‘Rigoletto’: un abucheo inmerecido para un fantástico montaje
El director de escena Miguel del Arco se ha estrenado en las grandes ligas de la ópera con un ‘Rigoletto’ de altísimo voltaje en el Teatro Real y, una vez más, su trabajo no ha dejado indiferente. Al terminar la representación de estreno, el pasado sábado, cuando los responsables del equipo dramatúrgico y escenográfico salieron a saludar, fueron recibidos con un abucheo de esos que dan hasta un poco de vergüenza ajena. ¿Fue merecido? Este cronista opina que no.
El director tomó la arriesgada decisión de contar con crudeza y verdad la violencia machista que destila esta obra maestra de Verdi. A nadie podría extrañarle en los tiempos que corren (1.238 mujeres han sido asesinadas en España por violencia de género en los últimos 20 años) que un regista decida abrir una brecha en la cuarta pared para dejar entrar a borbotones una lacra social que, lamentablemente, ha formado parte de nuestra sociedad prácticamente desde que el tiempo es tiempo, pero que, afortunadamente, ha llegado a convertirse en un asunto de Estado en gran parte de las democracias avanzadas en el mundo. La violencia del hombre sobre la mujer, por el simple hecho de ser mujer, es una realidad aberrante y repulsiva.
Sin embargo, en España, como en otros países del mundo, cierto sector político marcadamente de derechas no tiene ningún reparo en negar la existencia de la violencia machista. Lo hacen sin ningún complejo, ni rubor, en pleno uso de su libertad de expresión, en sedes parlamentarias y contando con el altavoz de los medios de comunicación y la gasolina (a veces el napalm) de unas redes sociales incontrolables que se han convertido en la vía de transmisión de un virus que contiene las sombras de lo más abyecto del ser humano. A nadie se le escapa que la furibunda crítica a la propuesta de Miguel del Arco tenía su origen fuera del teatro. Ese abucheo fue en gran parte ideológico. Estoy convencido. Hay personas a las que no les gusta que les digan las cosas a la cara.
La propuesta de Miguel del Arco no añade nada nuevo al libreto de Francesco Maria Piave, basado en la obra teatral El rey se divierte, de Víctor Hugo, pero toma dos decisiones comprometidas. Por una parte deslocaliza la acción con la intención de universalizar los hechos que allí se representan y, por otro lado, en la balanza moral de los personajes masculinos pesa más su parte oscura que la empática. Así mismo nos los había dicho ya el director en una entrevista previa: “‘Rigoletto’ forma parte de la cultura de la violación”.
Rigoletto, el bufón contrahecho, es un personaje desalmado, capaz de lo peor para saciar su alma vengativa. Del Arco le quita la deformidad física e incide más en su deformidad moral. Sí, parece un padre abnegado, que trata de defender a su hija de los peligros de la Corte. Pero en realidad es un secuestrador que encierra a su hija para no sufrir él mismo la humillación de la deshonra y la burla. Rigoletto es una víctima de sí mismo, es un ser agresivo que reacciona con más violencia frente a la violencia, siendo cómplice de la creación de un mundo invivible a su alrededor. El duque es simplemente un depravado mujeriego que no tiene ningún reparo en abusar de toda mujer que se le ponga por delante y que para sus fechorías cuenta con las complicidad de su bufón.
Sven Jonke, que, visto el resultado, no puede negar sus estudios de arquitectura en la facultad de Zagreb, firma junto a su grupo (Numen / for Use) y la escenógrafa Ivana Jonke la elegante, eficiente y bellísima puesta en escena para este Rigoletto. (Numen / for Use) es un colectivo que trabaja en los campos del arte conceptual, la escenografía, el diseño industrial y espacial. Su idilio con el teatro comenzó, curiosamente, en Madrid, con una producción del Infierno de Dante, dirigida por Tomaz Pandur para el Centro Dramático Nacional en 2004.
Gran parte de su propuesta para Rigoletto se basa en volúmenes arquitectónicos o topográficos ideales creados, en ocasiones, por medio de telas hinchables y moldeables de una versatilidad impresionante. Tanto, que los propios cambios escenográficos que se realizan a la vista del público se convierten en una especie de performance de diseño en sí mismas.
Para la suntuosidad del salón de baile del palacio del primer acto se valen de la riqueza del terciopelo del telón del teatro que, nada más empezar la obra, se deconstruye vertiginosamente. Unas elegantísimas lámparas de neón cilíndricas, que se abren con un mecanismo parecido al de las sombrillas, pero invertido –que ya utilizaron en la versión teatral de Guerra y Paz dirigida por Tomaz Pandur en el Teatro Nacional de Zagreb en 2011–, contribuyen a la suntuosidad de la escena dentro de ese espacio onírico o mental en el que toda la obra se desarrolla.
