Consuelo Kanaga: Lo importante es atrapar el espíritu en una foto
Bajo el evocador título ‘Consuelo Kanaga. Atrapar el espíritu’, la Fundación Mapfre expone –dentro de la amplia programación de PhotoEspaña – por primera vez en España y Europa una amplia trayectoria de esta fotógrafa estadounidense, figura destacada en la historia de la fotografía moderna, aunque durante mucho tiempo ignorada. Su obra recorre seis décadas y abarca desde el fotoperiodismo al retrato, enfrentando al espectador a grandes cuestiones sociales de nuestra era como la situación de la población afroamericana en Estados Unidos.
Nadie diría que esta fotografía que estamos observando la chica del pelo rosa y yo fue tomada en Brooklyn. Parece Nápoles.
Podría ser Nápoles en una instantánea de ayer mismo, me digo –esa manía de compararlo todo con lo que nos es familiar–. En la imagen, cruzando de lado a lado la verticalidad de los edificios, hay decenas de cuerdas con ropa tendida y toda la ropa es blanca, como si las mujeres del vecindario se hubieran puesto de acuerdo ese día para hacer la colada y tenderla a la vez. En 1937, cuando se tomó esta fotografía, eran las mujeres, en cada casa de Nueva York o de cualquier rincón del mundo, las que siempre hacían la colada. Y con el rabillo del ojo busco a la chica del pelo rosa esperando, como si escuchara mis pensamientos, que asienta. Pero ya se ha ido.
La Fundación Mapfre dedica en Madrid una retrospectiva a la fotógrafa estadounidense Consuelo Kanaga (1894-1978), que, pese a ser en 1918 una de las primeras mujeres en plantilla como reportera gráfica del San Francisco Chronicle, donde había empezado a escribir tres años antes, con una obra que abarca seis décadas vinculada a colectivos de vanguardia, ha sido ignorada durante años en la historia de la fotografía moderna. Lo explica el panel que abre la exposición: “Las desigualdades de género, las convenciones sociales y las cuestiones de clase limitaron su labor artística”. Y, además, advierte: “En repetidas ocasiones aparcó su carrera por sus parejas masculinas”. Pero para su amiga Dorothea Lange, la gran fotoperiodista documental, era alguien poco convencional que no tenía normas, y una artista adelantada a su tiempo. Una de las fotografías más conmovedoras de la serie que Kanaga tomó en las calles de San Francisco y de Nueva York, entre las décadas de 1910 y 1920, muestra a una pobre madre con sus tres hijos abrazando al más pequeño, y observándola me acuerdo enseguida de la imagen Madre migrante, de 1936, que le dio tanta fama a Lange y se convirtió en el icono de la Gran Depresión, en la que aparece esa mujer, llamada Florence Owens, rodeada por sus hijos, sosteniendo en brazos al más pequeño de los tres.
La situación de los más desfavorecidos fue un tema constante en la fotografía de Kanaga: la pobreza urbana, el trabajo precario o la discriminación racial. En aquella época, como harían muchos de sus contemporáneos, huía del pictorialismo y adoptaba el estilo de fotografía directa –popularizado por el crítico Sadakichi Hartmann en la revista Camera Work– para documentar sus encuentros con inmigrantes rusos y captar instantáneas de la vida cotidiana: un chaval con el pelo rapado y el ceño fruncido en Desnutrición (1928), las mujeres que lloran con desgarro en Incendio, Nueva York (1922), o la que cruza con delantal y pañuelo una calle sin asfaltar en San Francisco, en 1920. Sus encuadres resultan siempre cercanos, audaces y calculados. En La viuda Watson, un reportaje para la sección que el New Journal-American dedicaba al auxilio de madres solteras, Kanaga prescinde de captar el entorno de pobreza que rodea a una madre y su hijo, y esboza su situación con un retrato en plano corto que revela en sus expresiones toda la desesperación.
El retrato iba a ser una de sus principales fuentes de ingresos desde que abriera su propio estudio al comienzo de la década de 1920. Por ese estudio pasarían a lo largo de los años clientes adinerados y sus amigos artistas de las vanguardias de San Francisco y Nueva York, como Alfred Stieglitz, Milton Avery y Mark Rothko. Influida por las composiciones de su mentor Stieglitz, muchos de los retratados se tocan la cara o apoyan la cabeza en sus manos, en poses a veces un poco forzadas, teatrales. Así aparecen Zimmerman, Kathryn Hume o Jessie Wilkinson.
