La vieja terca y el gato tuerto

Foto: Pixabay.

Seguimos con los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Protagonistas: los perros y gatos. Vamos a por la cuarta entrega. Nos la cuenta un gato con su propia voz: “La primera vez que me colé en tu jardín miraste sin pena el huequito negro, no del todo redondo. Gato tuerto, me nombraste. Sin burla. Sin compasión. Y yo frente a ti, relamiéndome la pata herida”. “Me curaste la pata. ‘No vas a ser cojo además de tuerto’. Fuiste delicada conmigo sin tenerme lástima. Colocaste un cojín en el porche, otro en el comedor y, desde entonces, te olvidaste de la soledad”.   

Por BEATRIZ GARCÍA 

(“Morir, eso no se le hace a un gato. Porque qué puede hacer un gato en un piso vacío”, Wislawa Szymborska)

Qué pequeña te veo. Casi perdida entre las sábanas, te vas desapareciendo. Tienes la piel pegada a tus huesos como un pergamino quebradizo. Parece mentira que esos brazos flacos se pasaran las mañanas de aquí para allá arreglando pacientemente las adelfas de la entrada. Siempre la tierra hasta los codos. ¿Sabías que eran venenosas?

La primera vez que me colé en tu jardín miraste sin pena el huequito negro, no del todo redondo. Gato tuerto, me nombraste. Sin burla. Sin compasión. Y yo frente a ti, relamiéndome la pata herida. Y tú: “Ojo pozo, ojo hueco, ¿qué miras, gatito, hacia tus entrañas? Un ojo hacia afuera y otro hacia dentro, gato contento”.

Me curaste la pata. “No vas a ser cojo además de tuerto”. Fuiste delicada conmigo sin tenerme lástima. Colocaste un cojín en el porche, otro en el comedor y, desde entonces, te olvidaste de la soledad. Continuamente hablabas a gritos porque desde algún rincón de la casa, yo te escuchaba. Contabas historias viejas que aún te hacían reír o te envolvías en enfados de una ira antigua. Aparecían abandonos y culpas. De vez en cuando, me regañabas por el desorden del que tú eras responsable, recitabas como una oración alguna receta de hace tiempo, saboreabas los poemas que habías aprendido en el colegio. Yo te escuchaba. Mientras, me movía entre los cacharros sin fregar de la cocina, los recortes del periódico donde subrayabas nombres graciosos y las grabaciones con los trinos de los pájaros que habían abandonado la ciudad.

Siempre mantuve mi independencia. A veces me iba durante unos días, pero regresaba. Había encontrado un hogar. Entendí lo especial que eras. Éramos los dos raros de la casa al final del parque. La vieja y el gato tuerto. Pasábamos las mañanas al sol en el jardín, las tardes en el porche: sintiéndonos feos y felices, mirando la calle y desconfiando de los otros gatos que tienen dos ojos.

Cuando la enfermedad te atacó, te resististe unos meses, pero luego comenzaste a apagarte. Rápido. Te consumías. Dejaste de comer, por no abrir otra lata. Llegó un día en que ya ni te levantaste de la cama. Sobre la almohada, el rostro pálido apenas se distinguía. Tu cabello lacio fue desapareciendo y tus uñas se rompían con un roce. Apenas te movías, como ahora, que tengo que acercarme a tu boca para asegurarme de que aún respiras.

Dejaste de cuidarme, olvidaste mi comida, cambiar el agua. Quise marcharme, pero no pude. Tus gemidos, que nadie excepto yo escuchaba, se metieron en mi cabeza. Tu dolor llenó la casa. El olor lo invadió todo. Vieja terca. Sufrí y me culpé, maullando noche y día, deambulé por cada una de las estancias. Entonces ocurrió y apenas me asombré: el deseo quebró la lógica.

Quise que mis garras fueran manos que masajearan tus músculos cansados. Así fue. Mis piernas se alargaron y mi columna perdió flexibilidad y ganó fuerza. Para alcanzar tus medicinas, mis huesos se enderezaron con un crujido que aún duele. El pelo gris desapareció y, en su lugar, una pelusa leve cubrió mi cuerpo. Y sentí frío. Tuve que vestirme. Encerrar mis pies en oscuros zapatos. Torpemente, aprendí a caminar sin el timón de mi cola. El mundo se amortiguó: perdí aromas, sonidos estridentes, instintos. Durante unos días, aprender a usar las manos fue una tortura. Aún me entrego al placer  de relamer el plato cuando como solo, en la cocina forrada con tus recortes.

Sé que mi rostro felino llama la atención cuando voy al centro a hacer recados. Algunos inventan que soy un amor antiguo, los más, me suponen un pariente lejano atraído por la posible herencia. Nadie se imagina que siempre he estado aquí. Que no estabas tan sola como creían porque también merecías la compañía de alguien. Con este cuerpo nuevo he podido abrazarte, cargarte desde la cama a la bañera, lavarte con el cuidado de un monaguillo devoto. He traducido mi vida a un lenguaje nuevo para narrarte cuentos de un mundo desconocido que engañen el dolor. Pero no he engañado a la muerte. Te vas, es el momento. Y me quedo en este lugar extraño, adonde no pertenezco si no es por ti. Ahora, solo soy un hombre y no puedo hacer nada.

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