Ana Castro es ‘La cierva implacable’ contra el conformismo
La poesía de Ana Castro es un grito. Y su segundo poemario, ‘La cierva implacable’, vuelve a ser un grito de dolor, pero esta vez también de rebelión frente a una herencia familiar que quema y agota. La poesía de Ana Castro ha nacido para perturbar el conformismo.
Qué fácil es sumergirse en el territorio poético de una mujer como Ana Castro (Pozoblanco, Córdoba, 1990), qué fácil es empatizar y personificarse en sus versos duros, extensos, densos como esa capa de hielo bajo la que se le niega la vida al intrépido paseante que desafía aquellos paisajes que no le convienen a su cotidianidad. Qué fácil es anexionarse al ritmo interno de esas reflexiones suyas que laten como late la libertad en el pecho y los músculos de un caballo desbocado.
Ya logró en El cuadro del dolor, su anterior trabajo, convocarnos y nombrarnos a todas las mujeres del mundo, y ahora lo vuelve a hacer, pero desde un prisma aún más rotundo si es que eso es posible.
La cierva implacable hace honor a su título, a la velocidad eléctrica de sus poemas, a la feroz versatilidad que demarca los abismos que alimentan este libro tan humano como espectral. Este libro, en el que el ininterrumpido y riquísimo desdoblamiento de la autora, y protagonista, entronca de manera irrevocable la poesía de la autora cordobesa con la ya mítica poética de Emily Dickinson. Ambas convierten el primitivo hermetismo de sus vidas en la cara más hermosa de la libertad. En un canto que desmantela el mutismo que devora la biografía de tantas y tantas mujeres:
“Nos han educado mal:
la sangre tan solo es sangre”.
La poesía de Ana Castro ha nacido para perturbar el conformismo, para darnos armas que jamás hieren, y cuya política interior articula una naturaleza a priori muerta en el interior de las mujeres que se espera que seamos y que acontece primero en el seno de la propia familia y después en el corazón podrido de una sociedad que no sabe ni nombrarnos ni respetarnos:
“Una vez descubierto el fraude,
mi identidad se ha derrumbado:
quién soy yo si mamá no es esa madre,
mi madre”.
La poesía de Ana Castro es un grito, pero el grito privilegiado que goza del poder totalitario e incorruptible que solo consigue la obediencia del silencio.
En La cierva implacable hay versos perturbadores que atraviesan todas las edades de quien lo lee. Sus páginas son una fábrica inagotable de verdades, de transfiguraciones que respetan con ahínco e inteligencia la idiosincrasia de quien se sumerge en ellas:
“¿Cómo pronunciar mi nombre
si me pusiste el tuyo
como signo de propiedad?”
“Pero su hija ya no será jefa –como él
de un trabajo que la haga feliz,
que es lo que siempre quiso”.
Castro habla de la identidad, de la precariedad, del dolor, de los estigmas que deja la enfermedad en el porvenir de una mujer. Y nos cuenta que a veces pronunciar un nombre, aunque sea el de la madre o el de la hija nonata, nos llena de heridas la boca y, aun así, estamos obligadas a pronunciarlos y a forjar a través de ellos un destino inesperado y paradójicamente mutante.
Castro es una poeta de una solidez ingobernable. Y tiene esa doble alevosía al contar las cosas que tanto la acerca a Lorca. Castro va de la tragedia al júbilo sin que el lector sea capaz de percibir la larga senda que ha de escarbar y excavar para lograrlo. A ratos se siente el lector jaleando los movimientos folclóricos y enraizados de la gran Tarara y a ratos se encuentra chocando dentro de la salvaje boca de la malograda y valiente Martirio de La casa de Bernarda Alba.
Castro es rotunda y anímicamente indestructible. Su poética del dolor comienza a ser la férrea estructura sobre la que se levantará la fortaleza de una nueva generación.
Castro habla de dolor corporal, pero también de dolor ancestral. Sus versos distribuyen una nueva y efervescente iconografía sobre un mapa rancio y roído en el que ya no hay lugares a los que desplazarse.
Castro escribe La casa llora y construye esa forma de futuro capaz de inmolarse para darle poder y resiliencia al presente:
“La que era mi casa llora y no puedo acariciarla”.
La cierva implacable es un hogar para supervivientes, el anatema que va a servirle a Dios y al patriarcado como imperecedero sudario. Sin embargo, es también un testamento de muros frágiles, de páramos anegados por el frío, el desasosiego, el desarraigo, roído por la boca amarga, lenta y maloliente que abre a veces la familia para devorarnos:
“No sé si en esta que era mi casa
alguien más ha llorado desde que me fui”.
La cierva implacable fomenta los versos limpios que hacen fermentar lo contestatario, ese hálito de lo confesional que evoca y homenajea a poetas como Anne Sexton, Wislawa Syzmborska y a novelistas como Lucía Berlín, siempre alineadas en favor de esa verdad individual que sin saberlo convoca a todas las personas del plural.
La cierva implacable es uno de esos libros que proclama que a veces la vida que alimenta un libro es más útil que la propia vida.
La cierva implacable es un libro crudo, pero de estable entereza en el que no existe lugar para la falsedad. Un libro en el que ni se retoca la luz ni se retoca la oscuridad y en el que hay una firme naturalidad en cada verso, en cada reivindicación, en cada confesión:
“Por fin silencio, calma.
Después de una vida entera
de gritos en todas direcciones
y maltrato doméstico encubierto,
como si no hubiese otra forma de existencia”.
“Pero esta cierva ya no está atrapada
y corre libre
y el horizonte está mucho más lejos”.
Parecía imposible que después de El cuadro del dolor, Ana Castro pudiese convertirse otra vez en el dragón que abre la boca para quemar y purificar el cada vez más conformista, empalagoso y manipulado territorio de la poesía, pero lo ha hecho y ha vuelto a firmar la supervivencia de toda esa estirpe de mujeres que huyen de la asfixiante perversión de los árboles genealógicos.
‘La cierva implacable’. Ana Castro. XXX premio Internacional de Poesía Ciudad de Córdoba. Editorial Cántico. 75 páginas.
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