Esta herencia de la arquitectura más contemporánea que nos recuerda a autores como Izaskun Chinchilla o Andrés Jaque despliega todo su poder conceptual en la segunda escena del primer acto. Desde el fondo del escenario avanza, como una sombra gigantesca, una enorme ladera negra que en su camino hacia la embocadura del proscenio cubrirá la madera del suelo del salón de baile. De esa negritud peligrosa, de esa nada agresiva, solo emergerá literalmente una burbuja. Esa en la que Rigoletto tiene secuestrada a su hija Gilda bajo el cuidado de una dama de compañía para que nada pueda dañarla. Cuando esa burbuja se abre y se ilumina observamos que se trata de un jardín vertical, un entorno ecológicamente eficiente, un claro guiño, además, a la arquitectura respetuosa con el plantea. Tal vez una píldora conceptual más sobre la nada que nos espera si no hacemos caso del cambio climático. Otro de los temas tabú para el creciente negacionismo de la derecha.
En ese pequeño hábitat, Gilda, interpretada magistralmente por la soprano Adela Zaharia, canta su famosa aria Caro nome, después de recibir la visita prohibida del duque haciéndose pasar por un estudiante del que ella está secretamente enamorada. Uno de los momentos más eróticos de la representación, no solo gracias a la soberbia interpretación de Zaharia, sino por las evoluciones de parte de las bailarinas que desnudas simbolizarán el despertar sexual de una mujer apartada de la vida.
Tal vez lo peor de esta producción sea el, a veces, excesivo uso que hace Del Arco de ese grupo de 15 bailarinas. O más bien algunas decisiones coreográficas de Luz Arcas, que en su ánimo por subrayar lo abyecto, en ocasiones, francamente, termina por distraer más que otra cosa. El recurso de las bailarinas parece lógico y eficiente para la dramaturgia en la primera escena del primer acto, esa fiesta a lo Eyes wide shut en la que los señores que pueden pagárselo se reparten, para su disfrute, a una serie de señoritas convenientemente vestidas del color del oro. También cumplen su función cuando, vestidas de morado (evidentemente no es casual), entregan el cuerpo de la secuestrada Gilda. O en ese visual y musicalmente impactante final de la obra en la que Gilda termina sacrificándose para evitar la muerte de su amado. Una potentísima imagen que recuerda a un de las instantáneas que el fotógrafo estadounidense Spencer Tunick realizó en su visita a San Sebastián cuando fotografió un buen número de cuerpos desnudos tirados sobre el rompeolas de la playa de la Zurriola como si el mar los hubiera dejado allí. Aquí, esos cuerpos desnudos, a los que inevitablemente Gilda se unirá, emergen del fondo del río en una clara denuncia de que el número de mujeres que sucumbe a la violencia de los hombres es insoportable.
Obviamente, esas mujeres suponen un contrapeso casi imprescindible para una obra eminentemente masculina. Los hombres del coro del Teatro Real estuvieron absolutamente brillantes, no solo en lo musical sino también en lo actoral, como esa turba grotesca y agresiva cuya gasolina es una testosterona mal gestionada. El viento de la tormenta del tercer acto no habría sido lo mismo sin el buen hacer de ese coro que hace gala de una solidez digna de elogio.
En el foso, en la dirección musical, Nicola Luisotti volvió a dar una lección de buen hacer. Rigoletto es una de las partituras más bellas de Verdi y el maestro desde el podio supo hacerla valer e incluso crecer en un medioambiente que se intuía hostil desde el primer compás. Incluso en el tercer acto, cuando más cuchicheos y más malas vibraciones llegaban desde el patio de butacas hasta el escenario, supo mantener el tono. No hay burdel arrastrado, ni entorno hostil que pueda con algo como La donna é mobile, y el cuarteto Bella Figlia Dell’amore brilló como si Luisotti mismo hubiera decidido que ese momento tan solo le perteneciera a él y a los cantantes.
El barítono francés Ludovic Tézier compuso un Rigoletto potente y brutal. Recibió la mayor ovación de la noche junto a la soprano Adela Zaharia, encargada del papel de Gilda. El tenor mexicano Javier Camarena, uno de los cantantes más queridos por el público del Teatro Real, no acabó de encontrar su sitio en la piel de un duque de Mantua llevado al extremo del libertinaje en esta producción. Estuvo visiblemente incómodo en el primer acto. Cantó con solvencia, pero tal vez le faltó ese extra de belleza que imprime la confianza cuando estás de acuerdo con todo lo que ocurre a tu alrededor.
Estamos pues, en general, ante un fantástico montaje que cuenta con algunas decisiones arriesgadas y un lenguaje contemporáneo que, tal vez, no sea muy del gusto del conservador público de estreno del Teatro Real, pero no tan arriesgado como para merecer esa furia sobreactuada como lo fue ese abucheo.
El Teatro Real ha programado 22 funciones hasta el 2 de enero de 2024 con tres elencos para esta nueva producción de Rigoletto en coproducción con la ABAO Bilbao Ópera y el Teatro de la Maestranza de Sevilla.
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