidades que, a escasos cuatro años del final de la Segunda Guerra Mundial, tratan de imaginar el futuro. Védrès reunió en el Museo de Antibes al autor español, que tenía entonces 68 años, y al escritor André Gide, de 80. “El rostro de Gide”, describe Gilot, “tenía la fijeza tensa de una máscara teatral china; la única animación procedía de los ojos, que tenían un brillo extraordinario”. Ambos hablan de pintura, de la falta de sentido pictórico de Gide, según Picasso, y de la falta de entendimiento de los valores intelectuales de Picasso, según Gide.
Otras secuencias muestran a Picasso con Gilot y al pintor en una alfarería. Los amantes no podían parar de reír mientras Védrès intentaba filmarles y estropeaban la toma. Y la alfarería se convirtió en un caos, porque unos 15 amigos se habían reunido para ver las tomas y hacían payasadas. “Todo el mundo se lo pasó en grande menos los técnicos”, evoca Gilot.
Ese mismo año de 1949, Paul Haesaerts, artista belga y director de cine, lo convenció para que creara ante él en un documental, Visita a Picasso. He aquí al pintor con boina, bufanda y chaquetón a cuadros dirigiéndose al taller, donde muestra algunas de sus esculturas (una cabra, una lechuza, una paloma) o dibuja directamente en un cristal ante la cámara.
Fueron esos los años intensos, hasta 1955, de “entusiasta adhesión a las solicitudes del cine”, afirma Carlos Fernández Cuenca. Años en los que recibió y posó, elaboró ante el lienzo imágenes con la pericia de su memoria, callado, siempre a distancia, como un ungido, él mismo una máscara en la que destellaba intensa su mirada insondable.
A finales de la década se produjeron los primeros acercamientos importantes a su obra, sin su presencia. Nueva York estaba mutando para convertirse en el centro del arte mundial. El Guernica, que ya se había exhibido en 1937 en un documental patrocinado por el gobierno republicano durante la Guerra Civil, colgaba en las paredes del Museo de Arte Moderno (MoMA) e iba adquiriendo la pátina de un icono.
El principal documentalista de entonces, Robert Flaherty, rodó en 1949 diez minutos de observación del cuadro, deteniéndose en los personajes de la tragedia. Dos años después, Alan Resnais y Robert Hessens volvían a este cuadro, al que superpusieron un texto de Paul Éluard poético y de denuncia del franquismo, y la voz de María Casares.
Entre medias, el propio Picasso se había embarcado en 1950 en su propia película, con la ayuda del cineasta Frédéric Rossif, un documental inconcluso e inédito en 16 milímetros producido por la Cinemateca Francesa. En él, pinta sobre los cuerpos de conocidos suyos, concibe escenas con pequeñas figuras (un Don Quijote, un Marat) y elabora máscaras y disfraces.
Esta dimensión lúdica, artesanal, de su oficio es uno de los motivos recurrentes en los documentales que le fueron dedicando. Robert Mariaud lo filmó en Tierra y llamas (1951) modelando, coloreando cerámica, dibujando sentado en la hierba de un jardín de la villa de Vallauris, en la Provenza, una de sus residencias entre 1947 y 1955.
En Picasso, Luciano Emmer seleccionó en imágenes la obra creada por el pintor desde la infancia hasta el momento en que lo filma en Vallauris. Allí, Picasso, desnudo, salvo por un pantalón corto y unas sandalias, dibuja ante la cámara de Emmer, en la pared blanca de una capilla, una alegoría de la guerra y la paz.
El artista permanece mudo, como habitualmente en los documentales. No se presta a dar explicaciones sino a modelar, a pintar. Es fácil concluir que fue él quien puso las condiciones del rodaje, quien decidió hacer de autor de sí mismo en las secuencias, quien resolvió exhibir su torso, sus piernas desnudas, manejar el pincel con aire despreocupado mientras ocultaba la otra mano en el bolsillo del pantalón o sostenía un cigarrillo.
