La usina y el río que se llevó a Capulín
Seguimos con la serie Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Protagonistas: los perros y gatos. Hoy, nos vamos a La Usina. “Cuando venía la creciente, el río subía mucho; a tu mamá le llevó un perryito, me dijo mi abuelo”.
Por PABLO ANDRADA
Detrás de la casilla de chapa, se escuchaba el río, el mismo río que había arrastrado a Capulín.
Para llegar hasta allí, transitamos por un camino secundario que solo una persona familiarizada con la zona se atrevería a utilizar. La niveladora pasa y deja una huella, luego se arrojan unas cuantas piedras de ripio para protegerlo de la lluvia. Con tiempo y mucha paciencia, el pasto y las ramas siempre recuperan su espacio. Fuimos a visitar a unos parientes que vivían allí y mi abuelo me preguntó si quería conocer la usina, el lugar donde ellos habían vivido y del que mi mamá siempre contaba historias. Había llovido, pero mi abuelo conducía muy bien y el Renault 6 de color verde militar parecía deslizarse sobre el barro. El viejo auto no tenía ni radio. El olor a lluvia en la ruta, el ruido del asiento de ese Renault y la erre hundida del acento provinciano de mis abuelos son mi infancia.
La entrada al predio de la usina tenía un enorme cartel que decía CUIDADO ALTA TENSIÓN. Dos grandes hojas de alambre funcionaban como puerta. Estaban apenas apoyadas y un candado inútil colgaba abierto en uno de los codos. Cuando el motor del auto se apagó, lo único que se escuchaba era el río, y el olor a ese ruido. Todo estaba abandonado, invadido por ramas, enredaderas y hojas que abrazaban paredes descascaradas y ladrillos rotos, espacios que aún expresaban la potencia de haber sido habitados, como brasas apagadas. Esparcidos por el suelo había engranajes de viejas máquinas que ya eran parte de la naturaleza. En lo que había sido la calle principal, la única asfaltada, se podía sentir el peso del constante tráfico de camiones, personas, carros y los ladridos de perros que los perseguían. En el frente del edificio principal, se mantenía vigilante un cartel oxidado con el viejo logotipo de Agua y Energía, la empresa, el patrón.
Mi abuela le comentó a mi abuelo la pena que sentía al ver todo invadido por el monte. Me señaló cuál era la casilla de Emilia Nieva, la señora a la que el marido solo le daba dos fósforos al día. Cuando perdía alguno, venía a pedir prestado a la casilla de mis abuelos, para que el marido no la moliera a palos al regresar.
Todo era como mi mamá me lo había contado, este es el recuerdo de su recuerdo.
La casilla de mi mamá y de mis abuelos aún estaba en pie. Eran tres espacios pequeños sin piso, ni techo por dónde ahora el sol, la yunga y las piedras asaltaban lo que alguna vez fue un hogar. Mi abuela se acercó y puso la mano en una de las paredes de chapa, se mantuvo un instante eterno allí y casi lloró. Creo que vivieron allí unos cinco años hasta que mi abuelo aprendió a leer y fue ascendido. Pasó de ser un simple mecánico a oficial eléctrico, junto con dos compañeros, Gramajo y Surita, a los que mi mamá también les corregía los cuadernos.
—M’hijo, aquí estaba la cocina —dijo mi abuela.
Me picaban las piernas, los mosquitos me habían atacado y en minutos ya tenía ronchas por todo el cuerpo, hasta detrás de las rodillas y en los tobillos, debajo de las medias.
La casilla daba a una pendiente, y abajo, entre piedras descoloridas y matas de pasto, pasaba el río Lules que siempre murmuraba y a veces hasta gritaba.
—Cuando venía la creciente, el río subía mucho —a tu mamá le llevó un perryito, me dijo mi abuelo con esa erre hundida del acento que yo ya perdí.
—Sí, a Capulín —le respondí.
Y mi abuelo asintió con la cabeza, apretó los labios y se acomodó los pantalones. Mi abuela comenzó a llorar de repente. Yo era chico y no entendí ese llanto, porque no había sido un día triste. Después comprendí que a veces se puede llorar en pasado.
Nos fuimos y cuando llegamos a casa en la ciudad, mi abuela me puso alcohol en las piernas para las picaduras de los mosquitos. Como cada tarde, mis vecinos de la cuadra golpearon las manos para ir a jugar a la escondida (había que elegir un lugar y quedarse ahí muy quieto), no valía dar vueltas a la manzana para esconderse.
Cuando mi mamá llamó esa noche, le conté que había ido a la usina y había visto su casa. Ella nunca más había vuelto. Comencé a darle detalles, sobre su casilla, sobre el río y cómo el monte había prevalecido sobre el óxido, quería contarle tantas cosas que las palabras se me atoraban en la boca, pero ella me interrumpió y me preguntó qué íbamos a cenar esa noche. Dije fideos y mi mamá colgó.
Ese día mi abuela se fue a dormir temprano.
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