“Estos últimos años he desarrollado una obsesión por los orificios”
La dramaturga Carla Nyman (Palma de Mallorca, 1996) se estrena en la novela con ‘Tener la carne’. Así resume la editorial (Reservoir Books) la trama: Una chica ha matado a su novio con la ayuda de su madre. Es verano y el calor aprieta en la costa de Almería mientras pasean su cadáver en una silla de ruedas. Tomando el sol y bebiendo cócteles en garitos de playa acompañadas del muerto, la hija llama insistentemente al juez… Hablamos con Carla sobre qué hay detrás de ‘la carne’: “Estos últimos años he desarrollado una obsesión estable por los orificios. Tal vez por esto haya algo en la propia estructura del texto que remita a lo agujereado o lo desagradable”.
Enfrentarse a un libro como el tuyo es, sin duda, un reto para quien lo va descubriendo; el ininterrumpido y falso diálogo de su protagonista se convierte en un rumor que va convirtiéndose en grito hasta pellizcar con determinación y casi rabia la mirada de quien lee. ¿Ese golpe de efecto tiene que ver con su formación teatral o tiene que ver más, tal y como yo he imaginado, con un toque de atención al mercado editorial, con una pequeña y lúcida batalla contra la lineal y aburrida fisonomía de las mesas de novedades?
El propósito inicial tenía más que ver con la lógica del discurso teatral. El texto se originó pensado para la escena. Sin embargo, a lo largo de su escritura las coordenadas espacio-temporales y la voz de la protagonista, atropellada por esos monólogos extensos y arrolladores, fueron tomando una ruta tal vez más narrativa. Tener la carne siempre vivió en esa tensión. En ese borde. He de decir que no tenía muy claro si podía sostenerse narrativamente un monólogo que en su origen fue profundamente teatral. Tal vez sea ahí donde se perciba ese toque de atención a la linealidad del mercado. Pero nunca estuvo en el deseo del libro. Fue más bien un accidente.
Hay actos y actitudes que le son prohibidos de antemano a las mujeres, pocas son desde lo literario y lo vital aquellas que se atreven a trasgredir. Por fortuna, tu protagonista lo hace, acaba con la vida de su novio, de un mujeriego triunfador y narcisista, que inflige esa violencia cotidiana y callada que, sin saber por qué, no se cansan de sostener determinadas parejas. Pero no te conformas con eso, y perpetras contra él una humillación en toda regla. Esos paseos por la playa del novio cadáver son sin duda un género literario en sí. Son un golpe sobre la mesa contra las novelas negras que mueren asfixiadas bajo el torpe humo que exhalan los cigarrillos de sus afamados protagonistas y premiados autores. Perdona que esté siendo tan políticamente incorrecta, pero es que tu novela ha llegado para saltar la banca a pecho descubierto y sin necesidad de hacer esas trampas flojas de los malos tahúres. Has ideado un delirio programado. A ratos me ha recordado a la gran Patricia Highsmith, aunque su política narrativa es diametralmente opuesta. Tu novela es una denuncia chispeante y lúdica. ¿Tuviste desde el inicio diseñada la pluralidad emocional, doliente y caótica de la protagonista? ¿Supiste desde el principio que lo que daría verosimilitud a la historia sería la sobreexposición dialéctica entre tu protagonista y el magistrado?
Agradezco mucho estas palabras. Siempre me hacen ver la novela como un misterio que todavía no he entendido muy bien. Lo cierto es que quería que la protagonista pudiera avanzar en el discurso sin sanción posible. Por eso tal vez se perciba esa pluralidad emocional. Su monólogo no está pasado por el filtro de ningún código civil. Es su exceso de pensamiento en bruto. Es un cerebro estallando ante una situación inmanejable. Cuando esto ocurre, es tan fácil pasar de la risa al asco, del insulto al milagro. Bueno, nada más lejos de la realidad. Todos somos moralmente ejemplares en el discurso, pero antes de esto todo es un caos perverso en la psique. La protagonista habla desde ese estadio anterior a la interlocución. No hay categorías de moralidad. Habla fuera de la ley. Incluso, a pesar de tener al juez como interlocutor, este no le responde; por lo tanto, una vez más, no hay penalización posible. Sus digresiones se convierten inevitablemente en un monólogo interior o en un diálogo consigo misma. Sencillamente habla hacia adelante, sigue, quiere más.
Surgen muchos daños colaterales mientras se lee tu novela. Hay párrafos que dan voz a muchas mujeres, que se convierten en un imparable e insaciable altavoz para aquellas que son estranguladas por el amor tóxico-romántico, para aquellas que son prisioneras del amor tóxico de sus madres. Tu novela habla de las maternidades y paternidades irresponsables. De la lacra que eso supone para quien lo vive. Habla de la infancia como una sombra perversa que nos maltrata mientras estamos vivos, como un misil de crucero que encontrará nuestro cuerpo hasta hacerlo saltar por los aires. Y todo eso lo haces desde un cinismo ágil, desde una reactiva inteligencia. ¿No temiste que la gravedad de los temas tratados se viese diluida por tu (venturosamente) extravagante forma de construir los vicios de tus personajes?
