Sé que terminará queriéndome
“Y esas noches le daba propina, mera calderilla, y un azotito en el culo. Al ver todo eso, Lino hervía de rabia”… Una historia de adolescentes de final incierto. Tercera entrega de los relatos de agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. “Lino perdió la cuenta de las cartas de amor que le había escrito, pero que nunca se atrevió a darle”.
Por MARGA CANCELA
Mientras los hombres bebían, ganaban y perdían guerras y partidos de fútbol, Lino disfrutaba observando cómo Marta llenaba copas. Desde su rincón favorito al fondo de la barra, seguía la rapidez y la inteligencia de sus dedos, los ojos grises llenos de preguntas. Le gustaba la seguridad adulta de aquella chica de 15 años. Solo dos menos que él y ya sometida, noche tras noche, al escrutinio de la barra.
Desde niño se sentía atraído por la agudeza de sus bromas, su risa, las constelaciones de pecas de su cara. Pero lo que más admiraba era la buena relación que tenía con las palabras. Su genio. Y la capacidad para distinguir los pájaros por los trinos y las cagadas. Silbaba de mil formas, se mordía las uñas. Y sí, ya entonces la imaginaba con el velo blanco.
Lino perdió la cuenta de las cartas de amor que le había escrito, pero que nunca se atrevió a darle. Cuántas horas mejorando la caligrafía para impresionarla.
Clavados en su olfato y en los huesos, estaban los abrazos infantiles de Marta. Pero la infancia pasó, él tuvo que esperar. Por fin habían llegado las sonrisas. Ya no era invisible para ella. Algunos días, incluso, le daba por soñar con mundos perfectos donde los niños no tuvieran que trabajar. Y ella le preguntaba: “¿Solo eso, Lino?”.
Y él volvía a casa con Marta en la cabeza. Desquiciado, culminaba sus deseos en el sueño.
Ser muy guapa no es ninguna ventaja si trabajas en una taberna, le había oído Lino a unas viejas. Cuántas noches, mientras los ojos y los improperios de algún achispado bramaban de deseo, ella se encogía de miedo. El mismo alcohol que amansaba a unos, a otros los embravecía. De vez en cuando, los asiduos salían en su defensa.
–Sois unos cabrones pervertidos. ¿Por qué no os la cascáis, eh?
Y el baboso de su jefe:
–¿Estás enferma, Martita? Recuerda que los clientes no quieren ver caras largas. Huyen de sus casas por eso. ¡Ven que te dé un beso, pequeña!
Desde los 14 años Marta soportó esa delicada brutalidad, sin vacaciones y cobrando una miseria que a su madre enferma y a ella apenas les llegaba para comer. Pudo ahorrar solo lo que les sisaba a los borrachines. Y, aparte de aguantar al jefe, sufrió las miradas de las viejas.
A punto de cumplir los 15, cuando sus pechos alcanzaron la altura de la barra, una nueva furia irrumpió en la mirada y en las manos de los borrachos. Manos insolentes que ella sacudía con una espátula como si matara moscas, pero solo cuando el jefe no estaba. Dejó de llevar camisetas ceñidas y faldas cortas y sepultó los pechos, la cintura y las caderas bajo amplios blusones. Fingía estar alegre. “Eso es bueno para el negocio, cielo”. Y esas noches le daba propina, mera calderilla, y un azotito en el culo. Al ver todo eso, Lino hervía de rabia. Ojalá pudiera emprenderla a hostias con aquella panda de salidos. Le rogaba a Marta que se lo contara todo a su madre, o mejor a su tío, el que había sido boxeador en Marsella.
Cuando Lino la descubrió mirándolo fijamente a los ojos, a él empezaron a temblarle las palabras y, con un movimiento de cabeza, tapó su emoción. Y ella, al retirarle el flequillo: “Si yo tuviera unos ojos como los tuyos nunca me los escondería”. Entonces algo en el cuerpo de Lino se agitó.
Durante varias noches él se imagina lo peor. En sus sueños, una visión lo tortura: detrás de la barra los pechos descubiertos de Marta se bambolean histéricos. Ella llora. “¡Guapa!, ¡reina!”. Otros la llaman con silbidos. El tabernero la fustiga. Chillidos, restallar de correas. Olor a rebaño, sangre. Los clientes son una jauría de lobos.
