Lubino, el protagonista de tus cuentos, más fuerte que un lobo

Foto: GoodFon.

Seguimos con la nueva serie de Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Protagonistas:  los perros y gatos. Hoy, en esta quinta entrega, nos detenemos en el perro Lubino, clave en la recuperación de los recuerdos del padre desmemoriado: No sé cuándo apareció Lubino en un rincón de mi memoria. ¿Cómo no había recordado a tu perro, protagonista de tantos cuentos, contados en gallego uno tras otro antes de dormir?”.   

POR PILAR GÓMEZ

(Ahora les cuento las historias a tus bisnietos, Pablo y Claudia)

Dejamos de llevarte a los niños de visita cuando empezaste a llamarlos con cualquier nombre. Eran niños queridos, sí, pero ¿cuáles?

Poco a poco, todos fueron espaciando las visitas. Porque me dolía tu extravío, quedé yo para seguir recordando junto a ti, para ayudarte a despegar la mirada de la ventana, para fijarla en lo que mi boca y los gestos de mis manos iban contándote. Tú aún sonreías con tus ojos albahaca y a mí me ayudabas a aguantar sin llorar hasta que volvía a casa.

No sé cuándo apareció Lubino en un rincón de mi memoria. ¿Cómo no había recordado a tu perro, protagonista de tantos cuentos, contados en gallego uno tras otro antes de dormir? Lubino, mucho más fuerte que un lobo. Lubino el pirata, que empujaba cofres de contrabando por el río Mao, tan de Lugo como tú. Lubino, que organizó un ejército de avispas y abejas para luchar contra los zorros, los jabalíes y los osos. Tú ahuecabas la voz para darle a él la importancia que debía tener en el relato. La niña de seis años que era yo por aquel entonces no podía cerrar la boca al escuchar las hazañas del perro adalid, que incluso participó en la toma de Tenochtitlan. ¿Cómo lo haría?

Insistías en que era grande, imponente, más fuerte que un lobo y muy parecido a ellos. A mí no me gusta cazar, decías. Me dan pena las palomas, los conejos, pero él no se lo pensaba dos veces y siempre volvía con una presa en el hocico. El sinvergüenza, con todo descaro, la ponía a mis pies como un trofeo. Yo te preguntaba si él era malo. Malo, no. Seguía su instinto, me explicabas. Era tranquilo, no se enfadaba y estaba pendiente de mí. Al menor ruido erguía las orejas, dispuesto a defenderme. A mí eso me sonaba tanto. Era igualito que mi papá conmigo, me afirmaba yo, orgullosa, por si no había quedado claro lo parecido que era mi padre al perro maravilloso, ¿o era al revés?

Recordamos juntos que un vecino de Bóveda te regaló un cachorro y que le llamaste así, porque era como un lobito pequeño, al cual, al crecer, ya no le pegaba ese nombre. Repasamos el episodio de cuando metió el hocico en el pote del caldo y tú interpretaste como risas lo que era una quemadura. Rite, rite. Cando veña miña nai da misa, vaite dar a risa.

¿Qué pasa en la memoria de los viejos? Intercambiabas identidades como fichas de dominó. Al principio me recibías llamándome por mi nombre; al final, nos valía el de tu madre, el de tu mujer, el de tu nieta o el mío mismo, sin ningún criterio. Con las mujeres importantes de tu vida hiciste una mezcolanza y yo era el resultado de todas. Mamá, me llamabas a veces. Ya que era tu mamá tenía que hablar en gallego y cantarte nanas para que durmieras tranquilo.

Miña nai, miña naiciña. Como miña nai ningunha, que me quentaba a cariña co calorciño da sua.

Empezaste a olvidar a muchos miembros de la familia. Primero a los que te caían peor. Qué sanadora es la desmemoria. Después revolviste al resto formando un todo que, supongo, te hacía sentir seguro. Era mucho lío, ¿verdad?

La falta de memoria, según yo, te facilitaba la vida. No sufrías. Nos pasábamos el tiempo plantando flores en el jardín, rociándolas con aquella regadera azul que tan contento te puso, hasta que se te olvidó que era tuya y volviste a tener ilusión cuando te la regalé de nuevo.

Un día te enseñé una foto de un Alaska Malamute. La tomaste con las dos manos y, al cabo de un rato tan largo que creí que te habías quedado dormido, me miraste para acertar a decir: Lubino.

En una ocasión, hablando del perro, contabas que un vecino –malo, aclaraste– lo envenenó por la noche.

–Murió, ¿entiendes? –explicaste cogiéndome las dos manos, con tristeza.

–Sí, papá.

–Yo quiero irme con Lubino.

–Sí, papá.

Las tardes que siguieron, como para concluir el libro de tu vida, cantaste todo tu repertorio, nombraste una por una las películas de Sarita Montiel y me volviste a contar tu viaje a la Argentina y el nombre de tus vacas.

Dos días después te fuiste con tu perro, dejándome a mí las historias.

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