Cronenberg rodó hace 40 años la fascinación por la violencia en televisión

Plano de ‘Videodrome’ en el que James Wood se introduce una pistola en su cuerpo.

Las imágenes de violencia real circulan hoy casi libremente por las pantallas. No hay acontecimiento violento grabado (por una cámara, por un móvil) que no acabe en el desagüe de un telediario, en las redes sociales, en páginas y en portales de internet, accesibles o no. Hace 40 años, ‘Videodrome’, de David Cronenberg, ya intuía la caída en la fascinación visual por la violencia y su capacidad para alterar la conciencia. Al cumplirse cuatro décadas de su estreno, revisamos esta sugestiva película de ciencia ficción premonitoria, truculenta y, también, algo confusa.

Entre los años 70 y 80, David Cronenberg convulsionó la ciencia ficción y el terror con una serie de películas especulativas, turbadoras, sórdidas, cuyas tramas funcionaban como una especie de sónar de fenómenos como la infección a través del sexo, la manipulación mental por la tecnología, la fusión de la máquina y el cuerpo (que desarrollaría la teoría del transhumanismo)… Aquel periodo, el más creativo de Cronenberg, tomó impulso con Vinieron de dentro de… en 1985, prosiguió con Rabia, Cromosoma 3, Scanners y Videodrome, y culminó en La mosca en 1986.

Cronenberg vampirizaría este acervo de películas absorbiendo argumentos y temas que volcó en el cine rodado en la siguiente etapa, antes de desembarcar en esa especie de isla de su obra que contiene sus mejores filmes (Una historia de violencia y Promesas del Este), historias realistas, violentas, donde el director canadiense deja de lado la fantasía y la especulación filosófica. A ellas regresaría, sin embargo, en su siguiente y decadente periodo, a partir de Cosmópolis, y que, de momento, llega hasta Crímenes del futuro, un aburrido reciclado de motivos e imágenes de su cine, propio quizá del agotamiento creativo de un hombre de 80 años.

De Videodrome, por el contrario, puede decirse que todo en ella es nuevo. Cronenberg tiene cerca de 40 años cuando la rueda y una reputación asentada en el género fantástico. Sus películas son la contracara de la fantasía heroica que aquel año de 1983 exhibe triunfante en la taquilla El retorno del Jedi, cierre de la primera trilogía de Star Wars.

Durante esta época fundacional, va modelando una forma propia que resalta lo turbio, lo anómalo del presente: las cabezas estallan en Scanners, los cuerpos revientan por dentro en Videodrome. Síntomas, tal vez, de una conciencia torcida, pero también de una capacidad de escrutar bajo la superficie de su tiempo a través de la ciencia ficción para hacerlo, paradójicamente, más creíble. Los excesos que él muestra no ocurren, o no ocurren aún en la realidad, parece decir, pero podrían ocurrir.

Y de este modo, con una actitud más intuitiva que científica, se fijó en la televisión y su formato, el vídeo, que, en contra de erradas profecías, no ha acabado con el cine. Al revés, el pago de la evolución tecnológica lo abonó el vídeo, que desapareció años después. Pero ese no es el asunto de Cronenberg, sino una alerta sobre la capacidad de la televisión de remover las conciencias de los ciudadanos para conducirlas a propósitos encubiertos, haciéndoles ver la realidad como una realidad generada por la televisión. “Lo que aparece en una pantalla se convierte en experiencia real para quienes lo ven”, resume uno de los personajes de la película.

No es que el cineasta se hubiera investido de chamán. Su trabajo no era “ser profeta”, respondió en una entrevista publicada en 2014 por la revista holandesa The Flashback Filesrome. “Pero debido a la sensibilidad que uno tiene como artista para lo que sucede a su alrededor, inevitablemente anticiparás cosas casi por accidente que parecerán proféticas después de los hechos”.

De modo que no sorprende que grandes fragmentos de la realidad violenta de 2023 los siga abasteciendo la televisión; aunque ciertamente ya no es el único medio por donde se propaga esa realidad. Una violencia que ha rebasado los límites de la realidad por la que se despeñaba Vídeodrome en 1983: imágenes de decapitaciones, de ejecuciones cometidas por terroristas; o las más cotidianas, en forma de palizas, agresiones, humillaciones grabadas por los mismos agresores, que rellenan segundos de los telediarios, carentes de interés informativo.

Videodrome se desenvuelve especulativamente con imágenes violentas, de torturas, grabadas en vídeo en una especie de decorado televisivo por una corporación para experimentar con las mentes de los ciudadanos. Cronenberg se muestra ambiguo sobre esa violencia y no aclara si es real o un montaje. Pero deja claros sus efectos: los asesinatos que comete un productor de televisión por cable inducido por esas imágenes, que la corporación hace llegar a la emisora mediante una treta. Ahí, en esos contenidos fuertes, piensa, se encuentra la ganancia para su emisora. En emitir lo que el espectador no podrá ver en otras televisiones.

La visión de esas imágenes empieza a provocarle alucinaciones (de sexo sadomasoquista, de su vientre abierto en una raja vertical, en donde se inserta vídeos, de su mano fundida a una pistola como un nuevo miembro), que, en realidad, forman parte del experimento urdido por la corporación. El productor, que ignora que lo están utilizando, es el cobaya más exitoso de aquellos con los que ha ensayado clandestinamente hasta entonces. ¿Con qué empeño? En apariencia, la señal que emite las imágenes provoca tumores cancerígenos en el cerebro de quien las contempla; pero tampoco es algo que Cronenberg muestre. Por ahí, la película se vuelve confusa.

Poco después, uno de los empleados de la corporación sugiere que quieren modificar las conciencias mediante esas imágenes, porque “Estados Unidos se está reblandeciendo y el resto del mundo se fortalece. Tenemos que ser puros, directos y fuertes si queremos sobrevivir”. Pero no se explica qué significa esa pureza, esa fortaleza, y qué consecuencias tendría en las mentes alteradas por las emisiones.

Este despeñarse de la trama en la parte final de la película la vuelve ensimismada, incoherente. Pero no por ello menoscaba sus sugerentes imágenes, sus elegantes movimientos de cámara ni las ideas que Cronenberg ha ido esparciendo, y que uno reformula como preguntas: ¿Por qué atrae la violencia extrema? ¿Por qué atrae aún más la violencia extrema real? ¿Por qué la gente acepta como realidad las imágenes que se le suministran de modo incesante en las pantallas? ¿Por qué atrae la posibilidad de unir la tecnología al cuerpo?

Desde el presente de 1983 Videodrome imagina un futuro posible, aunque literalmente imposible, como suele ocurrir con la ciencia ficción. Hoy, las visiones de Cronenberg presentan una forma diferente, un sentido esperado: la credulidad con que se absorben las imágenes; y otro inesperado: la desapasionada naturalidad con que se ven esas imágenes extremas; a veces como bromas que uno puede reír. Pero la persistencia de la manipulación, ya ni siquiera deliberada por el descontrol que campa en internet, avala los desengañados presagios del cineasta.

Videodrome’ puede verse en Filmin.

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