Quedan dos lunas para el parto, tenemos tiempo
“Un día, cuando llego a la cabaña en la frontera del bosque, no sale humo de la chimenea, no se escucha ni el viento en las hojas secas que cuelgan del tejadillo. Con la intuición que lleva meses rondándome sé lo que me espera dentro. Su gato negro se me enreda en los tobillos y maúlla, me clava sus ojos inteligentes”. Seguimos con la serie Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Protagonistas: los perros y gatos.
POR BEATRIZ VELAYOS
–Niña, vamos a tener que ponerte un cascabel –dice madre una vez más.
No entiende que fue ella quien me enseñó a caminar así, con pies ligeros. Siempre había un motivo para el silencio. El velatorio de algún hermanito. Por ello, he aprendido a pegarme a las paredes, donde no cruje la madera, y a pasar tanto tiempo fuera de casa como es prudente. Me adentro en el bosque y cazo pájaros –a nadie le importa con qué hago la sopa–, voy al mercado y robo pan duro, me escondo entre la paja y las ratas del granero. Pero en algún momento me acerco a madre sin que me vea, grita, y entonces llega padre y cae sobre mí la culpa. Si estoy rápida, huyo y solo vuelvo para servir la cena.
Madre está encinta otra vez, y sus pasos caen con el estruendo de la muerte que se anuncia. Por eso le molesta tanto que los míos no pesen y pueda correr por las vigas podridas sin romperlas. Yo afino el oído en la plaza y a la salida de la iglesia, por si alguien hablase de cómo cambiar el final de nuestra historia. Los hijos de mi madre nacen con los ojos cerrados y sin fuerza para llorar. Pero las vecinas solo cuchichean sobre telas y bodas, las cosechas y los vientos. Hasta que un día, en el callejón tras la taberna, escucho una voz cascada que aconseja: “Ve a Mari, ella sabe qué hacer con estas cosas”. No necesito más, porque lo único que no se nombra en este pueblo es cómo se crea la vida y cómo evitar la muerte.
Mari es una mujer sin edad. A padre no le gusta porque vive sola y cree que sabe afilar los cuchillos. Va cada muchas semanas al mercado, pero la mayoría de la gente acude a su casa. Un día me escapo al amanecer, antes de que mis padres puedan obligarme a mentir sobre adónde voy.
Mari ya está despierta y trasteando en el huerto. De las ventanas de su choza cuelgan hierbas a medio secar. No me doy cuenta de que he olvidado hacer ruido hasta que un gato escuálido maúlla bajo mis pies. La mujer se incorpora como si me esperara, aunque no me hubiese oído. Me ofrece una infusión y me gusta el olor a carbón y salvia de su cocina. Me caliento los dedos en la taza mientras le explico qué necesito. Un secreto, un pacto, un amuleto. Todavía quedan dos lunas para el parto, tenemos tiempo. Pero Mari solo puede evitar que la próxima vez mi madre quede preñada. La vida, me dice, no es difícil controlarla, pero la muerte está más allá de lo que ella o cualquiera puede hacer. Le ofrezco las plumas que he traído como pago, pero ella no usa adornos, solo quiere ayudar si puede.
Le pido que me enseñe, entonces. No para mi madre, para mí, que me veré pronto en este ciclo de creación y sufrimiento. Ella me dice que vuelva cuando todo el mundo esté en la iglesia. Y así lo hago, durante semanas. Me escurro entre la multitud y voy hasta su casa. Mari me enseña las plantas y los insectos que esconde la tierra, la luna que habla de mi cuerpo y las mareas, las palabras que solo se susurran cuando están las mujeres solas, la complicidad con los cuervos y con el gato.
Mi hermano sobrevive nueve días y yo me ufano pensando que algo habré hecho bien, pero es una esperanza vana. Las palabras del cura al despedirlo son tan familiares como las vigas donde me escondo de mi madre, de su tristeza disfrazada de ira, de las tormentas de mi padre, de sus gruñidos nocturnos que anuncian que han terminado el duelo.
Un día, cuando llego a la cabaña en la frontera del bosque, no sale humo de la chimenea, no se escucha ni el viento en las hojas secas que cuelgan del tejadillo. Con la intuición que lleva meses rondándome sé lo que me espera dentro. Mari ya me lo había advertido. La muerte, niña, no puedo amaestrarla. Su gato negro se me enreda en los tobillos y maúlla, me clava sus ojos inteligentes y me ofrece, en un lenguaje casi olvidado, la alternativa al cascabel que me espera en casa.
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