A la vista de El misterio Picasso, estos acercamientos cinematográficos se asemejan a ensayos, a pruebas limitadas (por el propio Picasso). La película que estrenó Henri-George Clouzot en 1956 es una obra maestra del documental, en la que el misterio resulta, a pesar de todo, irresoluble. A los posibles exégetas del filme, Clouzot les puso sobre aviso: “No he pretendido explicar a Picasso sino mostrar cómo trabaja este pintor genial para extraer el jugo de la realidad. Una realidad que no tiene relación con lo real”.
La exhibición de ese trabajo oculta, salvo escasos momentos, al propio artista. Se suceden una serie de secuencias en las que el sonido del pincel va abriendo en la pantalla blanca los trazos de una pintura en gestación que evoluciona hasta su composición final. Bodegones, paisajes, personajes taurinos, viejos, mujeres jóvenes, animales…, una sucesión de motivos picassianos en formas y estilos diversos (geométricos, cubistas, realistas) van surgiendo de la nada envueltos en una música a veces contemporánea, de flamenco, otras. ¿Llega a verse, como anuncia Clouzot al principio del filme, “el mecanismo secreto que guía al creador en su arriesgada aventura”? Evidentemente, no. Pero concede el privilegio de observar la intimidad del acto de pintar, una especie de making of de ese proceso, a veces en su totalidad, a veces, la mayoría, resumido en pocos minutos. La ejecución de una cabeza de cabra que dura en la película cinco minutos es una síntesis de las cinco horas que le costó al artista terminarla.
En uno de los raros momentos en que Clouzot muestra a Picasso aplicando las pinceladas a la superficie blanca, le comunica que solo quedan 150 metros de película, unos cinco minutos.
“Perfecto”, contesta Picasso, sentado en un escaño, desnudo salvo por un pantalón corto negro. Pintará en color. “Es más divertido”, dice.
“¿Qué quieres hacer?”, le pregunta Clouzot.
“Cualquier cosa. Te daré una sorpresa”. Y lo que empieza siendo un pez, se convierte en un gallo y acaba mudando en sátiro cuando el celuloide se agota.
En El misterio Picasso, el artista, tan parco o silencioso en casi todos sus documentales, desliza, en el ambiente de confianza que crea Clouzot, algunas reflexiones sobre su creación: “Quiero mostrar la verdad en el fondo del pozo”, afirma. “Nunca me he ocupado del público”, comenta poco después.
Este testimonio único, que dice tanto sobre la fecunda facilidad del artista para inventar como sobre la exigente dificultad que sortea en cada momento para concluir lo que empieza, le dejó agotado y los médicos le recetaron descanso.
Ya no se prestaría tanto a nuevos requerimientos. Sí, los documentales se sucedieron. La mayoría de las veces sin su presencia. Sobre obras concretas, como Los tres músicos, en dos películas de dibujos animados, una polaca y otra inglesa; como sus dibujos sobre Don Quijote en Los caminos de Don Quijote, de Luciano G. Egido, o sus tauromaquias, que Javier Aguirre relacionó en 1963 en Toros tres con las goyescas y los toros de Guisando.
Otros filmes situaron al artista en el contexto de muestras como la Documenta II de Kassel de 1959 (Arte de nuestro tiempo, de Alfred Ehrhardt), y la Alemania artística de Encuentro con Alemania, de Karl Heinz Flack, o lo evocaron, ya muerto, en Picasso insólito, un recorrido por su obra a partir de una serie de cuadros del también pintor Manuel Blasco Alarcón, y en Especial Picasso, de Luis Revenga, estrenado el año en que el Guernica volvía a España, y amigos y admiradores trazaron una hagiografía picassiana.
Ni siquiera Nelly Kaplan, que rodó en 1967 el último de los grandes documentales sobre la producción de Picasso a partir de la gran retrospectiva parisina que le dedicaron en el Grand y Petit Palais, le sacará una palabra o una imagen paseando por aquella inolvidable exposición. Y salvo alguna concesión breve, circunstancial, como en el documental El pintor y su modelo, donde sonríe y saluda a sus admiradores, el artista se volvió, para las cámaras, para el cine, invisible.
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