Era lo que de verdad necesitaba, estar sola, ja
En verano ocurrió, tal vez, nuestro primer amor. Y seguro que también nuestro primer desengaño. De estos y otros temas en torno al verano tratan los relatos que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’, un año más. Aquí una nueva entrega: “Era difícil salir de esa burbuja. Ya se había pasado el momento de hacer algo ordenado, como cenar de forma civilizada y meterme en la cama con un libro. Me hubiera gustado estar con ellas toda la noche. Dejarme llevar por la ilusión de algo emergente. Pasear borrachas por las calles frescas y oscuras del pueblo”.
POR ÁNGELA LÓPEZ
Ella estaba contando que todos los días paseaba a su perro al lado del río. Porque vivía en una ciudad pequeña y tranquila, una ciudad fácil, en la que se podía ir a todas partes andando. Contaba que trabajaba hasta las tres y que después tenía todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisiera, porque en su ciudad se tenía mucho tiempo. Y además era una ciudad no muy cara en la que se podía vivir en una casa agradable, al lado de un parque, al lado del río, sin tener que pagar demasiado. Ella, además, no tenía muchos gastos, porque vivía sola con su perro. Contaba que en su ciudad no hacía mucho calor en verano, que las noches eran soportables, que casi nunca tenía que abrir la ventana.
Tenía la voz grave. Se recostaba en el asiento de la terraza mientras tomaba una cerveza y fumaba. Su amiga la escuchaba con una sonrisa exaltada que parecía anticipar la complicidad nocturna. Le acariciaba el brazo fibroso mientras hablaba y se reía con control. Poderosa, como si ya lo supiera todo, como si estuviera segura de que su interlocutora admiraba su cuerpo, su esbeltez incorruptible, sus piernas largas, sus pies huesudos atravesados por unas chanclas retorcidas. Se reía más y dejaba caer un mechón rizado sobre su mirada experta mientras apuraba la botella de cerveza y escuchaba la conversación telefónica de su amiga. Que no se preocupara, que ya habían llegado todos, que sí, mamá, que hacía bastante calor, pero que en la casa se estaba bien. Me dio la impresión de que la amiga por fin se había lanzado, había decidido que por ella merecía la pena mentir. Dejar de ser la niña buena.
Desde la mesa de al lado, yo, aburrida, también sucumbí a ella. Sentí celos de ese momento de excitación. De esa emoción nerviosa que se percibía entre las dos. Por ella yo también habría mentido. Habría dicho que realmente estaba disfrutando de los días de soledad. Que era lo que de verdad necesitaba, estar sola. Solo unos días. Que no me apetecía conocer a nadie, que quería estar conmigo misma, lejos de la ciudad, del calor, del ruido. Que sí, que estaba bien. El pueblo era agradable. Por la mañana había hecho una ruta. Me había perdido porque había salido sin rumbo, sin un plan, sin agua, a caminar en pleno verano, por los senderos llenos de cardos y sin sombra. Pero que no me había importado. Que hablaríamos cuando volviera. Sabía que me había ido de una forma brusca. Sí, lo sabía. Esa forma que habría sido el principio de un cambio. Una forma inesperada para mí.
No le habría contado la felicidad extrema que sentí cuando ella, con una sonrisa auténtica y subyugante, me invitó a sentarme a su mesa.
–Tómate algo con nosotras, que estás ahí muy sola.
A su lado, me sentí torpe: las piernas poco firmes, flácidas, y con arañazos. Me notaba la ropa apretada, las imperfecciones de mi rostro demasiado expuestas a unas miradas cercanas. La amiga, sorprendida por la invitación, me acogió por humanidad. Por pena. Era perfecta, angelical. Yo no era una amenaza para ella. Fui consciente de la novedad, de algo que estaba empezando a comprender y a aceptar. A ver como posibilidad. Me sumergí en la despreocupación. Me enfoqué en ella. En ellas. En esa mesa llena de botellas de cerveza y cacahuetes.
–Me encantan los perros.
Le dije en algún momento. Le mentí, mientras acariciaba al suyo, abatido por el calor a los pies de su dueña. Pensaría que podríamos compartir algo en el futuro, como si un perro fuera un hijo. Un proyecto juntas.
–¿Tienes perro?
–Ahora no, pero en mi familia siempre nos han gustado los perros. Antes teníamos una casa de campo muy grande en la que era fácil tener animales.
Le mentí. De nuevo. Por mentir. Para gustarle.
–¿Estás aquí sola?
–De momento, sí. Dentro de un par de días vienen unos amigos de Madrid. ¿Y vosotras?
Ella miró a la amiga, que se había desvinculado de nuestra conversación. Pero mi pregunta les devolvió la magia, les recordó la atracción, el motivo por el que estaban allí. Percibí una impaciencia y me sentí borrosa. Una rémora.
Era difícil salir de esa burbuja. Ya se había pasado el momento de hacer algo ordenado, como cenar de forma civilizada y meterme en la cama con un libro. Me hubiera gustado estar con ellas toda la noche. Dejarme llevar por la ilusión de algo emergente. Pasear borrachas por las calles frescas y oscuras del pueblo.
Mintieron.
–Nos tenemos que ir ya. Nos están esperando. Igual nos vemos otro día, si sigues por aquí.
Las figuras esbeltas se alejaron. Las observé caminar por la calle iluminada a medio gas. Se agarraban, se separaban. Las vi besarse. El perro las seguía, se unía a sus juegos. Oí sus risas. ¿Se estarían riendo de mí?
Comentarios
Por Felicitas, el 21 agosto 2023
Prometedor encuentro.
Complejos de chica ,universales.
No hace falta leer la suite.
Muy sugerente .