En absoluto. La literatura puede ser un espacio para la controversia subterránea. Para la contradicción. No hay categorías. No hay un policía que detecte excesos de pensamiento o de perversidad. En la literatura no pretendo ser una ciudadana modélica. Ni burocratizarme. Pretendo, en todo caso, encontrar ese flujo continuo de formas de conciencia.
La inteligencia y la frescura aparecen en tu novela como salvajes modus operandi, pero no descolocan al lector pese a la gravedad del trasfondo. ‘Tener la carne’ es una tragicomedia a priori disparatada que a medida que se lee acompaña como un texto de severa hondura. ¿Te costó mucho tener acceso a esas dos velocidades narrativas?
Creo que el absurdo es justamente lo que permite sublimar el horror, dislocarlo. Quiero decir, llama la atención sobre lo extraño. Desnaturaliza la lógica del espanto. Entonces no sabes si reírte o si salir perturbada. Es una parálisis. Ahí es donde aparece esa micro revelación.
Normalmente, cuando un narrador denuncia con la profusión con que tú lo haces, tiende a escoger un camino lento para sus palabras. En cambio, tú usas una locuacidad vertiginosa. Tienes un arrojo descomunal para meter la mano en el corazón de los duelos y quebrantos que hablan de la fragilidad de un ser humano sin caer en el estereotipo. Tu protagonista mantiene una batalla campal con un cadáver. ¿En ningún momento sentiste pudor ante esta novedosa alternativa, ante esta ultra modernizada Carmen Sotillo (protagonista de ‘Cinco horas con Mario’, de Miguel Delibes) que inconscientemente has resucitado?
Era el modo más razonable de narrarlo. Al final, es una mujer hablándole al contestador de un teléfono móvil. La agilidad viene, por supuesto, de esa oralidad o, más bien, de ese desfiladero de pensamientos que no permiten casi el recorte de los signos de puntuación o de la ley.
Tu narración esta cuajada de fragmentos que definen el papel de la mujer en la sociedad actual, ese riesgo de ser llamadas locas por denunciar, por sufrir a estas alturas ante algunas actitudes encalladas en la idiosincrasia conductual de algunos hombres. Fragmentos que revelan potentes maniobras para que puedan salir de las arenas movedizas que a diario las aprisionan. Me ha parecido excepcional por ejemplo ésta: “No se puede dejar de ver a un hombre cuando una está fanática. Algo letal. Y ahora me abrazo a mi madre. Un cuerpo compañero. Y acabamos sacando las palas y el fermento, ¿ve? Y excavamos un buen hoyo del tamaño de un hombre voluminoso, y se confunden las malas intenciones con los juguetes de los niños”. Una declaración liberadora, sanadora, que confundirá a los malos lectores ante las meritorias intenciones de tu magnífica novela. ¿Eres consciente de esta posibilidad?
Bueno, la novela se ha presentado como un thriller. Es siempre más suculento entrar así en un libro. Imagino que se puede leer de muchas maneras. He leído por ahí que decían que Tener la carne era un texto antifeminista. En todo caso, está bien esa porosidad. Como la del discurso de la protagonista. Ni siquiera ella misma tiene una opinión monolítica. La va cambiando a medida que avanza en su parlamento. Acaricia el cuerpo del hombre con sumo pánico y admiración. Y se pregunta qué atentado y qué milagro es este que le pasa. Ese es el espanto y la contradicción de la que hablaba antes.
En la mayor parte de la narración el lector percibe que estás a vueltas con la modernidad impuesta, con sus nocivos estándares, y a muerte contra la deshumanización. Confesiones como esta de su protagonista dan fe de lo que digo: “No tuve opción. Desde una cuenta anónima. Donde subía en días alternos fotos improvisadas de yates, fanatismo trasnochado de los Jonas Brothers y selfies del interior de mi boca, seguí sus avances muy de cerca. Qué nombre, qué aspecto, cuál era su edad, la profesión, quería sacarla de entre todas las mujeres del mundo, así, por los pelos, y decir: esa es ella, la que no soy yo”. ¿Esta crudeza en favor de la credibilidad de tu protagonista corrió en paralelo con la densa ternura con que hila su diatriba hacia el juez? ¿Se complementaron las narraciones o fueron escritas de forma independiente para que no se contaminaran?
La protagonista desarrolla cariño y afectos hacia el juez, tiene puesta su energía libidinal en aquel que es permanentemente una ausencia en su vida y en la de su madre. De nuevo es una paradoja: denuncia y desea detener la huida de estos hombres, pero a la vez ese acto de abandono es donde tiene puesto su deseo.
