“He venido a robarle el fuego a los dioses”
Terminamos aquí, con el fuego de los dioses, los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado este verano para ‘El Asombrario’. Han sido en total 22 historias del verano, de amor y desamor, ilusiones y desengaños. “Renunciar a los deseos es algo estúpidamente humano. Quizás fuera el exceso de Néctar, pero cuando regresaron a los laberintos de piedra y cal, en busca de sus compañeros, Julián pudo sentir que ya no era el mismo. Una brisa recién levantada le anunció la noche. Y lo que venía con ella”.
Por ANTONIO JAÉN
Irene llegó al pueblo en otoño. Melena rojiza, sonrisa abierta y la adolescencia explotándole en los pliegues de la ropa. Se convirtió en pólvora, esparcida por aulas, plazoletas, botellonas; el último pensamiento antes de irse a dormir. Pero Julián pasó junto a aquel torbellino sin percatarse más que del revuelo que dejaba a su paso.
La vio por primera vez entre Física y Literatura. Hablaba en el pasillo con unas compañeras de clase, indiferente a los codazos, riendo distendida, los ojos abismales posándose en quienes se acercaban a saludarla, ajenos al calor que desprendían. Mientras el profesor destripaba versos de Garcilaso, Julián procuró olvidarla; sabía que, si se dejaba vagabundear en la idea de Irene, podría perderse para siempre. Conocía bien la sensación que le nacía en las entrañas cuando dejaba volar su espíritu, esa certeza de poder alcanzar el fuego de los dioses. Julián sabía soñar a lo grande, por encima de cualquier obstáculo, y es por eso mismo que nunca se permitía hacerlo.
En junio llegó el viaje fin de curso. En el avión rumbo a Mikonos sólo podía escucharse la anticipación de un nutrido grupo de adolescentes y sus planes de libertad y playa. Los profesores, conscientes de la difícil tarea que les esperaba, acordaron relajarse y aplicar la distancia de rescate necesaria para traerlos vivos de vuelta a casa. Al fin y al cabo, todos estaban de vacaciones.
Durante aquellos días, Julián fue uno más, aunque desde ese lugar discreto desde el que le gustaba participar. Era el eco de las risas, el coro ebrio de las canciones de karaoke, un trozo de cielo en un puzle de 5.000 piezas: sólo se le echaba en falta si no estaba. Pero había momentos en los que se le escapaba traspasar ciertas líneas. Las batallas en la piscina del hotel, el roce accidental al pasar una botella, la mirada no descosida a tiempo. Así fue tropezándose con las huellas de Irene, dejadas por todas partes, como recordatorios de su vulnerabilidad. Y, cuando apenas quedaban unas horas para abandonar la isla, todo cambió para siempre.
Pasearon por las calles hasta que el día, anaranjado, los hizo caer sobre rejillas de mimbre, en una terraza junto al hotel. La fiesta fin de viaje coincidía con el solsticio de verano y habían decidido celebrarla en un bar junto a la playa. Pero Julián y sus compañeros de habitación, Fernando y Jaime, se enredaron en aquella tarde elástica, sumergidos en Néctar, cóctel especialidad de la casa. A Julián le entusiasmó la idea de escapar del tumulto. Le apetecía quedarse allí, dando largos sorbos a su bebida, arrullado por el Egeo.
Charlaron de cualquier cosa, pero sobre todo de chicas. De las griegas, primero, las pocas que habían conocido durante la semana, y de las del instituto, después. Hablaron con más hormonas que amabilidad y, como siempre, terminaron haciendo de Irene el único tema.
–Está muy buena –dijo Jaime, con los ojos medio caídos.
–La mejor, con diferencia –coreó Fernando.
Julián recordó la primera vez que vio a Irene en la playa, el fuego del mediodía en los rizos, las clavículas despiertas. La vio más allá del espectáculo ineludible de su cuerpo.
–¿Por qué no le decís algo? –preguntó.
Lo miraron con alarma, como si temieran haberlo perdido en la ebriedad.
–Que yo sepa no está con nadie, ¿no?
–Irene es inalcanzable, Julián –dijo Jaime–. Acabará saliendo con un mayor, no sé, de la universidad o alguien que tenga coche. No con un niñato de nuestra clase.
Julián sintió la respuesta como una expiración. Los miró y le pareció que los estaba viendo por primera vez. Se asemejaban a esos molinos de viento que habían visitado hacía unos días, con las aspas inertes y la mirada absorta. Los imaginó anclados en el silencio del tiempo, ateridos de frío, sin una lumbre a la que arrimarse. Distinguió el tatuaje de sus fragilidades y quiso acariciarlas, decirles que renunciar a los deseos es algo estúpidamente humano. Quizás fuera el exceso de Néctar, pero cuando regresaron a los laberintos de piedra y cal, en busca de sus compañeros, Julián pudo sentir que ya no era el mismo. Una brisa recién levantada le anunció la noche. Y lo que venía con ella.
Llegaron al bar donde ya todos esperaban, ocupando pista y arena. Julián se llenó de risas, bailes e historias, que contó ante el asombro de quienes escuchaban su voz crecer, mientras se consumía la noche más corta del año. Aquellos años de mantenerse al margen, de construir una identidad ausente, de pronto se derrumbaron ante el temblor de sentirse parte de algo y, en vez de quedar su cuerpo atrapado bajo el peso de las ruinas, Julián se vistió de un soplo ligero.
Irene se le acercó. Ya habían cruzado algunas frases, pero era la primera vez que estaban solos.
–Sí que estás contento hoy –dijo–. ¿Qué te ha pasado?
Julián sintió sus miedos atrapados en la piel que le había crecido esa noche. Miró a Irene con todo el cuerpo. De la espalda parecieron surgirle dos alas, que se extendieron sobre ellos. Olvidándose de todos los caminos posibles, Julián se acercó a su oído y confesó:
–He venido a robarle el fuego a los dioses.
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