Ada y Nieve, del amor al odio

Foto: Pixabay.

Los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado han venido este verano muy animales. Con perros y gatos en el centro de atención. Hoy nos asomamos a la complicada relación entre dos gatas, Ada y su madre adoptiva, Nieve: El destete se tornó un imposible y el cariño, un expolio. Fue por entonces cuando Ada comenzó a alardear de su belleza por el jardín. De sus aventuras nocturnas volvía a los pocos días, sucia y desorejada”.   

Por CARLOS GALLIFA GIL 

“Un amante sin indiscreciones no es amante en modo alguno” (Thomas Hardy, 1840-1928)

Había vuelto al hogar cabizbaja tras dos meses de ausencia. Nieve miró de refilón a la hija pródiga, perdonándole una vez más su inesperada fuga. Se limitó a aproximarse a ella mientras entraba por la puerta y, con gesto cansado, le rozó la mejilla. Un beso a Ada hubiera sido lo propio, pero se limitó a olerla: aquel aroma a hija de la calle. En ese momento, Nieve supo que iba a ser otra vez abuela. Probablemente recordó la dureza de los últimos años, en los que Ada le había cargado de nietos y de trabajo. Ya no eran edades.

Cuando la barriga de Ada empezaba a ser evidente me pregunté qué hacer. Nieve, ya achacosa, se había vuelto con los años más antipática y arisca hacia el que les daba techo y sustento. Cada vez que yo intentaba repartir afectos entre ellas, emitía un fiero no te acerques. Por su parte, Ada se había convertido en una adulta de cuerpo voluptuoso y mirada seductora que prendía fuego a la calle con solo pisarla.

Patada en el culo y que se largaran las dos al parque. Esa era la opción más sencilla. Mamá habría objetado: “¿Y adónde van a ir, las criaturitas?”. La castración hubiera zanjado el problema, pero mi madre siempre había sido contraria a subvertir la naturaleza. “¿No irás a separar a la madre de la hija?”, repetía dentro de mí. Aunque Ada no era hija de Nieve, biológicamente al menos.

Cuando la adopté, con solo dos meses, Ada era tan sólo un hermoso boceto. Esa mirada azul la había heredado de sus padres de sangre, a los que yo había conocido en casa de un amigo mucho tiempo atrás. Una pareja de siameses que exhibían la impúdica entrega de sus mutuas bellezas a la vista de todos: encima de una estantería, sobre el pasamanos del balcón, en un equilibrio que conjuraba a la muerte, él mordiendo la nuca de ella mientras la poseía, ambos bajo riesgo de gastar dos de sus catorce vidas. Al diablo, el amor es más fuerte que la gravedad, debían de pensar.

Qué bella camada engendraron: mullidos, saltarines, mimetizados con los almohadones del sofá. “¿Te quieres llevar uno?”, preguntó mi amigo. De Ada me cautivó no sólo el azul de sus ojos, también su sensual placidez. Y esa cara oscura asomada a un abismo, como quemada por la visión de un apocalipsis. Decisión tomada. La cargué en un cesto para llevarla a casa. El viaje fue una letanía de maullidos de quebranto, el de un secuestro. Ya en casa, nada más asomar, se acercó a Nieve para perderse en el calor de sus pálidas mamas. Cuánto cobijo encontró en ella, y qué inmensa ternura me produjo aquella maternidad recobrada por la viejita. La pequeña también adoraba extraviarse durante horas en mis brazos, en el sofá, en la cama antes de ir a dormir. Nunca la imaginé convertida en víctima de su propia lascivia. Poco tiempo después de la llegada de Ada, Nieve sumó a su adusto carácter la fiera defensa de su hija adoptiva. Ante tanto bufido y zarpazo, mamá solía decir: “¿Todavía no te has enterado? Son depredadores”.

En poco tiempo Ada se triplicó en tamaño y vanidad. En casa recibía yo visitas que no llegaban a entender que aquel animal de nutrida belleza lactara de una anciana famélica, dedicada incansablemente a bruñir con su lengua el pelo de una hija ya adulta. El destete se tornó un imposible y el cariño, un expolio. Fue por entonces cuando Ada comenzó a alardear de su belleza por el jardín. De sus aventuras nocturnas volvía a los pocos días, sucia y desorejada.

Tras la última ausencia de Ada por los alrededores –un mes, media gestación–, su amor por la madre adoptiva se gangrenó. Ada volvió a casa con clara intención de marcar territorio, acaso para preparar la yacija para su parto. Los ataques a Nieve se hicieron más frecuentes, con una rabia ansiosa de sangre. En el duelo más erizado, un zarpazo desgarró el pecho de la sufrida madre y dejó un colgajo en su piel blanca, tras el que se intuía el frágil latido de un corazón agraviado. No la había conseguido matar. Recordé otra frase de mamá: “Cría cuervos”.

No pude hacer otra cosa que aislarlas, mantener todas las puertas de la casa cerradas a cal y canto. Mala solución. Repentinos aullidos de muerte me hacían saltar de la silla en mitad del almuerzo, de la cama en medio de la noche: habría descuidado yo alguna puerta, o Ada se las había ingeniado para abrirla. A veces no tenía más opción que separarlas a escobazos, repartiendo mandobles por igual a agresora y víctima. No quería yo volver a pasar de asistir partos felinos a velar a una madre fallecida. Imperdonable ingratitud la de Ada, que apelaba a la muerte tras cada puerta entornada. “No son animales domésticos”, repetía yo la frase de mamá.

Leí en algún sitio que la memoria de los gatos abarca tan sólo dos meses: el tiempo que Ada había estado ausente. Para mí era inaceptable que ella, ya irreconocible como hija, quisiera despedazar a quien la había alimentado desde su más tierna orfandad. Tenía que hacerla desaparecer. No estaba castrada, le sería fácil sobrevivir.

Una madrugada, tras mil vueltas en la cama, la llevé en coche hasta aquel pueblo en las afueras de la ciudad. Allí la abandoné. No volví la mirada hacia sus ojos. En avanzada gestación, no intentó seguirme. Ni siquiera pronunció un maullido. Nieve me recibió en casa, ojerosa, interrogativa. Me agaché para acariciarla. Ya no volverá a molestarte. A los dos meses Nieve murió ahogada en la piscina tras un tropiezo. Quizá ni le había dado tiempo a olvidar a su hija.

Ha pasado un año. Ada debe de estar de vuelta: merodean en mis noches los rugidos de placer de los gatos del barrio.

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