Del Lake District a Yorkshire, de las hermanas Brönte a Sylvia Plath
Entre las bellas montañas y los oscuros lagos del Parque Nacional del Lake District (distrito de los Lagos, Patrimonio de la Humanidad) en la región de Cumbria en Inglaterra, es fácil encontrarse escondidos entre olmos y robles, a veces a la orilla de algún río o en lo alto de una colina, algunos de esos lugares que han recorrido autores de la talla de William Wordsworth y Samuel T. Coleridge, los padres del romanticismo inglés, Beatrix Potter, escritora de cuentos infantiles, John Ruskin, escritor y filósofo, o Robert Southey, poeta romántico, personas que nos enseñaron a pensar o a idear una realidad a veces más amable, menos arisca. De allí vamos a viajar al condado de Yorkshire, a los paisajes donde vivieron las hermanas Brönte y donde está enterrada Sylvia Plath. En la semana de FITUR, la Feria Internacional de Turismo en Madrid, en ‘El Asombrario’ seguimos apostando por esos viajes que nos calan, que no se quedan en la epidermis, más amables y menos impactantes, en comunión con la naturaleza y la cultura.
Estas montañas y estos lagos tuvieron ese poder decisivo para convocar a mentes brillantes. Coleridge y Wordsworth, por ejemplo, se conocieron en 1795 y la amistad entre ambos les llevó a escribir juntos, en estas tierras, el libro Lyrical Ballads, una de las más importantes obras en literatura inglesa, origen del movimiento romántico y en cuyos poemas utilizan un lenguaje cotidiano sobre temas mundanos, desafiando la ostentación y la fraseología vana de la poesía del momento. Dos poetas unidos contra las convenciones, sublimados por la comunión con la naturaleza.
En un entorno como el del Distrito de los Lagos, no es difícil imaginar que para Wordsworth la naturaleza actuara para el hombre como un profesor y como un padre. Aquí la vista se pierde en una inmensidad deslumbrante de campos verdes, prados y oscuros bosques, y aquí se encuentra el lago más profundo de Inglaterra, el Wastwater en el valle de Wasdale y muy cerca, la montaña más alta, Scafell Pike, que con sus 978 metros otea el horizonte imponiendo su hermoso perfil por encima de las nubes.
La naturaleza en el Lake District anda llena de récords. La soleada mañana en la que visito el lago Wastwater su superficie, agitada por una brisa templada, presenta olas blancas que ejercen un magnetismo especial porque son como de mar, y no parecen corresponder ni a este espacio ni a esta época. La hierba y las pequeñas flores de las orillas transportan a los paisajes verdes de los lagos altos y helados de los Pirineos.
En Dove Cottage, en la localidad de Grasmere, la casa de juventud en la que William Wordsworth vivió con su hermana, la también poeta Dorothy Wordsworth, se encuentran la paz y el silencio cómodos y reflexivos que hace 200 años hubieron de vivir los hermanos, en un momento, tras el regreso de William de París, en el que cambió la razón de los Ilustrados por la espiritualidad de una naturaleza vibrante.
El poeta había visitado el París revolucionario de 1791 y quedó impresionado por las nobles capacidades que intuía en la Revolución Francesa para cambiar el mundo, su mundo de entonces, que él veía lleno de injusticias y de gente humilde. Aquel acontecimiento venía para cambiar las vidas, pero el escritor pronto se desilusionó y su paso por París fue un revulsivo para denunciar la vileza del ser humano. Como dice en sus Versos escritos en el comienzo de la primavera: “A sus bellas obras la Naturaleza unió / el alma humana que por mí corría / y afligió mucho a mi corazón pensar / en lo que los hombres han hecho de los hombres”.
En la acogedora casa, la mujer que guía la visita nos indica que el artilugio extraño que está sobre la mesa de madera envejecida es una especie de abanico que William usaba ya de muy mayor, para leer cerca de la luz de las velas y conseguir atenuar la luminosidad directa que sus ojos enfermos no podían soportar. Puede que los ojos de Wordsworth estuvieran para entonces demasiado cansados de mirar a los hombres.
El paisaje del Lake District está jalonado de pequeños pueblos como Ambleside, a los pies del lago Windermere, el más grande del país, en un entorno embellecido por jardines de rododendros multicolor y dedaleras. Son los paisajes que se atrevieron a pintar evocadoramente Constable o Turner. El pueblo de Ambleside me recuerda a los de Huesca o de la sierra de Guadalajara, con casas hechas de pizarra negra, ventanas decoradas con macetas de flores, calles estrechas y terrazas, pero hay algo menos rústico en estos parajes, más civilizado. La casa rural donde nos alojamos tiene dos pisos cubiertos de una espesa moqueta, y un jardín estupendo en el que los mirlos y las grajillas nos acompañan a la hora del pantagruélico desayuno inglés.
