Manuel Rivas: “Si pegamos el oído a la tierra, oiremos su lamento”

El escritor Manuel Rivas. Foto: Anna Serrano.

No sería necesaria ninguna excusa o percha periodística para conversar con Manuel Rivas, un escritor ineludible de las letras gallegas y de la literatura en español, autor de una dilatada obra con numerosos reconocimientos en la que cada palabra, además, cuenta. Pero coinciden estas semanas en las librerías dos nuevos libros suyos,  las narraciones de ‘La tierra oculta’ (Alfaguara) y los poemas de ‘Lo que queda fuera’ (Cuatro lunas), dos títulos hermanados, como toda su obra, por otro lado. Así que ‘El Asombrario’ ha quedado con él para conversar.

Nos citamos en un café del Madrid más castizo, frecuentado por el mundillo del teatro y gente del barrio, en una mañana soleada y demasiado cálida para ser noviembre. Un día después de la victoria de Javier Milei en Argentina (“Ahora el monstruo no tiene pudor en reconocer que lo es”, me dirá durante la charla). Le pregunto si le importa que grabe la conversación y coloco en la mesa mi grabadora de siempre y el móvil. Trato de garantizar que todo queda reflejado, le digo, después de que la tecnología me haya jugado alguna vez una mala pasada, o puede que fuera la mala relación que mantengo con ella. Manuel Rivas asiente. “Ningún problema”, dice con una voz suave y tranquila que trata de hacerse oír entre el murmullo de la gente y la música.

Cuando él hace de periodista, me confiesa, como hará próximamente para la revista gallega Luzes, de la que es director, es más de ir apuntando en el cuaderno, de recordar la conversación. Pienso que en eso sigue la escuela de García Márquez, también periodista y escritor. No es el único nexo que veo con el narrador colombiano. Como la del premio Nobel, la prosa de Rivas tiene el aliento de la poesía y de la tradición oral, de las historias susurradas. Ambos tienen una habilidad única para mover la lengua y un oído muy agudizado para escuchar las voces, que en el caso de Rivas son también las de la otra gente, la de los otros seres vivos, los otros ciudadanos no humanos del bosque habitado.

La tierra oculta reúne en un mismo volumen narraciones anteriores: Un millón de vacas, Los comedores de patatas y En salvaje compañía. Y una recopilación de relatos más recientes acogidos bajo el título Los habitantes de la dificultad. “El título del libro alude a esa tierra que no vemos bien. Pero también a la propia escritura, al proceso creativo”, me dice.

Un proceso que se parece un poco al del escritor-minero del que hablaba Walter Benjamin, alguien que excava en la memoria para encontrar algo que contar. De hecho, bastantes de estos textos han sido reescritos. “No hay ningún cambio en la trama, no afecta al espinazo de los libros. El proceso ha consistido más bien en dejar libre el cuerpo del lenguaje. No ha sido tanto una lucha contra lo que escribí, sino más bien un proceso de escucha, a la tierra, a los personajes, al escritor que yo era entonces. Habíamos contado algo, pero nos quedaban cosas nuevas por contar. Los libros son también seres vivos. No ha sido un proceso de corrección, de reconstrucción, sino un proceso creativo, de caminar otra vez con quien yo era, con el yo que había escrito eso. Ha sido un redescubrimiento, de sacar a la luz lo que estaba ahí de forma soterrada”, explica.

Yo he sentido algo parecido al leerlos de nuevo, pienso mientras le escucho. Soy y no soy el mismo lector que se adentró en ellos hace muchos años y ahora esas historias han adquirido una nueva dimensión, el foco sobre la naturaleza que ya se alumbraba es hoy aún más potente.

Lo que queda fuera reúne poemas escritos originalmente en gallego y que ahora ven la luz en castellano. Incluye además el ensayo Por una luciérnaga (La ecología de las palabras en el manuscrito de la tierra) y el Manifiesto de la des-extinción.  Apuesta Rivas por una poesía “como naturaleza insurgente del lenguaje” y la sitúa en lo que llama la Boca de la Literatura, el lugar donde “se ventila la vida”.

