Mi hija se despierta gritando que tiene miedo al lobo
Arranca aquí una nueva serie de Relatos de Agosto en colaboración, un año más, con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Esta vez el tema propuesto son los perros y gatos. Y comenzamos con un inquietante cuento para no dormir: “Mi hija se despierta gritando, asustada, segura de que un animal salvaje puede aparecer en cualquier momento y sacarla de la cama con sus garras. No soy capaz de consolarla. Es normal, me dicen sus profesores. Los niños tienen miedos”.
POR ANA COB ZALDÍVAR
No es la primera vez que me pasa. Existir después de comer siempre ha supuesto para mí un suplicio mayúsculo. El reto de aguantar despierta con la comida regurgitando en el estómago. Una losa imparable cayendo sobre todo mi cuerpo. Dolor.
Tengo más sueño del que nunca imaginé que tendría. Nunca antes de la teta cada tres horas, los dientes, los terrores nocturnos y últimamente el miedo al lobo. Mi hija se despierta gritando, asustada, segura de que un animal salvaje puede aparecer en cualquier momento y sacarla de la cama con sus garras. No soy capaz de consolarla. Es normal, me dicen sus profesores. Los niños tienen miedos. Sus sonrisas perennes no me engañan. Sé que son muecas. Amargas secuelas del estrés que viven a diario. Se apiadan de mí.
En la Universidad me tocó el turno de la tarde. Las clases empezaban a las tres. Soy consciente de que no me enteré de nada de lo que pasaba a primera hora, ahí residen mis principales lagunas de conocimiento. ¿Qué ocurría en esa aula? No podría decirlo. Sé que mis párpados permanecían altos hasta que la fuerza de la gravedad o la vida revelándose contra lo que se le presentaba antinatura permitían un sólo segundo de dormidera. Luego, la mayor de las angustias, un terror palpitante, el compendio de todos los miedos fundidos en un único respingo urgente que devolvía mi cuerpo a esa oportunidad de ascenso social conocida como Universidad Pública.
Tengo un sueño irremediable. Atroz. Una sensación de aire pesado que se posa sobre mi cabeza, me nubla la vista y me lleva a un lugar fronterizo, purgatorial. Recuerdo ahora las estrategias de supervivencia que ideé cuando luchaba contra la siesta involuntaria de mi vida de estudiante.
Mis profesores hablaban sin parar, con un soniquete grave que equidistaba las sílabas como en un mantra, conscientes en el fondo de que no les estábamos escuchando. Entonces lo vi claro: eran todos perros, gatos o pájaros. Las reglas eran simples: si el individuo presentaba una nariz aguileña, ojos vivaces o mentones puntiagudos lo clasificaba como pájaro. Los más afables, enormes caras de torta, narices regordetas y orejas grandes encajaban más en la categoría canina. Y las caritas pequeñas y altivas que miraban por encima de todos y fruncían los labios como si besaran una chincheta: gatos.
Siempre fui una estudiante muy metódica. Se me daba bien generar taxonomías que me obligaran a seguir sistemas de clasificación. Aquella táctica le daba a mi cerebro un mecanismo que lo mantenía despierto.
Me divertía saltando de uno a otro. Sonreía triunfal cuando después de unos minutos de escrutinio al fin encontraba el atributo que, aunque a primera vista oculto, sin duda decantaba la balanza. Los había que no dejaban lugar a dudas. Raza auténtica. Pedigrí. También otros mucho más difíciles de catalogar. Se hacía entonces necesario observar al sujeto desde distintos ángulos o esperar a que hiciese tal o cual gesto para estar segura de a qué especie pertenecía.
En mi primer trabajo seguí utilizando mi cafeína secreta. Sufría tanto en aquellas primeras reuniones en las que apenas podía participar. Eran otros los que hablaban, se gustaban a sí mismos, pensando más en la respuesta genial que tenían preparada que en un intercambio sincero de puntos de vista. Eran auténticos somníferos con traje y corbata que yo convertía en divertidos animales.
Pasaron los años. Empecé a participar más. A escuchar mi propia voz diciendo cosas que tenían sentido. Afirmaciones que venían de dentro, que no dudaban, que sabían de qué estaban hablando. Me sorprendía mi capacidad. La maternidad y la experiencia me conferían una capacidad creativa y un don de mando nunca vistos. Incluso en los encuentros virtuales. A través de la cámara minúscula que coloniza mi salón. Esa que enfrenta dos universos lejanos que nunca debieron haber perdido su órbita paralela. Es en esas ocasiones cuando más me permito el lujo de dar órdenes en voz quizá demasiado alta. Miro a mi equipo desde mi nueva posición. Mi propia camada de lobeznos hambrientos de poder. Debo guiarles y defenderme de ellos al mismo tiempo. Voy saltando de uno a otro, con rapidez. Sus rostros borrosos, cuadriculados por la pantalla, me enseñan los dientes, me retan. Pretenden arrebatarme el puesto. Tengo que estar muy despierta. No atiendo a las réplicas que osan modificar mi plan. Me gusto, me siento alta, poderosa, capaz. Me giro un segundo y siento cómo mi melena voluminosa ondea en el aire y se vuelve a acomodar lentamente sobre mis hombros. Les miro con mis ojos grandes. Lo tengo todo controlado. Hablo muy deprisa, casi estoy gritando. Mi hija, desde su cuarto, ajena al combate que está teniendo lugar en las ondas, me suplica entre sollozos que pare de aullar.
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