Otras noches, para ahuyentar esas congojas, inventa porvenires. Es verano, Marta y él. Los dedos se hablan, se quieren. Viajan. Valles, montañas, caballos con alas. Árboles singulares. El mar. Nubes rodillo en el este, pilares de luz en el oeste. De frente los escarlatas de los celajes deshilachados les hacen levitar. Ella le besa los párpados. Él la acuna. Los dos iridiscentes como hojas después de un chaparrón. Una hoguera engulle la taberna. Entonces ya puede dormirse.
Una noche don Leonardo José, el cacique, apareció en el bar y, entre copa y copa, estuvo observando a la chica. “Un caudillo de pueblo con aspiraciones de marqués”, lo definía su padre. La raya desde la frente a la nuca, un litro de gomina, billetero abultado. Parecía mentira que, siendo ella tan lista, no se diera cuenta de cómo la miraba el cacique.
Pero ahí Lino se equivocaba. Don Leonardo José, insistía ella, no era de los que gruñían guarradas. Pero sí, Marta no soportaba su compasión. Y menos la de Lino.
Un día don Leonardo José se acercó a él.
–Eres un buen tipo, chaval. Díselo de una vez a Marta, ¿eh?
–¿Qué? No le entiendo. ¿Decirle qué?
Y Lino pensó en las visiones que durante noches lo habían torturado. Pero era imposible que don Leonardo José supiera lo de sus miedos.
–Pues dile a la chica que te gusta, joder. Díselo antes de que algún espabilado te la birle.
Unos días después de esta conversación, cuando Marta salió del bar, Lino, más preocupado por ella que de costumbre, decidió seguirla. Le gustaba fantasear con ser su ángel de la guarda. Sus ojos y sus oídos, alerta; una navaja en el bolsillo.
Muy cerca ya de la casa, vio una sombra a punto de alcanzarla. Buscó una piedra, se la lanzó con todas sus fuerzas y la mole se desmoronó. Cuando Marta, ajena a todo, abrió la puerta, Lino pudo ver que la sombra era el mismísimo cacique. Todo muerto. Tuvo que luchar contra las náuseas, el espanto. El cadáver llevaba dos fajos de billetes grandes sujetos con tirillas blancas y un folio escrito a mano. La curiosidad de Lino pudo más que el miedo. Le extrajo el papel y echó a correr hacia su casa con el crimen persiguiéndolo.
¡Muerto, muerto! El peso de la culpa y del pavor lo desplomó justo antes de abrir el portón. Al despertarse estaba en la cama. La fiebre altísima, envuelto en paños húmedos. En sus delirios había estado gritando: “¡Muerto, muerto!”, le dijo su madre al día siguiente.
¿Cómo aquella pedrada pudo matar a un hombretón? Seguro que la Guardia Civil ya estaría buscándolo. O, peor aún, la recua de esbirros del preboste vendría a lincharlo. Allí, en su casa, con sus padres rotos de pena. Y él moriría en la cárcel. Marta nunca sería su novia, ya no tendría ocasión de decirle que la amaba.
Se asomó a la ventana. La rutina jamás le había parecido tan mágica. Y más tranquilizadora todavía la sonrisa de su madre. La estrechó con tanta fuerza que tuvo que ser ella la que aflojara el abrazo.
–¿Oyes esa ambulancia? ¿Es que ha muerto alguien, mamá?
–No, que sepamos. Debe de traer del hospital a don Leonardo. Parece ser que anoche cayó y casi se rompe la crisma.
–¿Casi? ¿Se cayó, dices?
Buscó la nota en el bolsillo del vaquero, ya en remojo. La tinta se había corrido y le costó entender. El cacique no era ningún acosador. Con el dinero no pretendía otra cosa que salvar a Martita de las humillaciones del bar. Sería suficiente para que pudiera estudiar una carrera, le brindaba. ¿Que por qué aquel regalo? Era lo menos que un padre podía hacer por su hija.
Comentarios
Por Angela Navarro Fernández, el 08 agosto 2023
Vaya relato más estupendo, compañera Marga. Lleno de matices y estética con un giro en la trama y final inesperado. Me ha encantado.