Una casa para toda la vida

Foto: Pixabay

Durante la cena, su marido había comentado que irían a ‘un sitio’. ¿Qué es eso de ‘un sitio’? –le preguntó–. Tendré que saber adónde vamos para vestirme”. Y optó por un Chanel. Relato número 10 de la serie que los escritores del Taller de Clara Obligado  han creado este verano para ‘El Asombrario’.

POR BLANCA FERNÁNDEZ

Antes de salir, Fabiola sonrió al verse en el espejo del portal. Se sentía elegante en el Chanel rosa con ribetes negros, manga francesa de gasa y el pelo rizado. Era una mañana de agosto y las aceras desprendían calor. Buscando la sombra, caminó hasta el coche.

­–Vas a conseguir que lleguemos tarde –dijo su marido al verla.

–No sabía que fuésemos con hora.

–No, pero nunca se sabe.

Fabiola se acomodó en el asiento y observó las persianas bajadas del bloque de enfrente; también ellos debían haberse ido unos días a la playa.

Gabriel arrancó y enfiló la carretera. En pocos minutos dejaron atrás el barrio, los pisos, las antenas que horadaban el cielo.

“Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así…”. Sonaba la misma música que la noche anterior y Gabriel canturreaba beatífico.

–De verdad, Gabriel, ¡mira que estás pesadito! ¿Tienes una amante? ¿Necesitas que te perdone? Porque si es eso, te perdono y listo. A estas alturas no voy a pedirte el divorcio.

Gabriel se arrimó al arcén y dio un frenazo.

–¿Qué dices, Fabiola? Sabes que eres la única. Quiero que siempre –y recalcó la palabra– estemos juntos. En cuanto lleguemos, entenderás lo profundo que es mi amor.

Durante la cena, su marido había comentado que irían a “un sitio”.

–¿Qué es eso de un sitio? –le preguntó–. Tendré que saber adónde vamos para vestirme.

Pero solo obtuvo por respuesta un beso ligero. Después, Gabriel rebuscó entre los discos, puso el bolero de Los Panchos y antes de que ella se diera cuenta ya la había cogido por la cintura.

Fabiola se acomodó la falda y se aflojó el cinturón de seguridad, no quería que se arrugase su Chanel. Emprendieron la marcha y pasaron por delante del edificio de los curas dominicos. A partir de ahí, todo era campo, prados de misteriosa hierba oscura que relucía en la canícula y antiguas bodegas subterráneas que ya nadie utilizaba. Apenas había tráfico. Iban por una vía de doble sentido, aunque la línea divisoria era un borrón. De vez en cuando, algunos olmos pegados a la cuneta dibujaban sombras en el asfalto, que estaba cuarteado por el calor y los años.

–¿No vas a decirme adónde vamos?

–¡Sorpresa, sorpresa! Es un lugar fantástico, muy tranquilo, no te digo más, confía en mí. Buenas vistas, flores, de lujo… –Gabriel le guiño un ojo, pulsó el botón del cd y comenzó de nuevo la canción.

Fabiola suspiró e intentó imaginar qué tenía su marido en la cabeza. Se había puesto corbata y gemelos. En el desayuno, cuando dijo que iba a vestirse, se sintió aliviada. El sol rebotaba contra la cafetera y, mientras bebía su café, se quitó las horquillas y ahuecó los rizos. Fregó las tazas y dedicó casi una oración al perejil mustio que tenía en la ventana, todo con tal de que los minutos pasasen. Por fin apareció Gabriel. Fabiola lo tuvo claro, tocaba el vestido Chanel. Fue al dormitorio, lo sacó del armario y con mimo retiró el protector de plástico. Después se perfumó y, cuando en la piel solo quedaba la fragancia, se lo puso.

La carretera había dejado de ser recta. Ahora, cada cierto tiempo, aparecía una señal y Gabriel frenaba y tomaba la curva con precaución. Ella se agarraba a la manija y también frenaba en un pedal imaginario. Paralela a un riachuelo oculto por la maleza, la pendiente descendía y el coche entraba por segundos en un lugar umbrío, ominoso y salía al poco al sol abrasador. Fabiola miró el perfil de su marido y le acarició la calva. Por la noche, habían bailado tan pegados, la llevaba a un lugar fantástico, había dicho… La idea de un chalecito inundó la cabeza de Fabiola, abandonar el olor a fritanga de los patios. Con los chicos ya independientes podían permitírselo, tener su rosaleda, quizás un huerto con tomates.

–¿Has pensado también en los chicos?

–Claro, mujer, creo que les encantará. Vendrán a visitarnos, seguro, además no está lejos.

Habían alcanzado una planicie. A Fabiola le pareció que el sol de agosto arrancaba diamantes al asfalto, pequeños puntos que brillaban en el alquitrán alcanzados por la luz y, mientras, hacía sus cábalas, la vista perdida más allá del cristal, se imaginaba de rodillas, con sombrerito de paja y guantes y un delantal cuajado de flores. A veces observaba a su marido, que conducía relajado, un brazo sobre la ventanilla abierta a pesar de las protestas de Fabiola que notaba cómo el aire le descolocaba un poco el pelo. No muy lejos, relinchó un caballo y ella se sorprendió por la soledad del animal, incluso giró la cabeza para no perderle de vista mientras se alejaban. Minutos después, el coche ascendió una loma y en la cima aparecieron las paredes blancas, la verja de hierro.

–¿Adónde me traes, Gabriel? Da media vuelta ahora mismo –ella se removió en el asiento, se le agitaron incrédulos los rizos.

–¡Calla, mujer, que te va a encantar!

Sin hacerle caso, Gabriel condujo hasta el aparcamiento, tamborileaba sobre el volante.  A Fabiola le pareció feliz mientras le abría la puerta del coche y le ayudaba a bajar. Después, como un novio, la agarró de la mano y caminaron juntos por una galería. Entre las columnas se colaban los rayos de sol y hacían resplandecer a los querubines que adornaban los capiteles.

¿Dónde estaba su chalet? ¿Qué broma era aquella? Sobre las losas, los tacones de Fabiola producían un eco tórrido, se arrepentía de llevar el Chanel, no resultaba nada fresco, sentía la nuca húmeda y la calva de su marido brillaba de sudor. Aquello estaba desierto salvo por un par de gatos que dormitaban junto a la pared.

–¡Aquí es! –Gabriel se detuvo y señaló orgulloso los dos recuadros de mármol blanco, justo a la altura de los ojos–. ¡Son los mejores! Mira, fíjate bien, tienen el nivel justo, en línea con el horizonte, unas vistas estupendas.

Satisfecho, Gabriel apoyó las manos en las caderas y se recreó en los campos, en el caballo a lo lejos que aún continuaba preso en su cercado.

–¡Pura naturaleza! Además, son muy soleados, eso viene bien para el invierno, ya sé que ahora no, con este calor…, pero ¿qué me dices del banquito? –Gabriel señaló el asiento de madera que había justo al lado, bajo un par de cipreses–. Ahí podrán sentarse los chicos cuando nos visiten. Ven, es muy cómodo –dio unos pasos, se remangó los pantalones y palmeó la madera–. Vamos, Fabiola, pruébalo.

Ella miró alrededor, los gatos continuaban velando la pared. La canícula concentraba en el aire el olor a flores muertas, los crisantemos de plástico derretidos. El sol intenso la sofocaba, se deshacían húmedos sus rizos. Aquellas cavidades como ventanas, unas sobre otras, con sus floreros minúsculos, se distorsionaban por el bochorno y siguió allí de pie, el Chanel arrugado, junto a la pared de los nichos.

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