Tanto La tierra oculta como Lo que queda fuera son círculos de un mismo tronco. “La imagen que me gusta es la de los círculos concéntricos, la primera escritura que se hizo en Galicia y en otros lugares. Es el primer grafiti de la humanidad. Jugando al trastiempo, me lleva al segundo manifiesto del movimiento surrealista, al punto de arranque de toda escritura. Cuando pones el punto de inicio, ya contiene los antónimos fundamentales de la existencia. En ese punto cero ya está la vida y la muerte, la luz y la sombra, el pasado y el presente. Yo nunca vi los libros como compartimentos separados, sino que cada libro es un círculo en ese movimiento expansivo. Lo que expresa el libro de poesía es que las cosas realmente importantes son las que no están en el foco de atención convencional, en eso que nos marcan como actualidad. Lo importante es lo que queda fuera. Por eso la literatura es un realismo orillero, frente a la idea de realismo mágico, de lo excéntrico en cuanto a posición, a lo que domina. La literatura es por naturaleza excéntrica, y no literalmente en el sentido geográfico”.

En una época de emergencia climática y de crisis planetaria, la literatura tiene la obligación de escuchar a la tierra, de ponerle voz a los otros seres vivos, a los que hemos condenado a extinguirse en esta guerra que libramos contra la naturaleza, nos dice Rivas.  “Estos libros –La tierra oculta y Lo que queda fuera– responden a una rebelión contra el supremacismo. Cuando hablamos de naturaleza parece que hablamos de un espacio para la contemplación, del paisaje. Evidentemente, hoy en día esa mirada, por bienintencionada que sea, es una mirada deformada. Hay una falta de escucha. Si pegamos el oído a la tierra vamos a oír un grito de rebeldía, un lamento. Vivimos una época de asesinato en masa, porque hoy la maquinaria de depredación que está provocando las des-extinciones es un proceso acelerado por la codicia del capitalismo impaciente. Seamos conscientes o no, esa guerra se traduce en un malestar. Incluso en las guerras convencionales, como la que estamos viviendo estos días, también hay una guerra contra la naturaleza. Se destruye el entorno natural, como la primera fuerza de dominio. Si miramos hacia atrás, los grandes carballeiros, por ejemplo, fueron talados para construir la Armada Invencible. Uno de los valores de la literatura es el de escuchar ese grito de la tierra, los maydays. Vivimos en una gran desmemoria respecto a la naturaleza. En Galicia, en los ríos había salmones, como en Escocia. Ya no hay salmones. Salvo alguno, que se despista, por enfermedad, o por una lejana llamada de la melancolía. Había también osos, se sabe cuándo se mató el último, en los 50. Había urogallos, también animales muy simbólicos, y también sabemos cuándo murió el último y sabemos la responsabilidad que tuvo Fraga Iribarne, la caza depredadora”.

Manuel Rivas, autor de ‘La tierra oculta’. Foto: Isa López Mariño.

En la novela En salvaje compañía, central en La tierra oculta, los animales hablan. Parte de la historia, donde lo contemporáneo se funde con lo ancestral, la narra Toimil, un cuervo visionario. Hay una especie de transmigración de las almas que conecta muy bien con algunos puntos clave de la filosofía oriental, del budismo. “En cierto sentido el libro bebe de una tradición popular y oral. Cuando lo escribo, lo sitúo en una contemporaneidad porque realmente lo estoy sintiendo.  Eso que pertenece a la tradición popular no deja de ser una dimensión del trascendentalismo. Por eso no hay costumbrismo, en el sentido de convertir a los personajes en estereotipos. Tampoco una jerarquía. Hay, sí, un hermanamiento de los seres vivos, una metamorfosis que cuestiona la mirada supremacista”.

