El gato Pistolero y la señora Remedios

Foto: Pixabay.

Seguimos con la nueva serie de Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Esta vez el tema propuesto son los perros y gatos. Hoy, en esta tercera entrega, nos detenemos en las andanzas de un gato de rompe y rasga, Pistolero: La señora Remedios y yo dormimos en el piso de arriba con la ventana abierta para dejar entrar la brisa con la que justificamos la manta. Todas las noches me asomo a la ventana para ver cómo este gato Pistolero patrulla el patio. Me lanza alguna mirada amarilla. Parece esperar que me duerma para retirarse.

Por IGNACIO PRADOS

Este gato Pistolero tiene las pelotas más grandes que jamás haya visto. Bambolea sus caderas arriba del muro que rodea el patio de la señora Remedios, que, al verlo, suspira.

–Mucho mocea este gato Pistolero, las tiene locas.

La señora Remedios es mi abuela, pero nunca he oído a nadie llamarla solo Remedios. Siempre es señora Remedios. Así dicen los vecinos, la panadera, el frutero, mi padre… Solo a mi madre se le escapa de vez en cuando un ‘mamá’ que apenas llega a explotar en el aire.

Pistolero es blanco y negro y muy grande. Bastante más que ese otro Pistolero del año pasado, que era naranja, pero se parece al de hace dos años, aunque era blanco y sordo. Es lo único que ha cambiado en la casa de mi abuela. La misma fachada azul, las mismas ventanas con visillos, el mismo gallinero y la fuente de la que mi abuela saca agua. Paso allí cada verano un mes. Mi abuela no pierde el tiempo y me enseña a ser un hombre de provecho: cuidar gallinas, recoger patatas, limpiar, pelar habas, cocinar… Siempre bajo la vigilancia de este gato Pistolero que nunca deja que lo toque. La señora Remedios me dice que está para ratear y que, a cambio, ella le da alguna lata de atún o le deja dormir la siesta en el suelo frío de la cocina. Nunca lo he visto cazar, pero sí que encuentro algunos cadáveres en el alféizar de la ventana o en el umbral de la puerta que mi abuela hace desaparecer entre elogios de lo bien que caza Pistolero.

No todo es trabajo. Los días de más calor llenamos una tina de agua fresca y me meto dentro mientras la señora Remedios repasa algún bordado y canta alguna copla sobre mozas que van a ver al molinero o a que el cura les dé alguna bendición en la sacristía. Otros días ponemos un colchón viejo en el patio y me tiro desde el primer piso. En plancha, en bomba. A veces no sale  bien y me hago daño en las piernas o en los brazos y mi abuela con su lengua rugosa me cura las heridas antes de ponerle una tirita. Me dice también que no se lo cuente a mi madre, que es un secreto, y que no me rompa la crisma, que a ver cómo me lleva al hospital.

Este gato Pistolero no se mete en el agua, pero sí salta al colchón, aunque nunca cuando estoy encima. Espera que me levante para lanzarse, ágil, y una vez aterrizado se lame sus enormes pelotas. Mi abuela ríe y dice que qué fantoche, que me quiere enseñar cómo tirarse.

Por las noches mi abuela y yo preparamos la cena, pero también mermeladas, conservas, caldos, pan y dulces. También preparamos un poco de leche especial para el gato que la señora Remedios guarda en una botella en el frigorífico. Dice que así se mantiene fuerte y más rápido para cazar ratas, para matar pájaros. Para proteger la casa. Cuando mi abuela le deja la leche en un platito, en la mesa de la cocina, Pistolero se sube y ronronea hasta que mi abuela se acerca. Le acaricia el lomo, le coge la cara con las manos y le pega la suya para frotarse en silencio durante unos segundos.

La señora Remedios y yo dormimos en el piso de arriba con la ventana abierta para dejar entrar la brisa con la que justificamos la manta. Todas las noches me asomo a la ventana para ver cómo este gato Pistolero patrulla el patio. Me lanza alguna mirada amarilla. Parece esperar que me duerma para retirarse.

Las noches son oscuras en esa casa azul y algunas me despiertan ruidos. Escucho a alguien tirarse por la ventana contra el colchón del patio sin parar. Escucho maullidos, rugidos y gritos. Como si hubiera muchos gatos y se estuvieran peleando durante horas. A la mañana siguiente se lo pregunto a la señora Remedios, pero ella siempre bromea.

–Este gato Pistolero es un donjuán y monta a cualquiera.

Una noche parece que alguien va a romper el colchón del patio y los gritos son tan fuertes que ni la almohada me ayuda a callarlos. Me levanto y con sigilo abro con cuidado la puerta, tan solo una ranura.

En el rellano apenas se ve nada. La puerta de mi abuela está entreabierta, pero la luz apagada y el ruido aún dura un rato. Aguanto la respiración, mantengo el silencio en el que descansa la casa después del ajetreo, y así sigo cuando veo a este gato Pistolero salir del cuarto de la señora Remedios, contoneando sus caderas blancas y negras.

No me muevo. El gato se para en medio del rellano. Mira hacia mi puerta y con los ojos amarillos clavados en los míos me sonríe y se lame las inmensas pelotas que tiene.

Cierro la puerta. Me meto en la cama y me digo que mañana no le pregunto nada a la señora Remedios. Será un secreto a compartir con este gato Pistolero.

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