Mis pasos me llevan ahora a Ravenglass, en el estuario del Esk, donde termina el pequeño tren turístico que desde la localidad de Eskdale recorre los 11 kilómetros de vía mínima, construidos en 1875 para transportar mineral de hierro hasta la costa. Un cartel indica que es el tren más pequeño de Inglaterra. Un nuevo récord. En Ravenglass, en una heladería cerrada, me encuentro con una típica out-of-hours honesty box (caja de honestidad fuera de horas) que, a falta de personal, da la posibilidad a los clientes de hacerse sus helados al gusto, dejando el dinero en la caja, y todo el mundo cumple con las instrucciones a rajatabla. En la pequeña Coniston, alrededor de su lago se ven parejas de faisanes escondidos entre robles pubescentes y lisimaquias, y caballos con capucha, pastando tranquilos en las orillas. Coniston se hizo famoso porque en su lago se batieron los récords de velocidad jamás alcanzados por una lancha motora de propulsión a chorro, la Bluebird K7 de Donald Campbell que, en este lago, alcanzó los 418’99 km/hora en 1959. Su protagonista murió unos años después en un nuevo intento por batir su último récord en otros lagos del mundo. Las proezas de la ingeniería británica no conocen límites. Los poetas de los Lagos se acercaban a la naturaleza para unirse a ella; el ingeniero perturbó la tranquilidad natural del lago para desafiarlo.
Buscando otros referentes literarios por el norte me adentro en el condado de Yorkshire, a menos de dos horas de conducción del Lake District, pero en este lugar el paisaje ha sido modelado de una forma muy diferente. La escritora británica Frances Hodgson Burnett, nacida en Manchester, escribió sobre Yorkshire en su novela El jardín secreto: “No son campos ni montañas; son solo millas y millas de tierra salvaje donde nada crece salvo brezos, tojos y escobas y donde nada vive excepto ponies salvajes y ovejas”. Las ovejas son de la raza autóctona Swaledale, perfectamente adaptada a este hábitat, que salpican de blanco y negro los pastos. Ya no queda rastro de los hermosos perfiles de las montañas ni de los extensos lagos que salpicaban el paisaje en el Lake District.
Para llegar a Haworth, en Yorkshire, hace falta atravesar los páramos desolados y sombríos y las turberas agrestes que Emily Brontë magnificaba en su obra maestra Wunthering Heights (Cumbres borrascosas), de 1847, la gran novela de la visión metafísica del destino, la obsesión, la pasión y la venganza de sus protagonistas, Heathcliff y Catherine. Probablemente no haya mucha gente en todo el planeta que no conozca la famosa novela que ha cautivado e inspirado a generaciones de lectores. En Haworth, la habitación de Emily, en la casa parroquial donde vivió la familia, se mantiene igual a como ella la utilizó, casi 200 años después; ya se sabe cómo son los británicos manteniendo impoluto su legado histórico, gracias entre otros al impulso de su National Trust, una especie de Patrimonio Nacional, pero para todo tipo de lugares de interés histórico o de especial belleza natural. El hogar de las hermanas Brontë (los hermanos Bell se hacían llamar, antes de que pudieran escribir sin seudónimo) está repleto de turistas, hay una mujer tan excitada que apenas es capaz de articular palabra, tiene lágrimas de emoción en sus mejillas. Charlotte, Emily y Anne Brontë levantan verdaderas pasiones en este país, las tres muertas antes de cumplir los 40 años, igual que el único hermano. El padre, sacerdote anglicano, les enterró a todos. Se sospecha que los cuatro miembros de la familia Brontë pudieron haber perecido tan jóvenes debido a la filtración en las aguas del suministro de la casa de materiales en descomposición provenientes del cementerio ubicado enfrente, atestado de cadáveres y escasamente oxigenado en las primeras décadas del siglo XIX.
Movido por ese atractivo de las hermanas Brontë, Ted Hughes (1930-1998), el gran poeta británico del siglo XX quiso traer a su esposa Sylvia Plath a Haworth en 1956, para visitar el entorno y conocer con detalle dónde escribieron las escritoras o cuáles eran sus lugares preferidos entre las colinas, buscando tal vez algo de inspiración. Ted Hughes había nacido en Mytholmroyd, no lejos de Haworth. Tengo de nuevo esa cautivadora sensación de estar pisando una tierra que tiene el extraño privilegio de convocar creadores, hombres y mujeres de enorme talento. Tal vez todo se comprende mejor cuando se mira al paisaje con los ojos de un neófito.
Hughes, de una virilidad desbordante, había pasado su infancia y su juventud entre estos campos y estos ríos, curtiéndose como chaval aficionado a la caza y a la pesca, y conocía bien esos páramos que le habían enseñado la vida, pero también le habían mostrado la muerte, que nos relata en poemas como Lucio, donde describe descarnadamente el canibalismo de estos peces, o en Viento: “Los campos tiritando, la línea del horizonte una mueca, / A punto de estallar en cualquier instante y salir volando: / El viento lanzó lejos una urraca, y una gaviota de lomo negro / Se dobló lentamente como una barra de acero”.
