Día Mundial de la Fotografía: aquella primera cámara de mi padre
“Por esos años, a mi casa de Basauri iban llegando distintos tesoros. Objetos con los que nunca habíamos tenido trato. Primero los recibíamos con adoración y luego con el respeto solemne, llegada la hora de profanarlos. La Olivetti verde, el radiocasete con el ‘mambo number five’ en su interior, los prismáticos ceutíes y, por supuesto, aquella cajita que guardaba una cámara de fotos…”. Hoy, 19 de agosto, Día Mundial de la Fotografía, recuerdo aquella primera cámara de mi padre y aquella imagen que me tomó junto a Dionisio y la yegua de crines doradas. “A todo asistí con expectación, sorprendida, en cuclillas, mirando el círculo alrededor de mí. El del cielo en torno a las viejas encinas que salpicaban el campo de Castilla y el pequeño monte de granito, con el páramo en medio”.
Los caballos salieron de la sombra de los árboles, brillando como la misma luz cegadora que cubría el resto del prado, amarillento y requemado por el sol de agosto. Todos los rastrojos del mundo parecían haberse acumulado en un remolino en torno a sus pezuñas levantando una nube seca, en un galope alegre que parecía no tener fin. Entonces Dionisio eligió, de entre todas las viandas, el pellejo de vino, que puso en manos de mi padre; y salió hacia ellos, donde las crines doradas acompasaban ahora un trote menos atolondrado. Dionisio silbó y la yegua que parecía preñada paró en seco colocando tras de sí al resto de la manada.
A todo asistí con expectación, sorprendida, en cuclillas, mirando el círculo alrededor de mí. El del cielo en torno a las viejas encinas que salpicaban el campo de Castilla y el pequeño monte de granito, con el páramo en medio. Mi padre había dejado el pellejo de vino en la manta campera sobre el suelo y tenía la cámara de fotos en la mano. Me puse en pie y con cierto temor me fui hacia ellos. Dionisio me había invitado a tocarlos y pasé mi mano diminuta por el cordón blanco de un pequeño potro que movía la cabeza de arriba abajo. Podía ver las gotas de sudor en sus ollares. Y sentir el pelo, blanco, corto, de esa línea que dividía su cabeza en dos mitades entre el sonido de un suave relincho.
Luego terminó el verano.
Por esos años, a mi casa de Basauri iban llegando distintos tesoros. Objetos con los que nunca habíamos tenido trato. Primero los recibíamos con adoración y luego con el respeto solemne, llegada la hora de profanarlos. La Olivetti verde, el radiocasete con el mambo number five en su interior, los prismáticos ceutíes y, por supuesto, aquella cajita que guardaba una cámara de fotos…
Antes de que entraran en nuestras vidas, casi siempre sonaban primero unas llaves, y después la puerta, que se abría a eso de las 9 de la noche. Era mi padre. Entonces dejábamos los deberes entre las cazuelas de la cocina y salíamos al hall para verlo llegar. Faltaban aún algunos años para que mi madre decorara aquellas paredes con un papel de dibujos geométricos naranjas, que reverberara bajo los gordotes diamantes de cristal de esas lámparas de techo. Quedaba algo más para que el teléfono fuera rojo y con botones. Mientras, el tío de mi prima Celia, que siempre pensamos que estaba pirado, había pegado a la guantera de su coche un auricular con su cable de espiral y todo, así que cuando paraba en un semáforo simulaba haber recibido una llamada de ese teléfono inútil, quedándose con la gente. Estábamos meadas de risa ante un visionario, sin duda. Pero, de momento, en mi casa ya había llegado la modernidad:
“Regula: La cámara precisa, económica y elegante”
No he dejado de escuchar su sonido. Una mecánica rudimentaria, pero suave, que arrastraba el carrete y abría y cerraba el obturador. Un olor metálico pegado a mi nariz que desencadenaba un disparo mágico.
Ahora, con el paso de los años, añoro nuestra profunda voluntad de entusiasmarnos, pues, en realidad, ninguna de las fotos que conseguimos terminaba de cumplir las expectativas imaginadas, y, aun así, seguíamos creyendo en ese trasto. Sin duda, aunque estábamos a un paso muy pequeñito dentro de la historia para llegar a la digitalización, de momento era un paso muy grande, e inimaginable, para la realidad en que nos rodeaba.
Y, de momento, el resultado de nuestras tomas era más precario, sin duda, que la primera fotografía de la historia.
Vale que el físico francés Joseph Nicéphore Niépce había necesitado ocho horas para ello, para conseguir fijar su imagen: Point de vue du Gras (Vista desde Le Gras).
Puede que fuera este punto de vista, desde la ventana de su granero, la primera foto (heliografía) de la historia; esa o Una mesa puesta, de él mismo, que los expertos fechan unos años atrás. Pero, una u otra, sucedió que se había asociado con Daguerre (inventor del diorama) y, finalmente, es este último el que se lleva toda la notoriedad. El 19 de agosto de 1839 presentó en París su daguerrotipo, pero Niépce ya había muerto.
Desde entonces, el deseo de capturar imágenes y ser recordado en ellas ha ido invadiendo la humanidad.
La belleza empezó a cambiar de ubicación, los objetos se dotaron de personalidad, y la vida y la muerte se colaron por los objetivos. Caducidad y eternidad. Enfoques y desenfoques de un mundo tan cercano como extraño. Documentada la vida, la sangre, la muerte y los objetos ahora nos debatimos entre lo caduco y lo eterno.
¿Por qué fotografiamos?
Según Paul Strand (Nueva York, 1890): “Si estás vivo, el mundo inmediato a ti significará algo; y si sabes cómo usarlo, querrás fotografiar ese significado”.
19 de 24.
En septiembre revelábamos, por fin, el carrete en el estudio de Cruz, nuestro vecino. Él siempre guardaba los sobres con las fotos en una caja encima del mostrador. Y yo esperaba ansiosa a que encontrara las nuestras. Te han salido 19, me dijo. Con la nueva película que habíamos probado todas las imágenes de ese verano se veían con una dominante roja. Y las copias en mate, que había encargado mi madre, tenían una textura granulada e incluso olían distinto. Con cada una que iba deslizando entre mis dedos retrocedía el tiempo a la vez que avanzaba en el pasado. Un diario de los tres últimos meses con algunas bajas. Durante años era raro que yo no apareciera en ellas, a veces junto a un perro o al lado de un burro o un caballo.
Las manoseé ansiosa, pasándolas deprisa una tras otra. Y de repente, la vi. Era esa foto que mi padre había hecho cuando fuimos con Dionisio a ver la yegua de crines doradas. Sin duda, la imagen que yo tenía en mi mente era más espectacular, más impactante. Pero lo curioso fue que, en un segundo, toda la luz de aquel día estaba en ese papel rojizo. Y ahora, al acercarlo a mi nariz, no solo olía a químicos. Allí estaban también mezclados el tomillo, la hierba seca, el cuero, el estiércol, el pelo y el sudor de caballo; y todo mientras revoloteaba una nube recortada en el cielo azul.
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