La relación entre tu protagonista y su madre es un nido infectado de sombras y sospechas. Ella no quiere convertirse en su madre bajo ningún concepto y por eso mata a Bruno, por eso lo exhibe y escoge como cómplice a su madre, para darle un claro mensaje: Yo no soy como tú, aunque haya caído en idénticas trampas. Tu protagonista siente que su madre le ha robado la infancia, y al hacerlo le ha robado las armas para combatir el abuso, el ninguneo al que es sometida por su pareja. Aunque ella mata en muchas ocasiones a la madre mientras dura esta narración, está claro que la muerte que le interesa es la del padre, la de la figura que las ha convertido en parias. Pero no quiere hacerlo a través de imágenes antipáticas o que puedan ser tachadas de manoseada venganza. ¿Fue fácil encontrar el camino hacia esa sutileza?
Con el padre ocurre más o menos lo mismo. Diría que él es la ausencia nuclear que atraviesa a la protagonista y a la madre. Quieren la muerte del padre, pero a la vez desean correr detrás de él, salir a su encuentro. La protagonista se pone a llenar su marcha desde bien pequeña con otros hombres, por ver si así hay forma de recuperarlo.
Yo, Carla, entiendo tu novela como un acto de justicia con las nuevas generaciones. Como novela que enseña que es posible revertir el amor tóxico hasta convertirlo en liberación, porque en la exageración de tu historia hay un ingenio de admirable pulso que pone en evidencia aquello que ha de ser repudiado. ¿Era ese tu objetivo?
El objetivo nunca es del todo claro. Va tomando forma a medida que se va escribiendo. El propio acto de escribir ya es un proceso de revelación. Me fui dando cuenta de que no tenía sentido una protagonista denunciando rotundamente la toxicidad de su relación afectiva. Ella paradójicamente amaba esa ruina. Era allí donde había colocado su deseo, su libido. Esa contradicción es uno de los elementos que articulan su discurso.
Valentísima me parece también esa manera de evidenciar a través de tu historia que todas las relaciones entre madres e hijas no son blancas, sino que algunas veces el cordón umbilical que un día las unió se convierte en una mano podrida que nos une al mundo, que distorsiona la visión de lo que deberíamos ser y nos funde y nos pudre con sus movimientos. Este tema ha sido tratado en muchas otras novelas, pero la complicidad con que la hija subyuga a la madre en la tuya es una imagen muy novedosa. ¿No temiste que esa maniobra de tu protagonista la convirtiera en un monstruo a ojos de los lectores?
No ocurriría nada por catalogar a la protagonista como un monstruo. Al final, el lector si toma ese juicio es en relación a su vida pública. Claramente no queremos desarrollar un deseo criminal, ni una complicidad perversa con nuestras madres. Lo que ocurra dentro de los parámetros de la lectura es muy distinto.
A pesar de lo que narras, ‘Tener la carne’ es una novela blanca, salpicada de una inocencia casi fluorescente que mejora la intuición emocional del lector. ¿Cómo y cuándo ideaste que la inocencia que mana a borbotones de las confesiones de tu protagonista hacia el juez debía ser el salvoconducto para que tu novela no cayese en ese limbo incómodo sobre el que se precipitan aquellas novelas que apuestan todo a la trasgresión irracional?
En general, los pensamientos intrusivos y malignos tienen algo muy ingenuo y gracioso. Todos hemos deseado en algún momento saltar del coche en marcha mientras avanzaba directo a un poste con el profesor de autoescuela dentro, con tal de no volver a suspender otro examen de conducir.
¿Sabe que te has saltado todas las reglas, que lo que has hecho está muy lejos de lo establecido, que tu novela es un ejercicio de imaginación que entronca con vehemencia con infinidad de realidades femeninas que se repiten a diario? ¿Sabes que golpea con fuerza contra el cuerpo de la maternidad, que lo deja maltrecho, noqueado y casi sin ganas de vivir? ¿Sabes que la guerra madre e hija recuerda mucho a la guerra que diseñó Deborah Levi en su también tremenda ‘Leche caliente’?
Imagino que no se saben tantas cosas cuando se está escribiendo. Me alegra profundamente que se reciba así. Para mí, como dije antes, sigue siendo un misterio.
La contra de ‘Tener la carne’ habla del ímpetu almodovariano de tu novela y, sin embargo, el caos del que se alimenta tu protagonista me recuerda mucho más a la estética a veces indescifrable de Cronenberg. ¿Eres consciente de que hay páginas de tu novela que se vuelven abisales para el lector? ¿Forma esto parte de una estrategia para que la ya nombrada inocencia no trabe la importancia de las duras confesiones que salen de la boca de la protagonista?
Me gusta que Tener la carne recuerde a Cronenberg. Lo admiro mucho. Así como a Julia Ducournau y a otros cineastas que trabajan lo abyecto. Estos últimos años he desarrollado una obsesión estable por los orificios. Tal vez por esto haya algo en la propia estructura del texto que remita a lo agujereado o lo desagradable. Bueno, el orificio ya revela la ruina del sujeto. No hay un borde entre ese dentro-fuera. Estamos saliéndonos al encuentro del otro todo el rato. Además de generar desechos obligatoriamente para estar vivos. Supongo que el proceso de escritura no podía ser otro que el de una mente fracturada que salta en mil pedazos.
No hay comentarios