Sin embargo, Sylvia, nacida en Boston, nunca había estado tan cerca de la naturaleza en estado puro. En Yorkshire, el paisaje pétreo y desconcertante protagonizó algunos de los poemas que escribió entonces. Tan solo un mes antes de visitar Haworth, la pareja había viajado en su luna de miel al Benidorm rústico de turismo incipiente, donde Ted escribió, entre otros, el poema Tu odiabas España, en uno de cuyos versos, a Sylvia la describe “tímida como una colegiala estadounidense”. Aquel Benidorm primitivo también causó una enorme impresión en Sylvia, que describió en su diario personal los pulpos vivos del mercado, las cabras ocupando las calles, la falta de agua corriente o los matadores de toros. En Yorkshire, el valle casi permanentemente oscuro en mitad del invierno, a Sylvia no le pareció el mejor lugar del mundo para echar raíces a pesar de la insistencia de Ted. Ella escribió mucho y dejó una novela basada parcialmente en su vida cuando era más joven, La campana de cristal, además de sus dos sensacionales colecciones de poesías, Ariel y Tres mujeres, aunque sus obras son todas relevantes. La poeta, que había sufrido episodios de inestabilidad emocional desde siempre, decepcionada y deprimida, se quitó la vida en febrero de 1963: tenía 30 años y dos hijos, y ya estaba separada –y harta– de Ted por sus infidelidades. Dejó para la posteridad un legado de poemas conmovedores, únicos. Fue Hughes quien decidió que se quedara enterrada aquí en Yorkshire.
Para conocer la tumba de Sylvia Plath en Heptonstall, desde Haworth hay que pasar antes por la bonita localidad de Hebden Bridge, en el valle del Rio Calder, que el amigo británico que nos hace de guía turístico improvisado, nos indica que está considerada hoy como la capital lésbica del Reino Unido. En las BBC News encuentro una noticia que habla de ello indicando: “Algunos lugares de este país se conocen por poseer un número desproporcionadamente elevado de gays y lesbianas como Londres, Manchester, Brighton y Hebden Bridge”, y añade un concienzudo relato de las teorías que explican el porqué. Otra vez la misma idea de la desproporción. Una carretera con una fuerte inclinación asciende al cementerio de la Iglesia metodista donde está enterrada la poeta. La pendiente me recuerda a la que en mi pueblo sube también altiva hacia el cementerio, como si solo en las alturas pudiéramos los vivos enaltecer a los que se han ido para siempre.
La lápida de Sylvia Plath, que carece de medallón oval o de foto, parece desangelada, con la hierba alta rodeando la tumba de piedra. Coincidimos frente a la lápida con un animado grupo de británicos de la zona. Una de las mujeres nos confirma que vivió el momento en el que el suicidio de Plath se publicó en los periódicos y que lo recuerda como si fuera ayer. “Everybody was very touched (todo el mundo se quedó conmocionado)”, nos dice con un fuerte acento de Liverpool o de Manchester.
Dicen que en su poema Edge (Filo), de 1960, Sylvia Plath ya describía su final, como una premonición tal vez. Sus palabras estremecen por su crudeza: “La mujer ha alcanzado la perfección / Su cuerpo / muerto muestra la sonrisa de la realización; / la imagen de una necesidad griega / fluye por los pliegues de su toga, / sus pies / desnudos parecen estar diciendo: / hasta aquí hemos llegado, se acabó”. Hughes siguió escribiendo hasta convertirse en uno de los poetas más laureados en lengua inglesa. Quién sabe cuánto le debe a Sylvia Plath.
Sylvia quedó enterrada para siempre en Heptonstall, en medio de una naturaleza asombrosa, que hasta cierto punto le era hostil. Para William Wordsworth, enterrado en Grasmere en el Lake District, la relación de la naturaleza con el ser humano era parte de un todo más grande, y Ted Hughes, el cazador, el pescador de Yorkshire, coincide con el autor romántico en ese pensamiento. En su breve recopilación titulada Flowers and insects (Flores e insectos), de 1986, Hughes incluye el poema Daffodils (Narcisos) en una obvia alusión a Wordsworth que tiene un poema que se titula igual, una de sus más populares poesías, aunque se la conoce más por el título I wondered lonely as a cloud (Erraba solitario como una nube): “… diez mil narcisos contemplé con la mirada, / que movían sus cabezas en animada danza. / También las olas danzaban a su lado, / pero ellos eran más felices que las áureas mareas: / Un poeta sólo podía ser alegre /en tan jovial compañía…”.
Al despedirnos de la tumba de Sylvia, reparo en las flores, las naturales están marchitas, plantadas en una pobre maceta de plástico azul. Hay unos narcisos artificiales colocados muy cerca de su nombre grabado en la piedra, y me pregunto si tal vez se han dejado allí con la intención, precisamente como en el poema de Wordsworth, de hacerle jovial compañía, como si fuera un conjuro de Wordsworth y de Hughes para dotar al entorno de un aire más amable para Sylvia. Lástima que sean de plástico.
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