La preocupante criminalización de los activistas climáticos
Cada vez hay más indicios de la estrategia en Europa para criminalizar como terroristas los colectivos que han decidido alertarnos sobre la crisis climática con acciones que pueden sorprender y pueden generar debate sobre su conveniencia y efectividad, pero no se las puede calificar de violentas. Los últimos pasos en España han sido la petición de prisión por parte de la fiscalía para los activistas de Rebelión Científica que vertieron pintura de remolacha en la fachada del Congreso de los Diputados. Además, este pasado fin de semana, varias activistas de la organización Futuro Vegetal fueron detenidas por presunta pertenencia a “organización criminal”. En una situación de camino hacia el abismo climático, resulta muy preocupante esta deriva desde las instancias del poder. Merece una reflexión y una firme protesta. La desobediencia no es terrorismo.
El 15 de octubre de 2011 no fue un día cualquiera. En tal fecha tuvo lugar una histórica jornada de movilización mundial que dejaba claro que el movimiento de los indignados se había convertido en una protesta global. Según las fuentes que consultemos, se cuenta que hubo manifestaciones en 80 o incluso en 90 países. Y dentro de los mismos, en 900 o en más de 1.000 ciudades. Protestas pacíficas en la inmensa mayoría de los casos.
Sin embargo, la portada del día siguiente de un diario español, conservador y monárquico de toda la vida, mostraba un coche ardiendo y, al lado, un joven con la cara tapada lanzando un objeto contundente…¡En Roma! Ciertamente, tuvieron que buscar mucho y bien, porque fue la única gran capital europea donde se produjeron incidentes dignos de mención. La prensa nacional e internacional fue unánime, al hablar de protestas indignadas, pero pacíficas.
Resulta paradójico que el españolísimo diario mencionado pusiera tanto empeño en obviar que esa movilización mundial a todas luces ejemplar era, en gran medida, Marca España, pues nació y se inspiró en el 15M español. Pero eso daba igual. Lo importante era vincular al 15M con la violencia. Y esto es importante recordarlo ahora, más de una década después, porque ya tenemos una perspectiva histórica y sabemos que nadie, ni los más reaccionarios, pueden defender de manera solvente que el 15M fuera un movimiento violento.
Esta criminalización es una de las reacciones más habituales, por no decir la principal, desde ciertas posiciones de poder cuando estallan movilizaciones sociales que cuestionan abiertamente el statu quo. Pareciera como que nuestras aparentemente sólidas democracias necesitan del silencio de los de abajo para no asustarse. Es decir, todo va bien cuando las únicas voces que son escuchadas son las voces de los que siempre deciden, las voces de los grandes líderes políticos y económicos.
El problema es cuando de repente surgen nuevas voces y nuevos actores políticos y sociales con los que no se contaba. Ese suele ser el momento en el que todo se complica. Y en el que aparecen los expertos de turno alertándonos de graves señales de polarización, de radicalismos, de violencia e, incluso, de crisis de las democracias. Estas voces de alarma se dan no porque existan graves problemas sociales y económicos, sino porque las víctimas de dichas disfunciones deciden dejar de callar.
Así pasa en la llamada “democracia del espectador” sobre la que tanto nos advierte Noam Chomsky. Una democracia que no está preparada para una verdadera participación popular que vaya más allá de lo razonable, y lo razonable para determinados grupos de poder se limita a votar una vez cada cuatro años. Todo lo que se salga de ese carril resulta siempre conflictivo y nos lleva inevitablemente a situaciones complejas para quienes están acostumbrados a mandar, porque esos nuevos escenarios les obligan a cambiar sus planteamientos y a prestar atención a lugares a los que no quieren mirar. Directamente, no saben manejar este cambio de escenario ni quieren aprender a hacerlo. Por eso suelen elegir el camino más corto, el de criminalizar, en lugar de integrar las voces disidentes.
Lo anteriormente descrito no significa que sea imposible, pero sí muy complicado, que estas corrientes que nacen en los márgenes del sistema lleguen a ocupar lugares de decisión política y económica. Por eso podemos decir que nuestra democracia es muy imperfecta, pero sigue siendo una democracia al fin y al cabo. Pero es evidente, y sobran los ejemplos en los últimos años, que quienes lo consiguen pagan un alto coste político y personal y sufren agudas campañas en su contra en las que se emplean todo tipo de recursos políticos, mediáticos, económicos, judiciales, policiales y otros manifiestamente ilegales que no tienen cabida en un Estado de Derecho.
Últimamente se ha añadido al grupo de sospechosos habituales un nuevo miembro, una nueva diana a la que ya están empezando a apuntar desde las posiciones más reaccionarias. Hablamos de los nuevos movimientos climáticos, cuyas acciones son a menudo mediática y visualmente contundentes, sin duda, pero la realidad es que nunca resultan dañadas personas ni realmente tampoco bienes materiales, salvo que pensemos que usar pinturas biodegradables que se van con un manguerazo es tan grave. Y, sobre todo, nada más grave que la pérdida de un planeta que hasta hace poco nos ofrecía condiciones idóneas para el desarrollo de la vida para pasar a convertirse, si no lo remediamos, en El planeta inhóspito, como señala el libro del periodista David Wallace-Wells.