Otro aspecto fundamental de la obra de Rivas es la fusión entre la mirada ecologista y feminista. Entre las historias que se entrelazan en En salvaje compañía, tiene un peso fundamental la relación, la sororidad diríamos hoy, entre Rosa, una mujer férrea que resiste como puede a un matrimonio opresivo, y Misia, la antigua señora del pazo al que regresa para morir. Mujer cosmopolita y libre, Misia no quiere vivir en la ciudad. “Ha vuelto para encontrarse con Rosa, aunque no sea de forma consciente. Es la relación más íntima, un vínculo del desamparo, es una relación de cuidados, una forma de alentar el sentido de comunidad”. Pero en su regreso Misia también asiste a la extinción de un mundo. “El mundo rural es para ella un refugio, pero a la vez un campo de batalla”.

La mirada de Rivas hacia el mundo rural no cae en esa ingenuidad  romántica tan al uso hoy, pues parte de la idea de que lo urbano ha llegado también al mundo rural. “Nos están robando la línea del horizonte. / La codicia, la impaciencia depredadora, / nos sobrevuelan como rapiña”, nos canta en el poema Línea del horizonte, de Lo que queda fuera. “La naturaleza como espacio protector, la que busca Sam (el protagonista de Los comedores de patatas, un joven atrapado en el mundo de las drogas). Pero lo que existe es un mismo espacio, un mismo campo de batalla. Los horizontes están enfermos. Lo contemporáneo está también en el campo”.

Se ve muy bien en La vieja reina alza el vuelo, un relato que casi le fue dictado, incluido en la última parte de La tierra oculta y que debería destacarse en cualquier antología de los mejores cuentos de la literatura en español, por su perfección formal. “Los habitantes de la dificultad es un nuevo círculo”, explica Rivas. Cierra esta parte y el libro con el relato Los Ángeles Operantes, el cuento más reciente, donde aborda la inteligencia artificial. “Sé que el tema del robot-killer es habitual en la ciencia ficción, pero lo que creo que no es tan habitual es cómo se genera un proceso de conciencia. Lo que me interesaba era reflejar cómo hay una suspensión de las conciencias, una depredación de la naturaleza y de los derechos humanos que tiene que ver con la privatización de las conciencias”.

No le pesa al autor gallego la etiqueta de escritura de naturaleza (del inglés nature writing). “La veo como una denominación muy libre, que no me achica, no es una jaula, al contrario. Es un espacio abierto al conflicto y a la creación. Y una invitación a lo salvaje. A veces las etiquetas te limitan, pero no es el caso”. Menciona su relación con la literatura fundacional norteamericana, con Melville, con Whitmann. “Moby Dick aún tiene nombre y Ahab y la ballena mueren juntos. Es un texto bíblico. Moby Dick es un animal que quiere ser libre, la ballena se lleva al fondo al depredador en un acto de libertad, de resistencia”.

Así acabamos la conversación.

Pero unos días más tarde, conocimos una decisión burlesca que va en contra del sentido de la vida. El fiscal que lleva el caso de los 15 activistas contra el cambio climático, que habían arrojado pintura biodegradable al Congreso en un acto pacífico de protesta ante la inacción del Gobierno, ha pedido para ellos una pena de cárcel de un año y medio. Una medida que parece más bien un escarmiento. No me resisto a escribirle un correo a Manuel Rivas, uno de los fundadores de Greenpeace, para pedirle su opinión. “A veces, no pocas, son incomprensibles las diferentes varas de medir que se aplican en la justicia española. El de los 15 activistas de Rebelión Científica es un caso que clama al cielo, y nunca mejor dicho. Se trató de una acción pacífica y simbólica, como prueba incluso el líquido que usaron para llamar la atención y no afectar la fachada del Congreso: agua entintada. Pero, yendo al fondo de la protesta, fue un acto en favor del interés general, de la gente y del planeta. No hubo ningún daño. Únicamente se ejerció el derecho a la libertad de expresión. Y las libertades están para ejercerlas. Contrasta esta dureza judicial punitiva con la permisividad que estamos viendo ante comportamientos de facciones agresivas e incluso neonazis en la calle. A mí lo que está pasando con el castigo a los ecologistas me recuerda a la actitud punitiva y de escarmiento contra las sufragistas”.

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