“Cuanto más retrato veo, más cerca me siento de expresarme”, le decía en una carta al mecenas Albert M.Bender, que apoyó sus viajes entre 1927 y 1928 por Francia, Alemania, Italia, Hungría y Túnez, donde se empapó de arte en museos, monumentos e iglesias iluminando algunas de sus escenas perfectas: los cielos africanos tiñendo de dramatismo a ese Hombre en el horizonte o al Pastor de ovejas, las góndolas de Venecia envueltas en bruma, las afiladas torres de los castillos alemanes, las mujeres y esos niños felices en las calles de Cairuán.
En la década de 1930, Kanaga se alineó con el movimiento Nuevo Negro, cuyos integrantes trataban de reafirmar su identidad afroamericana a través de la expresión artística, la independencia económica y las políticas progresistas, y retrata a algunos de ellos, como el poeta Langston Hughes, el artista Sargent Johnson, uno de los primeros creadores afroamericanos en obtener reputación nacional, y el cantante y actor Kenneth Spencer, uno de sus modelos favoritos, que integró en 1943 junto a Louis Armstrong el reparto de Cabin in the Sky, la primera película de Hollywood con un reparto formado exclusivamente por personas negras.
Los retratos que realizó Kanaga a hombres y mujeres afroamericanos en San Francisco y Nueva York huyen del estereotipo o del estilo documental de escenas callejeras e interiores domésticos, y se centran en revelar a la persona a través de los exquisitos contrastes de sus primeros planos, como esa joven que besa una flor, la muchacha de la blusa blanca, la joven madre con su hijo o la colegiala con sombrero. O como la niña de perfil con la cinta en la cabeza o esas manos que parecen dibujadas, una blanca y otra negra, suavemente entrelazadas.
Dicen que a Kanaga le interesaba más cultivar los vínculos afectivos que la autopromoción; su apoyo y amistad hacia fotógrafas como Lange, Imogen Cunningham, Alma Lavenson, Tina Modotti, Eiko Yamazawa o Louise Dahl-Wolfe –que sonríe sentada en un prado con su Rolley en una imagen de 1928– se mantuvo a lo largo de los años. Pero, incomprensiblemente, su carrera recibió menos atención que la de sus compañeras. En 1940 había comprado con su marido, el pintor Wallace Putman, una casa con estanque en Yorktown Heights, adonde se trasladaron en 1950, cuando cerró el periódico para el que trabajaba Putman. En los años siguientes, Kanaga asume el sustento familiar colaborando con varias revistas femeninas y retratando a la clientela local, y se dedica a fotografiar el entorno campestre: la nieve caída sobre unos tablones, el rocío sobre la hierba, los reflejos del sol jugando con los nenúfares del estanque. Y prácticamente, desaparece.“Cuando haces una fotografía, en gran medida es una imagen de ti mismo. Eso es lo importante. La mayoría de la gente intenta ser llamativa para captar la atención. Creo que la cuestión no es captar la atención, sino atrapar el espíritu”, decía Kanaga. Fue una de las pocas artistas que se relacionó con los círculos de vanguardia como Grupo f.64, Photo League y Photo-Commentors, en el que participaban Dorothea Lange y Ansel Adams. No dejó nunca de denunciar la discriminación y la pobreza, colaborando en publicaciones de izquierda como Labor Defender, New Masses o Sunday Worker; aquí están los retratos que hizo entre las décadas de 1950 y 1960 a los campesinos de Florida y Tennessee. Bajo su mirada, ese mundo y las personas parecen palpitar en un plano intangible, hermoso y cruel al mismo tiempo. Como si al disparar cada una de sus fotografías Kanaga hubiese tocado ese misterio transitorio en el que se desarrolla la vida, lo que a simple vista no se ve.
‘Consuelo Kanaga. Atrapar el espíritu’. Fundación Mapfre, Madrid. Hasta el 25 de agosto.
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