En todo caso, y sea cual fuere nuestra postura sobre, por ejemplo, echar un bote de sopa sobre Los girasoles de Van Gogh, en realidad sobre el cristal que protege la obra, evitando por tanto un daño real –este es siempre el modus operandi en este tipo de acciones– lo que está claro es que eso no es terrorismo. Sin embargo, el concepto del terrorismo está empezando a relacionarse con los activistas climáticos. Y no por casualidad.
Por supuesto que hay una intención detrás del hecho de que fuera precisamente la Brigada Antiterrorista la encargada de detener a esos peligrosos científicos de Rebelión Científica que en abril de 2022 se atrevieron a teñir el Congreso de los Diputados con agua de remolacha, de esa que se quita con un chorro de agua. Por cierto, recientemente se ha sabido la posición de la fiscalía, que solicita penas de prisión de un año y nueve meses para los 15 activistas implicados en esta acción. La conclusión es evidente: se ha puesto en marcha la maquinaria de la criminalización.
Ya hubo un aviso previo cuando la Fiscalía General del Estado incluyó a Extinction Rebellion y Futuro Vegetal en su informe anual de 2022, señalando a dichos colectivos como posibles amenazas dentro del apartado de Terrorismo nacional y del subapartado Ecologismo radical. Los mensajes que se lanzan son cada vez más claros, por mucho que luego explicaran desde la fiscalía que esa mención no significa que los considere terroristas.
Las señales están claras y se están repitiendo en otros países. Quizá el aviso para navegantes más elocuente fue el que vino de Francia, cuyo gobierno se atrevió a ilegalizar en junio de este mismo año el movimiento Soulèvements de la Terre. El ministro del Interior, Gérald Darmanin, se atrevió a afirmar que las acciones de sus miembros revelaban claros signos de “ecoterrorismo”.
Ciertamente, en Soulèvements de la Terre son partidarios de la acción directa, de las ocupaciones e incluso del sabotaje de aquellas infraestructuras que consideran nocivas para el medio ambiente. También debemos tener en cuenta que sus protestas son en realidad producto de la reacción de grupos muy diversos que incluyen a jóvenes agricultores franceses que sufren unas condiciones de precariedad y empobrecimiento cada vez más agudizadas y que amenazan con ir todavía a peor. Y a los que se lleva décadas sin dar una respuesta satisfactoria desde los mismos que ahora los tachan de terroristas.
Afortunadamente, en agosto, poco tiempo después de la ilegalización de este grupo, el Consejo de Estado, una especie de Tribunal Supremo y órgano de asesoramiento jurídico al mismo tiempo, revocó dicha decisión del gobierno francés. Los magistrados entendieron que la decisión del Gobierno «vulneraba la libertad de asociación” y, además, consideraron que los elementos aportados por el Ministerio del Interior para justificar la legalidad del decreto de disolución de Soulèvements de la Terre no parecen «suficientes», ya que ni los documentos ni los intercambios en la audiencia «permiten considerar que el colectivo respalde en modo alguno actos de violencia contra las personas».
En este sentido, el Consejo de Estado francés parte a nuestro entender de una idea que es fundamental que analicemos bien: una cosa es que un colectivo apoye la violencia claramente y otra cosa es que un colectivo pacífico, a la hora de defender sus intereses, acabe estando involucrado en situaciones violentas que son resultado del choque de sus intereses con otros intereses totalmente contrarios. Recordamos las míticas huelgas y protestas sindicales de los años 70 y 80 que en múltiples ocasiones terminaban en auténticas batallas campales. Pero eso no significaba que los sindicatos fueran naturalmente violentos, sino que había un choque brutal de intereses totalmente antagónicos que hacían inevitable el estallido de conflictos violentos. Saber distinguir estas cuestiones es lo propio de una sociedad madura que entiende que una democracia, al acoger grupos con intereses tan diferentes, siempre va a ser naturalmente conflictiva, lo cual no significa que sea violenta.
De igual modo, el agravamiento de la emergencia climática va a traer inevitablemente mayor conflictividad social, política y económica. Por no hablar de que es un caldo de cultivo más que apropiado para el estallido de cruentas guerras provocadas por la creciente escasez de recursos. Todo esto es lo realmente importante y a lo que deben poner solución nuestros responsables políticos y económicos. De aquí y de allí. A nivel nacional y a nivel mundial. Demasiado grande es ya este desafío, de proporciones civilizatorias y globales, que tenemos entre manos como para seguir jugando a la creación de enemigos imaginarios. Los activistas ambientales no nos deben dar miedo. Se están jugando el tipo por todos nosotros. Están, sin lugar a dudas, en el lado bueno de la historia. El miedo, el terror en realidad, nos lo deben causar más bien los que, pudiendo decidir, siguen mirando para otro lado, más preocupados por su posición de poder que por el futuro de toda la humanidad.
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